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EL DÍA QUE CONOCI A MI ABUELO.

No recuerdo con exactitud el día en que conocí a mi abuelo. Ingresó a mi vida con mucha dificultad, su figura grande y maciza me inspiraba temor y su vozarrón profundo y potente me amilanaba cada vez que lo escuchaba. Muchas veces su fruncido ceño me atemorizaba y por ese tiempo, no era para mí una persona amistosa, por eso, en un principio traté de mantenerme alejada de él. Pero no en vano, era el padre de mi padre y su sabiduría de la vida y la experiencia vivida, me llevó a su lado al comienzo con distancia y hasta con un poco de recelo. Sus triquiñuelas y juegos de palabras, me llevaron a pagarle con besos, las veces que terminaba de perdedora, su preocupación para que siempre estuviera mi cajón con juguetes disponible para cuando lo quisiera ocupar, me terminó de demostrar que realmente me quería, seguramente a su modo, pero me quería.
Mi condición de regalona y consentida me permitió estar al amparo de muchos de sus correctivos. Una furibunda mirada suya bastaba para suspender una travesura o maldad que estuviera en proceso. Sin embargo de igual manera me tomaba en sus brazos y jugueteaba conmigo como si nunca hubiéramos tenido un desencuentro. También debo añadir que más de una vez me defendió de los llamados de atención de mi padre que venían cargados de enojo y rabia por las travesuras que urdíamos con mi hermano. Muchos años después comprendí lo que él esperaba de mí.
No tengo muy claros mis recuerdos de cuando nos abuenamos y por lo que me cuentan debe haber sido a poco de haber aprendido a caminar, porque cada vez que servían helados como postre, me encaramaba en sus rodillas y olvidaba nuestro distanciamiento para recibir de su cuchara todo lo que más me apetecía. De ese modo y en esas condiciones pasaron mis primeros años, con jornadas amistosas y otras no tanto. El choque de dos caracteres fuertes que no se daban tregua, amenazaba con prolongar indefinidamente un avenimiento y a muchos les preocupaba que no pudiéramos entendernos amigablemente. Pero estaba enfrente a un hombre que a pesar de su coraza de dureza albergaba una sensibilidad que nadie se dio el trabajo en descubrir. Era intransigente a la hora de negociar los principios que él consideraba inclaudicables y hasta agresivo cuando los argumentos comenzaban a ser escasos. Nada lo hacía retroceder ante un compromiso pactado y más de una vez lo vi luchar solo frente al mundo, por defender su palabra empeñada, consecuente hasta la tozudez y un soñador empedernido, esclavo de la hora que no toleraba una impuntualidad, por eso creo que cautivó mi atención y a pesar de un comienzo vacilante, siempre me sentí protegida a su lado y amparada de los embates mundanos.
Tuve a su lado una fuente inagotable de reflexiones y experiencias que me sirvieron de adelanto de lo que me esperaba y cuando creía agotada mi capacidad para resolver las incógnitas que me planteaba la vida, acudía a su lado y después de darme un preámbulo que a veces duraba largos minutos, llegaba al punto diciéndome que esa era su opinión y que la decisión era mi responsabilidad. Mucho me gustaba escucharlo relatar sus chascarros de juventud y las historias que en un tiempo le dio por escribir, en cada una de ellas había un mensaje implícito y una de las cosas que aprendí de él, fue a leer entrelíneas y dar con este mensaje subliminal, como él, lo llamaba. Siempre tenía una respuesta a la mano y ningún tema estaba lejos de su conocimiento. Era un libro abierto y se motivaba con el solo hecho de mostrar interés en conocer lo que guardaban sus páginas y apenas comenzaba a mostrarlas era difícil poder saber cómo parar.
Recuerdo que con ocasión de mi primer día de clases toda la familia me fue a dejar y por supuesto mi abuelo, mientras unos hablaban de la importancia y trascendencia del paso que estaba dando, él más alejado, observaba cómo se desarrollaban los acontecimientos, no quería ningún protagonismo y entendía que mis padres eran los que debían aquilatar el momento que estaban viviendo. Eso lo entendí con los años y a lo mejor más de alguna vez pensé que era un descariñado al no dar a conocer de inmediato su pensamiento, pero se guardaba muy bien su opinión si no se la pedían. Era tanta su falta de protagonismo que muchas veces peleaba con mi padre porque pasaban semanas que no venía por nuestra casa y su excusa era porque no lo habían invitado. Sin embargo, al terminar ésta primera jornada, me tomó en sus brazos y me dio un fuerte abrazo y un cariñoso beso que todavía recuerdo. Seguramente no tenía otra manera de testimoniar su emoción y la ocasión ameritaba una demostración de cariño y respaldo a lo que estaba viviendo. Enemigo de los regalos por compromiso, prefería un libro a un juguete y siempre llegaba con algo en las manos para, como siempre decía, mantenerlas ocupadas. Me cuenta mi madre, que para mi primer cumpleaños llegó con una libreta de ahorro mientras los demás me atiborraban con juguetes y demases.
