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Sobrevivientes.






“Puedo escribir los versos más tristes esta noche”, pensé. Mas no pude con mi genio salvaje y allí nomás, en penumbras y desconsolado, compuse las más tristes melodías en el piano.
El sonido de las escalas armoniosas clavaban punzantes cuchillos por todo mi corazón. Y la pena fluía tan pesada como un desahogo resignado. Sobre la infinita oscuridad de la casa abandonada por el martirio y la desilusión, flotaron e hicieron eco notas celestiales que marcaban el ritmo junto al torrente de lágrimas que caían de mis ojos y pecho. Y mi mente se sumergió en la bruma roja, dejando que las horas transcurriesen y sin intenciones de evitar que aquello sucediera.
“Poesía eres tú”, le habré dicho una noche en que la amé como en cada momento que pasé a su lado. Entonces ella clavando en mi pupila su pupila, me habría convencido de la existencia de los dioses.
Pero estaba solo, haciendo preguntas que nadie respondería y mientras la bruma flotaba a mi lado. Intentaba buscar alguna explicación a su partida, pero no la encontraba. Y mis dedos más ágiles se desplazaban sobre la alfombra negra y blanca cuando el sentimiento cavaba más hondo en la herida. Herida que se abría al dibujarse su rostro en mi mente y sangraba al memorar los inútiles intentos de encontrar una cura a su fatal enfermedad. Mi corazón se sentía desbordado de un líquido espeso y ardiente llamado impotencia. Porque ya no volvería, y en todos los rincones de mi cuerpo estaba aún impregnada.
Y mientras continuaba armonizando, una mariposa salida de la oscuridad misma se posó en la parte superior del piano, permaneciendo inmóvil. De tanto en tanto hacía aletear sus coloridas alas, como recordándome que seguía con vida. Vino a morir en la oscuridad, junto a mí; pensé. La observé por el rabillo del ojo y esperé que cayera de un momento al otro. Luego volví a perderme en el manto de nubes rojas hasta que el cansancio me abatió y me desmayé.
A la mañana siguiente el sol dibujaba una puerta en la pared blanca del enorme salón. Desperté sin ilusión ni ganas de afrontar un nuevo día. El vacío me vencía. Miré la mariposa posada en el piano y ahora sí, ya no chillaba.
No tenía la fuerza necesaria para cruzar un puente sin destino ni baranda del que en cualquier momento podía tropezar y caer al mundo. Por lo tanto tomé una cuerda, la aferré a una viga que atravesaba por toda la extensión del techo y enredé mi cuello con intenciones de ahorcarme. Subido a una mesa junto al piano, hice el primer intento por dejarme caer pero no lo conseguí. Me detuve un instante en el que el pulso me tembló y tuve miedo de echar todo hacia atrás. Pero no lo hice. En el segundo intento, trastabillé y mi zapato derecho salió despedido cayendo sobre las teclas más graves del instrumento que ejecutó varias notas a la vez. El sonido retumbó en la soledad moribunda. Estalló como una bomba en mis oídos y asustó a mis fantasmas. Sin querer, casi en un último recurso, observé que la mariposa aleteó con fuerza; aleteó desafiante. Retraje mi movimiento con toda la dificultad que aquello presentó. Pero me esforcé, y una vez estabilizado me saqué el otro zapato y lo arrojé sobre el piano. Otra vez el sonido y la aleteada. Liberé mi cuello y me acerqué a aquellos colores un tanto incrédulo. Me senté frente al piano y una vez más comencé a improvisar melodías tristes. La mariposa respondió con sus alas en el acto y yo toqué mil piezas contándole mi historia con los ojos atravesando sus colores tan vivos como ella. Toqué por varias horas.
Y pasó el tiempo y todavía toco para ella. Es mi único público desde hace años, pero aún aletea al oírme improvisar. Eso me mantiene vivo. Es mi pacto desde que llegó. Mientras mueva sus alas, le daré compañía. Mientras le dé mi música, seguirá dándome una razón para ver salir el sol todos los días. Aunque llueva. Y aunque no le encuentre real sentido, lo cierto es que no estaré muerto hasta saltar y arrepentirme de estar vivo. Y eso no sucederá mientras sepa que tengo la posibilidad de ofrecer ilusión a alguien más que me espera.
¿Qué sucederá luego? Eso no lo sé. Pero mientras tanto, cada mañana una voz sacude a mi oído y me reta a seguir.
“Lázaro, levántate y anda”, me dice.

Texto agregado el 19-04-2006, y leído por 70 visitantes. (1 voto)


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