Se eterniza la contemplación del ensueño,
el aire, la brisa diáfana del vestido.
Caen, cómo caen,
calmosas,
las notas del clavicordio en mis oídos indóciles.

Sujetando las amarras de raíces
se enclava la diáfana hojarasca amiga
de mi cuerpo, el tuyo.
Y sumerges lágrimas en mi boca,
sorbiendo el tacto, el alma,
la melancolía mutua de sernos,
sin sabernos el invierno.

En busca del océano hallaremos la cárcel
y el vino de sangre que espantaremos
al ocaso; que alba tan triste.

Castigando al viento,
manchado crudo de adioses,
golpearemos las gotas
y desenterraremos abrigos de nueva esencia,
preparándonos ante el frío.

Cuánta soledad me toca, te viste.