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Inicio / Cuenteros Locales / lolao / EL ENTIERRO (HUYENDO DE LA REALIDAD)

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Empezó a darse cuenta mientras cruzaba el gran descampado que hacía las veces de aparcamiento para recoger su coche. La fuerte luz del sol del mediodía en pleno diciembre la envolvió de repente, devolviéndola a la realidad de su vida. Una suave brisa, crispada y fría, recordaba que ya era invierno, aunque los cegadores rayos del potente astro que brillaba en su cenit calentaban demasiado el cuerpo sobrecargado de ropa. Apenas se había cambiado en los tres últimos días. Los mismos que llevaba dentro del enorme hospital que iba dejando a sus espaldas.

No había llorado aún. Llevaba conteniendo las lágrimas durante horas salvo aquel momento de debilidad en la habitación, cuando llegaron sus hermanos y se abrazó al mayor de ellos que la sostuvo sin saber que hacer; dándole unas palmaditas en la espalda que la hicieron volver al presente y que sus lágrimas prácticamente se congelasen en sus ojos.

Por eso, cuando alcanzó su coche y se metió dentro, los gruesos lagrimones que brotaban de ellos formaron un caudal incontenible que corrió por sus mejillas y gotearon desde la barbilla hasta el pecho, mientras sus quejidos la sacudían de arriba abajo.

Afuera el sol seguía brillando aún con más fuerza, haciéndola recordar que era un precioso día, de los que le gustaban a ella… y a su madre, que reposaba en la oscura y fría sala del tanatorio del hospital mientras esperaba el coche de la compañía de seguros que la trasladaría a otro tanatorio más grande, donde se celebraría el velatorio.

Ella iría por la tarde, cuando hubiese descansado. Ya acusaba los tres días sin dormir y no podría aguantar la larga noche que se avecinaba. Su hermano Joaquín, el más grande de la familia literalmente, ya que la mayor era ella misma, le sugirió que fuese a descansar, sugerencia que no fue bien vista por su única hermana, Palmira, que había llegado la noche anterior sobre las diez, acompañada de su marido. Tampoco había dormido y se quejó de su cansancio y de su tensión, de las lágrimas que había derramado durante toda la noche. Era lo que hacía siempre, quejarse. Decidió seguir las indicaciones de sus hermanos, pues el más “pequeño”, José Carlos, eterno hippie, también opinó que era lo mejor dada la tensión que había supuesto para ella haber vivido la larga agonía de su madre, a la que estaba muy unida. Aún así, su cuerpo parecía no querer alejarse de allí, y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para poner el coche en marcha y dirigirse a la casa familiar, a la que su madre jamás volvería.

Las salinas gaditanas la saludaban desde ambos lados de la carretera congestionada de tráfico. Una gran algarabía de colores formada por miles de bombillas que colgaban alegremente de lado a lado de las amplias avenidas que desembocaban en las calles de los pueblos que recorría; parecían burlarse de ella, con su incesante guiño multicolor, recordándole la Navidad cercana. La gente corría de un lado a otro, alegre por el espíritu navideño, ajena y alejada de todo aquello que no significase compras, y nada más que compras.

Conducía despacio y cientos de pensamientos cruzaban rápidamente por su cabeza, pero el que prevalecía era el apretón de mano que le había dado su madre antes de expirar. Miró entonces el reloj que colgaba de la pared de la desangelada habitación del hospital, donde yacían otras dos personas también rodeadas de familiares, esperando. Marcaba la una menos cinco de la tarde, pero nadie había querido abrir las persianas de la gran ventana. Cuando ella lo intentó, sobre las doce, no la dejaron, volviéndola a cerrar de inmediato, ¡como si a la muerte le importase el sol!

