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I

La mujer salió corriendo, espantada, del laberinto. Empapada en sudor, respiró hondo y se dirigió al primer puesto de gaseosas que encontró en su camino. Tenía, todavía, la respiración agitada.
-Buenas tardes, ¿Qué desea servirse?- preguntó cordialmente, evaluando el aspecto de su clienta, el jóven que atendía el puesto.
-Agua... Agua nada más, bien fría, por favor.- Respondió ella, mientras se sostenía contra el mostrador, exhausta.
Tomó la pequeña botella que el jóven vendedor le tendía, y le pagó. Se alejó caminando lentamente antes de que el muchacho pudiera siquiera darle su vuelto.
La mujer miró a su alrededor, con el agua todavía en la mano. Tenía la actitud del que busca algo importante, pero no lo encuentra. Podía ver a toda la gente caminando apaciblemente por la calle, familias con chicos disfrutando del sol del domingo, vendedores ambulantes exhibiendo sus productos inservibles y tentadores, músicos ambulantes ofreciendo lo mejor de su repertorio a cambio de unas pocas monedas... Y, sin embargo, se daba cuenta de la absoluta soledad en la que estaba sumergida.
"No siempre fue así..." pensó ella, mientras veía a los peatones dirigiéndose hacia la entrada del laberinto. Pagaban con entusiasmo el precio del entretenimiento; el mismo precio que ella había pagado alguna vez por aquél horror.
Sintió la necesidad de correr a advertirles, prevenirlos del peligro que los esperaba si cruzaban esa puerta. Pero pronto se dió cuenta de que serían inútiles sus intentos por ayudar, que nadie iba a escucharla.
Siguió caminando, todavía asustada, hasta alejarse de la alegría que inundaba la peatonal. Recorrió varios metros por una oscura callecita lateral, hasta llegar a un portón negro, ornamentado con detalles en plateado. Sacó la llave del bolsillo, y no sin antes examinarla detenidamente, abrió la cerradura. Un frío vacío se asomó a través del marco de la puerta recién abierta, y ella entró timidamente, dando primero unos pasos lentos, luego avanzando desenvuelta. Todo estaba en penumbras allí, y ante ella se extendía un pasillo angosto, que se asemejaba a túnel lúgubre y tenebroso.
Caminó por esa extraña habitación hasta llegar a una puerta de vidrio que había al final, ignorando en su camino las pesadas puertas de madera a sus lados.
La empujó, casi asomándose por el vidrio antes de hacerlo. Y ahí estaba, ante ella, el diminuto patio interno, inundado de verde, rebosante de hojas y plantas. Volvió a temblar, y el sudor comenzó a brotar de su piel de golpe. Buscaba entre las macetas algo, con desesperación, mientras se esforzaba por recordar algo muy lejano.
De pronto, con horror, dejó escapar un grito breve pero agudo, y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Había palpado algo sobre la pared de ladrillos, detrás de un enorme helecho.
Corrió las demás plantas que la rodeaban, y finalmente dejó al descubierto una pequeña puerta de hierro. Forcejeó un poco, hasta lograr abrirla. Al hacerlo, las bisagras rechinaron como en un largo lamento reprimido por incontables años. Detrás de el hierro frío, se extendía un verdadero túnel helado, que se internaba en lo profundo.
Ella, aterrada, pronunció un breve discurso:
"Si así tiene que ser, así será. Mi cuerpo se desgastará, y agotado de tantos portales, sucumbirá. Pero mi mente puede más, y está dispuesta al desafío eterno."
Sin más, se introdujo en el túnel con un salto aterrado, pero seguro.








La mujer salió corriendo, espantada, de la caverna. Empapada en sudor, respiró hondo y dió unos primeros pasos sobre la arena. Al sentir el contacto de su piel con el agua salada, hechó a llorar con un grito desgarrador. La noche, cruel, absorbió esos quejidos, mientras ella se decía "No más... ¡No puedo más!"




Entonces, se levantó ella y, secándose los ojos, cerró el libro con un golpe seco. Se ató el pelo y salió a la calle. Allí estaban sus amigos del club, los de siempre, esperándola.
-¡Vamos, que hoy jugamos contra los del Provincial! - Apuró alguien, entusiasmado, con gran nerviosismo.
-Si, vamos, antes de que encontremos alguna puerta escondida...- dijo ella, con una sonrisa dibujada en los labios.
-¿Qué decís? - preguntaron varios mientras cruzaban la avenida.
-Nada, nada... - dijo ella riendo.

Pero la carcajada se le esfumó, cuando por la peatonal se cruzó con una mujer, con cara de desesperación, llorando. En la mano, llevaba una pequeña botella de agua.







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Texto agregado el 19-06-2006, y leído por 114 visitantes. (0 votos)


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