La oscuridad me ha alcanzado en medio del bosque y ciego por la noche estiro mis brazos en busca de algo que me guié hasta el camino. Ha comenzado a llover, los truenos son cada vez más constantes y en la lejanía se miran caer los rayos, apresuro el paso y dando traspiés salgo de la arboleda. Los relámpagos iluminan por breves instantes mi andar. Atrás va quedando la montaña y ahora mis pasos son más firmes, que no seguros. El viento acaricia mi rostro y enfría mis mejillas, gruesos goterones resbalan por mi cara. La pertinaz lluvia no tarda en empaparme, pero no dejo de caminar. Adelante la noche, la oscuridad total. Alcanzo la vereda principal, mis ojos se dilatan, mi pisada se vuelve más suave, el corazón baja su ritmo cardiaco. Me detengo en el cruce de caminos, atisbo en la espesura de la noche y escojo el de la izquierda, siempre a la izquierda. Vuelvo a mi andar, pero ahora con el paso corto pero apresurado del coyote. “Es tu nagual” –me dijo un día Tata Celso Nopaltecatl, hechicero de la Sierra de Zongolica-. A algunos de mis otros yo les parece extraño mi gusto por el monte y que siempre se me haga de noche. Mi parte más sensible a veces se pregunta qué hago aquí con las botas atascadas de lodo, la ropa mojada, la vieja chamarra con polvo de muchos caminos. La mochila, sobreviviente de tantos campos de batalla, es la única que no se queja. Ella guarda mis sueños, mis tristezas, mis alegrías y nostalgias. Sabe de mis desventuras, de mis amores furtivos, de mis múltiples personalidades. Ella es almohada en el duro piso, cobija a cielo abierto. Ella acompaña al antropólogo, al académico, al aventurero, al revolucionario, al soñador. Ella prendida de mi espalda sólo me escucha hablar de ti, de la envidia que le tengo al destinatario de tus caricias, al dueño de tus besos, al poseedor de tu cuerpo.
Me quejo con ella de que no debería estar caminando en medio de la noche, ni tiritando de frío con la ropa empapada. Debería estar entrando furtivamente a tu recamara y mientras duermes, regar con agua de rosas la habitación, encender un par de velas con aroma de gardenias y despertarte con un camino de miel virgen. Un camino que parta de tu boca y llegue hasta el Monte de Venus. Mi lengua, cual reptil, sabe seguir el rastro, y una y otra vez recorrería lo andado hasta perderse en la gruta del deseo. Mis manos, como garras, harían presa de tus senos y las cerezas que los coronan se pondrían duras como rocas, pero sensibles como una mariposa recién salida del capullo. Mis manos, prosaicas como suelen ser en estas ocasiones, acariciarían con avidez tu cintura, bajarían por la cadera y no perderían oportunidad de recrearse en la popa. Tú me darías la espalda y en venganza te desarmaría con un masaje holístico y cuando estuvieras a punto de rendirte te besaría suavemente el lóbulo, el nacimiento de tus cabellos, los extremos del cuello y en cada vértebra de detendría para dibujarla con mis labios. De aquí partiría veloz hasta subir y bajar por los montes inferiores. Estoy seguro que no resistirías la tentación de explorar mi cuerpo y con todos tus sentidos recorrerías, palmo a palmo, cada poro de mi piel hasta tomar prisionera mi virilidad con tus labios. Yo giraría en franca geometría erótica y pondría a arder tu cuerpo, tú tratarías de tomar el control cabalgándome y echarías tu cabeza hacia atrás en cada orgasmo. Ambos cuerpos, en la práctica del sexo tántrico, formarían una bella estampa digna de un cuadro de Chagall. La noche se nos haría corta y los primeros rayos del sol nos sorprenden desnudos y agotados, pero satisfechos.
Lástima, la lluvia me sigue empapando y aun me queda un largo camino por recorrer, mientras a ti te siguen robando mis besos.