Su madre había insistido mucho en la luz del día y, cada vez más entrecortadamente, le preguntaba si ya había amanecido, si habían llegado sus hermanos, a los que quería ver. Pero por mucho que corrieron, cuando llegaron su espíritu acababa de irse. Su cuerpo continuaba allí, aún caliente, inspeccionado por una doctora que certificaba la muerte y ordenaba el traslado del cuerpo…

Por fin, el pueblo… El Levante empezaba a soplar débilmente y las filigranas de luces apagadas que colgaban de las calles parecieron respetar su duelo por un momento. Cuando enfiló la calle donde había vivido, en el piso de protección oficial donde pasó lo peor y lo mejor de su adolescencia, miró en un acto reflejo la ventana de la cocina. No la esperaba nadie. Las persianas bajadas evidenciaban que su dueña no había vuelto, y ella sabía que ya nunca volvería. Aparcó justo delante del portal y los vecinos que reconocieron el coche se acercaron a preguntar por su madre, aún sabiendo que había muerto. Las noticias vuelan en los pueblos pequeños y la morbosidad de ver el dolor ajeno, aún intentando compartirlo, desgraciadamente para Leonora, que odiaba todo tipo de demostración del duelo, la enfrentaron a los primeros besos de pésame de gente a la que apenas conocía, a pie de calle.

Al abrir la puerta de la casa, el silencio y la oscuridad la asaltaron de improviso. Antes de encender la luz del comedor, corrió hacia la ventana y levantó las persianas hasta arriba, dejando que la claridad del sol inundara toda la estancia. La placita de abajo, con sus árboles teñidos de amarillo, los pajaritos que se calentaban posados en sus ramas, y los bancos sin viejos ni niños, aparecía desierta.

Al volverse hacia la puerta de la cocina, vio el árbol de navidad. No era el mismo pequeño y enano de todos los años. Esta vez, como ella iba a pasar las navidades con su madre, decidió comprar uno bien grande, y juntas lo habían decorado, para sorprender a los nietos cuando llegasen de visita.

Había sido Leonora quien lo había hecho todo, pues su madre apenas quiso moverse del sofá junto a la ventana. Se acercó al árbol de navidad, que como todo lo aparatosamente fabricado en China, también tenía música, muchas melodías, y lo encendió, dejando que una melodía pegadiza y dulzona flotara por unos instantes, luego quitó el volumen y dejó sólo las luces, que parpadeaban al ritmo de una música de silencios.

Entró en la cocina, encendió la luz para no delatar su presencia abriendo las persianas que daban a la entrada principal del edificio, y ésta le pareció enorme, pero recordaba que cuando las dos estaban cocinando casi no se podían mover.

-¡Yo no estoy gorda! – decía su madre - sólo que soy ancha y grande, la barriga es lo único gordo, pero mis piernas y brazos no, ¡y tengo cintura!

Mientras decía esto, con sus preciosas manos, afectadas por el vitíligo, se levantaba sus dos enormes pechos, que a pesar de sus más de setenta años, seguían siendo en cierta forma rotundos y duros.

Los pensamientos son como los ríos, si los dejas fluir al final siempre llegas al que verdaderamente importa, al mar de la nostalgia. No quería recordar los últimos años de su madre, cuando cada vez más gruesa y torpe con las piernas, su carácter se había agriado.

Ya no era la ágil mujer que cada verano encalaba ella misma las paredes de su casa, ni la que subiéndose en una silla pequeña limpiaba la campana de la cocina, que nunca fue extractora, limitándose a un trozo de madera en forma de cono alargado que colgaba del la pared, justo encima del fogón de gas, y que acumulaba las grasas formando una pegajosa y amarilla costra que ella limpiaba a menudo, y que luego pasó a ser tarea suya propia, cada vez que venía de visita, que no era muy a menudo. La miró, estaba resplandeciente, la había limpiado justo el día antes de llevarla al hospital, para ponerla contenta, pero su madre apenas había sonreído. Ni siquiera la lasaña que había cocinado le había devuelto el ánimo. Decía que estaba cansada, pero por dentro, no quería pensar ni esperar más y tenía ganas de irse. Cuando le dijo todo esto ella se asustó y quiso llevarla entonces, pero ella se negó en rotundo.

