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Un día se me ocurrió salir a buscar un viejo amigo del colegio. No sabía mucho de él. Apenas lo había visto un par de veces en los últimos tres años. Pensé que sería buena idea irlo a ver. Conocía su dirección y como no tenía nada que hacer después de almorzar, cogí una combi en busca de su persona.

Me recibió adormecido por aquella tarde mezquina de novedades. Al principio se sorprendió al verme. Luego de darnos un abrazo me invitó a pasar. Hablamos de todo, saltando de tema en tema, soltando alguna carcajada cuando evocábamos algún recuerdo del colegio.

Luego de una hora quedamos sumidos en un mutuo aburrimiento. Se me ocurrió que podíamos visitar otro compañero de juventud. Aceptó al momento, pero al salir note cierta rabia en su rostro. No dije nada. Caminamos hasta donde paran la custers. Cuando avistamos el carro, mi amigo preguntó si de verdad quería ir donde Luis. La pregunta no dejó de asombrarme. Recordé lo buen amigos que habían sido en el colegio. Le dije que sí, disimulando mi desconcierto a la vez que trepaba al carro seguido de mi amigo.

Sentados ya y sin hablar, sentí a mi amigo distante, como si ya no fuera el mismo que había cursado conmigo casi toda la secundaria. Algo en su mirada había cambiado. Su risa deslizaba cierta hipocresía que se demoraba en disimular. Obligado por un mal presentimiento me atreví a preguntarle:

-¿tienes algún problema con Luis?

“no, ninguno”; respondió luego de unos minutos en los que me miró de soslayo. Su respuesta estaba cargada de un tono amigable que me hizo recuperar la tranquilidad. No pude menos que abandonar la desconfianza por el simple hecho de sentirme más cómodo. Escapé de mi angustia con esa respuesta y me olvidé del asunto.

Bajamos del carro y caminamos algunas cuadras conversando. Mi amigo había recuperado aquel buen humor que lo hizo popular en el colegio. En vez de asombrarme por tan repentino cambio, olvidé completamente aquel comportamiento extraño que me había asediado. Quizás sólo había sido un lapsus paranoico o algún subproducto de la imaginación. Por fin llegamos. Aplasté el botón del timbre imaginando lo contento que se pondría Luis al vernos. Mi amigo no llegó junto conmigo. Se había quedado en la esquina amarrándose los zapatos. Curiosamente noté la paciencia con la cual ejecutaba cada uno de sus movimientos. Terminó con un zapato y desató el otro para volver a empezar. Escuché el ruido de unos pasos dentro de la casa. Ahora mi amigo se doblaba la basta del pantalón. Lo apuré ansioso por no desperdiciar la ocasión de darle a Luis una sorpresa. Muy tarde. La puerta se abrió y frente a mi apareció una señorita de rasgos toscos.

-busco a Luis ¿aún vive aquí?

La señorita se quedó mirándome sin verme, con el rostro ausente de algún estado de ánimo. “Un maniquí”, pensé. Como no respondía empecé a sentirme incómodo. Volví la mirada y en el lugar donde había dejado a mi amigo encontré la respuesta. No necesité mirar otra vez ala señorita de la cual muchos rasgos me son familiares ahora. Yo también me fui sin decir nada, caminé hasta la esquina y doblé a la izquierda. Por mi mente asomaba una canción de moda.

Texto agregado el 19-06-2006, y leído por 338 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
18-08-2006 Epa! Buen relato. honeyrocio
02-08-2006 Buen relato... mapata
21-07-2006 Luis? o Luisa?..... muy buen relato. besote **** soymaru
14-07-2006 Muy bueno. Me gustó la historia! bets
11-07-2006 Los amigos a veces cambian, se vuelven amigas.;P Buen relato ! IsamaR
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