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Desde la ventana de mi piso 12 la ciudad de Moscú se veía dormir. A pesar de estar bien entrado el invierno, hoy no nevaba y la desolación parecía haberse encariñado con este lugar y ya no querer irse de aquí.
Ni la nieve ya nos visita, pensé. Me gustaba ver nevar, pasaba horas viendo como los copos blancos de a poco iban cubriendo todo, como si también pudieran cubrir mi memoria.
Me sentí triste y solo. Quise pensar qué me retenía aquí, pero ya lo había intentado muchas veces sin resultado, así que intenté distraerme y no darle importancia. Intenté convencerme de que si dormía, mañana me despertaría con otro humor y todo volvería a ser igual.
Pero aunque mi razón quería escapar, algo me retenía y me empujaba años atrás.

Con apenas 12 años no podía contener mis lágrimas. Mi padre había decidido que sería mejor que continuara los estudios y en ese pueblito de campo solo había escuela primaria.
Aquél que había sido su mejor amigo ahora vivía lejos, me llevaría a su casa de esa ciudad y me ayudaría con los estudios.
- Seguro que estarás mejor con él, decía mi padre, el dinero apenas alcanza para la comida de tus cinco hermanos. Recordé a mi madre volver su rostro.
Al alejarme sentado en aquel viejo auto, odié a mi padre, odié a mis hermanos al verlos juntos con sus manitos en alto despidiéndose, pero más odié a mi madre. Siempre pensé que allí, con su cobardía, se había quedado mi niñez.


Me dí la vuelta y recorrí con la vista el espacio de la pequeña sala de estar: los sillones gris oscuro, las paredes gris claro, la alfombra sobre el piso gastado, pocos muebles. Todas las cosas estaban en su mismo lugar, como si allí hubieran nacido y allí el fin las esperara. Ahora sí sentí el frío a través del vidrio apoyándose en mi espalda.
Entonces me acordé de ella.

Recién decidí volver a verla diez años después. Mi padre me había avisado que estaba enferma y que solo pedía por mí.
Tardé dos semanas en decidirme a viajar, el trabajo, mis amigos, las visitas a mi novia, todo parecía un buen motivo para postergar el viaje. Aparte el campo nunca me había gustado, esta ciudad era mi lugar, aquí había logrado todo lo que yo era.
Finalmente ese viernes me decidí, veinte horas de avión y cuatro de autobús no fueron demasiado para cubrir la distancia que nos separaba. Cuando llegué la encontré casi igual, los diez años parecían no haber pasado para ella, pero la tristeza no había logrado escapar y se había ensañado con su interior. Su enfermedad apenas se notaba en esas pequeñas manchas de su piel y en el pañuelo ajustado a su cabeza que ocultaba la falta de cabellos.
Me pidió que no me vaya, que me quedara unos días más, pero yo el lunes tendría que estar en mi trabajo. Me despedí y le prometí que en dos semanas volvería.
- No quiero morir, me habría dicho.


Hoy aquí, solo, sé que aún soy preso de mi propio resentimiento. Nunca más pude verla, al llegar nuevamente a Moscú me había enterado de su muerte.
Sólo espero que la tristeza que habita en mí, también me acabe de igual manera. La única diferencia es que ahora no tengo a quien pedir que se quede conmigo.

Texto agregado el 29-01-2006, y leído por 132 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
31-01-2006 Triste. No sé hasta donde es la realidad, pero a veces los padres nos alejan buscando nuestro bien, en su momento no lo entendemos. honeyrocio
29-01-2006 Sin duda es un triste relato que espero no sea cierto. Deberías pensar qué le habría gustado a tu mamá (además de quedarte con ella). 1) Que vuelvas y ayudes a tus hermanos. 2) Que vuelvas para que tu papá no se muera también y no estés ahí. No te quedés pensando en lo mal que hiciste sino en lo bueno que todavía podés hacer. Sole celestesole
 
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