-¡No me duele nada!, sólo estoy melancólica, no seas tonta, ¡verás como mañana me animo! Es el frío que hace, y los días nublados ya sabes que me ponen muy triste.

La dejó estar, pero se mantuvo despierta toda la noche, escuchándola suspirar y quejarse débilmente. En dos ocasiones se acercó a la cama a preguntarle, pero ella la mandó acostarse otra vez, estaba bien. A la mañana siguiente sin embargo, llamó al ambulatorio. El médico, después de reconocerla, decidió llamar a una ambulancia para llevarla al hospital, pero ella decidió llevarla en su coche, más rápido y menos preocupante para su madre, que se asustaba con facilidad últimamente.

Interrumpió la marea de sus pensamientos cuando las lágrimas la acongojaron. Abrió el frigorífico, que estaba rebosante de comida, preparado para los días que se avecinaban, y le pareció insultante el concierto de formas y colores que poblaban todas las baldas y cajones. Cogió una cerveza y lo cerró.

Ni siquiera había pensado qué iba a beber, y cuando miró la botella se sorprendió. No le vendría mal para relajarse, estaba casi en ayunas y seguro que la haría dormir rápido, pues se encontraba tan alterada y triste que no sabía si podría dormir.


Apagó las luces del árbol, cerró las cortinas y bajó las persianas, dejando el salón en penumbra. Luego se tumbó en el sofá, mirando hacia la esquina donde siempre se sentaba su madre y, por un instante, le pareció verla y sonrió para sí. Las más importantes conversaciones de su vida las había mantenido aquí, en esa misma postura, mientras su madre la escuchaba atentamente, moviendo los labios a la vez que ella, como si dictara lo que tenía que decir.

Ella se reía cuando se lo comentaba, y la respuesta era siempre la misma.
- ¡Así te entiendo mejor, y se me queda dentro todo lo que me cuentas!

La verdad es que siempre habían hablado mucho, desde que ella podía recordar. Con su padre nunca habló, y su madre tampoco hablaba con él, simplemente compartían la casa y, de vez en cuando, cada vez menos, su padre las gritaba e insultaba, a ella y a su madre. El resto de sus hermanos parecían no existir, simplemente crecían juntos compartiendo a veces sus juegos, sobre todo cuando era pequeña. Después cuando creció, no recordaba haber compartido nada más con ellos, excepto disgustos y peleas. Ni siquiera continuaron estudiando más allá de lo obligatorio por la ley y no cumplieron los trece años en el colegio.

Ella fue diferente. Apoyada por su madre, y a pesar de la siempre negativa actitud de su padre, consiguió ir a la universidad, estudiando con becas durante muchos años, trabajando todos los veranos fuera, en la costa, y en el extranjero luego. Londres, Paris… Por fin, cuando terminó de estudiar, consiguió un buen trabajo y se fue a vivir a Barcelona primero, donde conoció a su primer marido, del que se divorció seis años después, cuando pidió el traslado a Miami con la consiguiente pena que produjo a su madre, a la que llamaba todas las semanas, y a la que venía a visitar dos veces al año.

Allí estuvo otros seis años, hasta que su padre contrajo el cáncer que le quitó de en medio en seis meses. Alcanzó a verle los últimos once días de su vida.

Recordaba que entonces también era Navidad, pero él logró llegar hasta el día de su cumpleaños, un once de enero, que casualmente también lo era de su madre. En un mismo día celebraron dos cumpleaños y un entierro.

Aquella vez fue diferente, recordó como protegía a su madre y ella se dejaba proteger. Estuvo cinco días en el hospital, sin dejar el lecho del moribundo ni un momento, sin pensar si lo merecía, sin dormir, sin comer, y sin ir al baño excepto para lavarse la cara y orinar.