Quizás si todo esto nació en los tiempos en que me iba a su casa a pasar los fines de semana. Los viernes después de salir del colegio él me esperaba en mi casa para que empacara mis cosas y luego nos dirigíamos hasta la de él, no sin antes pasar por algún supermercado a comprar las vituallas necesarias. Preocupado en todo momento que nada le faltara a su cocina y que hubiera lo suficiente para atender a las visitas que solían visitarlo. Podía aceptar cualquier deficiencia a la hora de hacer una atención en su mesa, pero menos, que mi abuela dijera que tal o cual cosa se habían terminado, sencillamente eso lo descolocaba y su cara cambiaba de inmediato de semblante. Su despensa normalmente estaba bien abastecida y era su costumbre surtirla para un mes.
Mis recuerdos de esos fines de semana en su casa, pasan por las demostraciones de cariño que me brindaban, su preocupación para que todos mis antojos fueran satisfechos, me llevaron a descubrir los secretos que guardaba la cocina italiana en toda su línea. Esta debilidad suya pasó casi sin darme cuenta a ser mía y tanto disfrutábamos comiéndola, que nos sentábamos a la mesa, premunidos de sendos baberos para evitar que la salsa manchara la ropa y recibiéramos una reprimenda por eso. La abuela movía su cabeza al ver a los fideos tratando de arrancar del plato para no ser devorados. En su mesa descubrí muchos platos antes ignorados, memorable era la carne a la cacerola que solía hacer la abuela y que se partía con el tenedor, en fin, de estos recuerdos, mi baúl esta casi lleno. Todo esto lo pude saborear de la mano de mi abuelo y si todo fue color rosa, mentiría, porque a pesar de la gran vida que me daba a su lado, bastaba que me saliera del rayado de la cancha que me tenía, para volver a esos primeros años de temores y enojos ya casi olvidados.
Mientras fui chica, no tuve responsabilidades que cumplir, pero en la medida que crecí ya no era todo gratis, debía realizar algunas tareas que por su simplicidad pasaban casi inadvertidas, pero no por eso podían quedar inconclusas y el hecho de poner la mesa, sacudir el mantel y ayudar a recoger los platos dejaban de ser una obligación. Pero de igual modo me atraía venir a pasar con ellos el fin de semana a pesar de los chantajes que solían hacerme en mi casa. Los paseos que solíamos hacer para bajar la comida, nos llevaron al Zoológico y a parajes que eran nuevos para mí, demostrando que no solo la comida nos congregaba.
Largas caminatas nos servían de cómplices para conocer de sus proyectos y recuerdos, como también para sincerarle mi alma, mientras me escuchaba seguramente su imaginación viajaba al pasado, para decirme apenas me callaba, la historia se repite y a continuación solía contarme alguna historia igual o parecida a la que recién me había escuchado. Su simplicidad era lo que más apreciaba de él, no tenía rollos ni vericuetos, era muy directo y no se detenía ante nada. Muchas veces supe de otros parientes que vinieron a su lado en busca de su palabra, pero no estaban dispuestos a dejar su equivocada senda y sencillamente pasaron de largo.
Si todo lo que he contado en éstas líneas, alguien pudiera haberlo vivido así como lo hice durante toda mi existencia, a lo mejor, su visión de la vida sería muy distinta. Conocí de todo el entrañable cariño que puede sentir un abuelo por su nieta, pero también sentí la responsabilidad que ellos tienen al entregarnos las herramientas que necesitamos para aprender a caminar por la vida y si no hubiera sido de ese modo, a lo mejor estaría a la vera del camino. El paso de los años ha reforzado todas y cada una de sus máximas y al recordar todo lo que me costo aceptarlo cuando aún era una guagua, pienso en los intentos que debió realizar para salvar la valla que aún nos separaba.
Este era mi abuelo. Es una lástima que no me acompañara por más tiempo, pero una vez me dijo que tenía su misión cumplida y todo el tiempo que pasamos juntos, era de yapa. Seguramente donde se encuentre, habrá alguien a quien le podrá entregar sus enseñanzas e historias, así como lo hizo una vez conmigo y ese dichoso, deberá dar las gracias al cielo, al igual que muchas veces las di, por tener un maestro como ninguno. El día de su partida no lloré y no fue porque no tuviera pena, sino más bien, porque entendí que su misión aquí estaba concluida y porque me entregó todo lo que tenía y no se guardó nada. Me sentí afortunada por haberlo tenido a mi lado y haber compartido tantas horas de imborrables recuerdos. Mucha falta le hará a mi vida un faro de su tamaño, pero tengo su recuerdo muy a flor de piel y cuando me embargue la duda, buscaré entre las enseñanzas que me dejó, la justa y necesaria. Mi cariño por él, ésta estampado en éstas líneas y cuando alguien las lea, seguramente dirá, miren a ésta niñita también le dio por escribir al igual que a su abuelo.




JUAN PURAPEL.

Texto agregado el 23-04-2006, y leído por 291 visitantes. (0 votos)


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