Esto lo recordaba claramente, a pesar de hacer ya doce años, porque las dos tuvieron que abandonar la iglesia precipitadamente por un ataque de risa nerviosa. Justo durante la misa por el funeral, mientras el féretro aún se hallaba ante el altar y en el centro del pasillo, justo delante de ellas. Fue por una ocurrencia que le pasó por la cabeza y que susurró a su madre al oído, cuando vio aparecer al sacerdote que iba a oficiar la misa.

- ¡Si se asomara y viese que el cura se parece a Barragán, al que no podía ni ver, se muere otra vez de la irritación!

Por suerte ambas tenían pañuelos con los que lograron cubrirse la cara, mientras esquivaban las miradas reprobatorias del resto de la familia, sobre todo de su hermana y de sus tías por parte paterna. El hermano pequeño les sonrió extrañado, y ellas trataban de confundir sus risas con llantos entrecortados, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Enfilaron el pasillo central con la cabeza agachada y abandonaron la iglesia. No se detuvieron hasta llegar a la casa, que estaba muy cerca de la iglesia. Apenas llegaron, su madre se encerró en el baño y estuvo allí más de media hora, mientras charlaba con ella a través de la ventana que daba a la parte trasera de la cocina. Mientras ella se bañaba, Leonora preparó un cartel escrito a mano, que rezaba así:

- “La viuda les agradece las muestras de condolencia, y estoy segura de que el difunto se lo agradecerá también desde donde esté, pero no puedo recibir a nadie, estoy demasiado cansada, treinta y ocho años es mucho tiempo y tengo que dormir. Gracias”.

Cuando se lo enseñó la miró extrañada, con todo el asombro reflejado en sus negros ojos, más profundos por las enormes ojeras que los rodeaban, pero después de pensarlo un momento, asintió con la cabeza, mientras exclamaba.

- ¡De todos modos es verdad!, y él no puede tener queja de cómo lo he tratado estos últimos meses, y sobre todo esta última semana. Ni de ti ni de mí, ni de nadie, y el que tenga queja, que venga y me pregunte, ¡pégalo en la puerta que me voy a acostar!

Ya estaba profundamente dormida y nunca se enteró de la acalorada discusión que tuvo con sus hermanos cuando llegaron, especialmente con Palmira, que la acusó de querer manchar el nombre de la familia una vez más, de no haber perdonado a su padre, de sus excentricidades de loca y amargada y no sabía cuantas cosas más, a todo lo cual respondió entrando a su habitación y cerrando la puerta.

Preparó su maleta y se marchó a la mañana siguiente, ellos se encargarían de ayudar a su madre a preparar los detalles para cobrar la pensión, ya ella le había preparado la lista de los papeles necesarios, y estaba segura de que seguirían sus consejos.

Decidió no volver a trabajar en el extranjero, y aceptó el puesto que le ofrecieron en Madrid, en Plaza de España, con un precioso apartamento justo en la Gran Vía madrileña, que tanto le había gustado a su madre cuando viajó a la capital allá por los años cuarenta.


Consiguió llevarla de visita una sola vez, a los dos años de quedarse viuda, pero no quiso quedarse más de una semana. Alegaba el malestar que le producía estar alejada de sus hermanos que, aunque no eran niños y tenían a sus propios hijos, que eran sus nietos, los echaba de menos. Aunque realmente las visitas no fuesen tan prolíficas como para que esto sucediese, de lo cual siempre se quejaba.

Disfrutaron como niñas durante toda la semana. La llevó al Retiro, al cine, al teatro y a cenar un par de veces fuera. Lo que más le sorprendía eran las escaleras mecánicas y las luces, que no se apagaban nunca.


Hasta que llamó Palmira por teléfono, diciendo que ella también tenía derecho a llevarse a la abuela de visita, cosa que no había hecho nunca. Pero ya sus niños se estaban haciendo mayores, y se podía quedar con ellos por las noches, para que su marido y ella pudiesen disfrutar también de un poco de vida de solteros, porque habiéndose casado tan jóvenes, a los dieciocho él y uno más ella, se habían limitado a criar sus dos hijos, niño y niña, que andaban siempre como asustados, con aquel exceso de educación que decía Leonora. Apenas lograba arrancarles unas palabras cuando iba de visita, y casi ni se les notaba que eran niños.

Realmente no se la llevó tantas veces como ella hubiese querido, ya que la abuela tenía sus propios planes. No le importaba que le acercasen los nietos, y hasta que los dejasen dormir allí, pero no estaba dispuesta a dejar la casa a sus hermanos para que disfrutasen de una vida de solteros que ya no podían tener. Los dos estaban casados, y con cuatro niñas el primero y tres niños el segundo, pero tanto al uno como al otro, les gustaba echar una canita al aire de vez en cuando, y aprovechaban las visitas de la abuela a la casa de su hija, para usar el hogar familiar como picadero barato.

La viudez la hizo más solitaria, veía mucho la televisión, especialmente en invierno. En verano, muy temprano por la mañana, iba a visitar a su tía, más joven que ella y la única hermana que quedaba viva y que no se había movido del pueblo desde que regresó del norte. La consideraba la más afortunada de todas las hermanas; por haber tenido un marido muy bueno, que no le dio mala vida y con el que podía hablar; porque consiguió volver con todos sus hijos al pueblo, y por ser la más alegre de la familia. Luego, después de las doce, no volvía a salir. El calor y los kilos la fatigaban.



Era muy diferente de cuando era más joven. Cuando armada con sillas, sombrillas, fiambreras y neveras se llevaba a sus cuatro hijos a la playa, donde pasaban todo el día cogiendo almejas a la orilla del mar. Ella las preparaba con arroz al día siguiente, A Leonora no le gustaban en absoluto, especialmente desde aquella vez en la que su padre llegó bebido, como de costumbre, y revoleó la cacerola con todo su amarillo arroz y las almejas hasta la calle. Nunca más volvió a cocinar almejas, y ella seguía odiando el exquisito plato.

No pudo evitar manchar sus pensamientos, agradables por unos momentos, con las más crueles anécdotas. Su madre había sido una mujer maltratada, pero en una época en la que callar era la única solución, pues ni la policía ni la guardia civil se dignaban a acudir a una casa a mediar en una disputa familiar. Menos aún cuando se trataba de su padre, muy conocido en el pueblo y venerado por toda la vecindad que, o bien ignoraban, o pretendían no escuchar los gritos e insultos que traspasaban las paredes de la casa donde había pasado su infancia.

La intensidad de las peleas fue disminuyendo conforme ellos se hacían mayores. Especialmente cuando consiguieron mudarse por fin a un piso, cuando Leonora cumplía dieciséis años y se enfrentaba a él siempre que le pillaba en la casa. Cuando consiguió que su madre accediese a no compartir nunca más el lecho con su marido. Una más de las razones por la que él la odió siempre.

De jovencita, nunca entendió porque su madre no se había separado, pero al pasar los años, al hacerse adulta, se fijó en la rueda de circunstancias que rodeaban a la gente de los pueblos, atrapados por las habladurías que propagaban unos a otros. Llegó a la conclusión de que ella misma había sido una víctima más, por eso aguantó todos esos años, resguardada por una fachada hipócrita, que consistía en salir con los maridos en las fiestas del pueblo o algún que otro domingo, comer tapas y observar cómo estos se iban emborrachando, para que al llegar a sus hogares, volviesen a ser esas sumisas mujeres que convivían con una especie de doctor Jekill y Mister Hyde, dispuestas a aguantar cualquier cosa con tal de no ser señaladas como “malcasadas”.

Tal vez era por eso que Leonora, en un acto de rebeldía, se había divorciado ya tres veces. Era el tema de conversación favorito entre sus hermanos y primos que seguían arrastrando sus matrimonios como una pesada losa que concluiría como la de su madre, con una viudez solitaria, un velatorio concurrido donde las manidas frases de “que buena era” se mezclarían con algún que otro chiste y mucho café, y algún que otro coñac. Un entierro como el que se avecinaba al día siguiente, más o menos concurrido, por la hora, que sería también al mediodía, y después… nada. Una misa al mes de su muerte, y luego otra al año si había suerte y la familia se ponía de acuerdo para elegir el día. Tal vez ni eso.

El tiempo pasaría y su madre sería una foto amarillenta en la pared de las casas de sus hijos, hasta que poco a poco la irían reemplazando por una cada vez más pequeña; hasta que les llegase la hora a ellos mismos. Realmente no era muy halagüeño el futuro que les deparaba la vida, pero ya sabía que era prácticamente igual en todos los pueblos de casi todo el mundo.



La inmovilidad del ser humano cuando teme enfrentarse a lo desconocido, hace que casi nadie se mueva de sus lugares de origen. Ni para cambiar de empleo, o romper la secuencia de novia-esposa-abuela y adiós. Con un poquito de suerte, lograrían comprar hipoteca mediante algún terrenito para poder dejárselo a los niños, pues la mayoría no pensaba ni en viajar ni en vacaciones. Eso en el mal llamado “mundo civilizado”. En los países del tercer mundo, ni tan siquiera existía esa alternativa. Nacer, reproducirse y morir. Continuando la cadena sin dejar que se rompiera el último eslabón, el del ser humano.


Pero ella, al igual que algunos otros de sus paisanos, quienes un día cogieron sus guitarras o sus inquietudes y volaron a otros ambientes más enriquecidos, también quiso ser diferente. Ajena al condicionamiento que batallaba cada día para ganarla para su causa, luchó por salir de la rueda anodina que impregnaba al pueblo. Su libertad siempre fue muy importante, y de las enseñanzas recibidas tanto en su etapa escolar, como las más duras lecciones que enseña la propia vida, siempre se decantó por una forma más práctica de ver el mundo. Eligió el concepto de la ciencia, antes que el de la propia religión o la política.

Ya había visto que a su madre de poco le había valido creer en Dios y tener la casa llena de estampitas de todos los santos; ni que a su abuela, que vistió de hábito “del Carmen”, desde que se quedó viuda a los cuarenta años, con siete hijos hasta el día de su muerte, y que se sentía comunista, tampoco le sirvió de nada su fe en la igualdad para todos. Ni siquiera compartiendo sus pocas ganancias con sus hijos logró evitar que casi todos ellos tuviesen que emigrar desde el pueblo hasta lugares tan alejados como Bilbao, Barcelona, Tarragona, o incluso Francia. Hasta que regresaron años después, con algo de dinero ahorrado, algunos. La mayoría permanecieron en su lugar de adopción.

Así, que ella misma, decidió dejarse arrastrar por la ola de cambios que surgió en el país a la muerte del gobernante que más tiempo llevó la nación, y evolucionó, dejando atrás costumbres y reglas válidas para aquella iglesia que ella repudiaba, haciéndola culpable de las muchas desdichas y penalidades que tenían que soportar mucha gente en el mundo. Su propia familia y amigos de la niñez se habían convertido en saludos efímeros cuando se encontraba con alguno de ellos en sus cortas visitas al pueblo.

Se la acusó de haber sido la pionera del top-less, en las playas de la zona, vírgenes entonces, en la época en la que era un absoluto escándalo, especialmente en aquel pequeño pueblo pesquero del sur. También fue la pionera de la vida en pareja, del matrimonio civil, de las separaciones, las acampadas, las protestas, y todo lo que había conllevaba saltar de un régimen político a otro. De todo había salido airosa.


Nunca le importaron los comentarios, ni de familia ni vecinos, y siguió adelante, cada vez más alejada de todos. Con el tiempo, alejada también en el plano físico, pero siempre con aquel enorme cordón umbilical, que la seguía por donde quiera que fuese: la figura de su madre, que nunca estuvo lejos de su corazón.

Ahora, en ese momento, Leonora empezaba a sentirse verdaderamente libre, no por ella, sino por su madre, a la que suponía ya en un plano superior desde donde les observaría a todos y probablemente se reiría de toda la pantomima que se estaba representando. Era todo una representación. El dolor no se debe mostrar, nadie puede medirlo, sólo sentirlo. No lloramos por los que se van, sino por nosotros mismos, por la pérdida y por no querer aceptar que todo tiene un comienzo y un final, que la materia desaparece, y que el espíritu es el que prevalece.


Otra imagen más reciente irrumpió en su cerebro, la que no quería recordar, la del cuerpo de su madre yaciendo indefensa y frágil en aquella fría camilla de la Unidad de Cuidados Intensivos. Cuando la dejó sola por un momento, en compañía de su hermana, después de que el médico les comunicara a ambas, que el hecho de meterla en esa unidad, no significaba que volviese a recuperarse, sólo sería alargar aún más su agonía, pues su cuerpo no presentaba lucha, era el final de su larga y triste vida.


Había subido corriendo a llamar por teléfono a sus dos hermanos. Más que a pedirles aprobación, a comunicarles que la decisión la tenía tomada su madre hacía tiempo: no quería que la conectaran a ninguna máquina, no quería ser ninguna carga, ni someter a los seres queridos a más dolor del necesario. Sin embargo, cuando volvió, su hermana había tomado la decisión por todos y le estaban colocando infinidad de cables y parches que destacaban vívidos y amenazadores sobre su blanca piel.

Sus ojos, tristes y llorosos la miraron, y moviendo la cabeza, susurró con un hilo de voz.

-¡No dejes que me hagan esto!, ¡no quiero estar aquí!, ¡tengo frío, llévame de nuevo a mi habitación! ¡Por favor Leonora!

El corazón se le desgarró, y allí comenzó la agria pelea que tuvo con su hermana y que duró toda la larga noche, en la que Palmira, refugiada y apoyada por su marido, no dejó de lloriquear junto al cuerpo de su madre, que reposaba, por fin, en una habitación de planta, junto a dos camas más, sobre las que también se cernía la sombra poderosa de “la parca”. Mientras los médicos le llamaban la atención durante toda la noche por sus incontrolables muestras de dolor, que iban desde el leve gemido junto a la cama, hasta los llantos desconsolados en la misma puerta, que sobresaltaban a todo el silencioso pasillo.



No era bueno que el paciente agonizante supiera del dolor que estaba provocando. Ella no sentía nada, estaba sedada, pero aún luchaba débilmente para zafarse de las garras de la muerte, murmurando, cada vez más apagadas, frases incoherentes al oído de Leonora. Sobre la casa, los hijos, los nietos, los perros, la luz, el sol, y un sinfín de cosas más que sólo tenían sentido para ellas dos mientras ella batallaba con la enorme pena que la embargaba y las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos.





La más profunda oscuridad la envolvía y no logró reconocer las familiares sombras del salón. El timbre del teléfono de la casa sonó fuertemente una vez más, rompiendo con su estridencia la calma que reinaba en la casa. Leonora se incorporó del sofá donde se había quedado dormida y levantó la persiana a su derecha. En la calle, la noche se rompía por las luces de navidad, ahora encendidas: rojas, azules, verdes y amarillas. A lo lejos se podían escuchar los eternos villancicos que cada año el ayuntamiento se encargaba de hacer llegar –vía megafonía- hasta donde nunca eran apreciados.

En penumbra, se acercó al teléfono. No había dejado de sonar. Descolgó y adivinó los gritos antes de acercárselo a la oreja. Era su hermana.

-¿Qué pasa? ¡Tú no piensas venir! – Afirmó antes de preguntar -¡Todo el mundo esperando y preguntando por ti! ¡Y la señorita tiene el móvil apagado! ¡Son casi las once de la noche!

La dejó gritar, y sólo acertó a decir

-¡Me he dormido!, ¡ahora voy!, ¡no creo que mamá se vaya a enfadar ahora!

Se arrepintió nada más decirlo, pero no quiso escuchar más y colgó el teléfono.

Encendió la luz y el vacío la golpeó de lleno. Era extraño no ver a su madre sentada en su sofá junto a la ventana, no oír la televisión con su volumen siempre alto, ni oler el aroma de pescado frito que normalmente salía de la cocina.

Eran los recuerdos que la asaltaban más a menudo cuando estaba fuera, pero ahora estaba aquí. Miró el reloj, las once menos cuarto. Se tenía que duchar y cambiar de ropa. Se encaminó a su cuarto y vio la maleta a un lado de la cama, demasiado grande para el armario ella siempre la dejaba allí, donde también le servía para apoyar la ropa que iba cambiando y que su madre doblaba con esmero cada día.

Fue más bien por inercia, no era un movimiento calculado, pero cogió la maleta y la depositó sobre la cama. La abrió, y con movimientos que parecían ser ordenados por alguien más, comenzó a recoger la ropa que colgaba del armario y de los cajones.

Entró en la habitación de su madre, sacó el enorme álbum de fotos que ella conservaba en un cajón de su desvencijada cómoda y descubrió un enorme paquete con las numerosas cartas que ella también le había escrito. Esto la sorprendió, no esperaba que las conservase tanto tiempo. También estaba el chal gris de cuadros, su favorito, el que se ponía para salir a la calle en los fríos días de invierno.

Dudó si seguir buscando en los otros cajones, pero volvió a su cuarto y lo puso todo en la maleta, en la que apenas cabía nada más. Eligió un conjunto marrón de pantalón y chaqueta para después de la ducha, no pensaba vestir de negro y cuanto antes lo supieran sus hermanos y familia, mejor.



Este pensamiento la devolvió a la realidad del momento. Se estaba preparando para el velatorio de su madre y por primera vez comprendió que su sufrimiento era porque quedaba sola. No era sólo su madre quien se había marchado, sino toda su infancia, su adolescencia y hasta su propia madurez de mujer; su único punto de referencia con lo que había sido su pasado, su familia entera se iba con ella. Esta vez no lloró, el pensamiento la dejó vacía, hueca, y tomó la decisión en ese momento.

Cuando enfiló la salida del pueblo, dejó el cementerio a su izquierda y supo que no volvería en mucho tiempo, quizás nunca. Ya sabía donde la iban a enterrar, junto a su padre, y el pensamiento no la consoló. Sí lo hizo el saber que su espíritu volaría libre al fin y quizá su próximo karma fuera una vida más justa y feliz para ella.

No pensaba marcharse sin verla una vez más, aunque fuese a través de un cristal. Imaginaba las caras que pondrían sus hermanos, sus tías y demás familia cuando ella llegase. Realmente era una loca, ¡dejar sola a su madre en su última noche en la tierra!, pero no les daría tiempo a reaccionar. Se marcharía enseguida, se despediría de sus primas más cercanas, con las que siempre tuvo muy buena relación, y nada más. Su tía la entendería, ya la llamaría por teléfono y le explicaría que no podía quedarse allí, que se ahogaba, que tenía que seguir andando.

Las luces del decorado navideño parecieron ráfagas de fuego al pasar con el coche que, apresurado, corría cada vez más rápido. La premura por llegar y acabar cuanto antes con todo el teatro la hicieron apretar con fuerza el acelerador. El pensamiento más tenebroso de todos ocupó por completo su mente una décima de segundo: la soledad y las lágrimas aparecieron de repente, anegando sus ojos, haciendo que todas las luces que la deslumbraban estallasen a la vez dentro de ellos.

Apenas veía la carretera, hacía tanto tiempo que no había estado por allí que no reconocía el camino; el asfalto se veía nuevo; las señales, tan familiares en otras carreteras, apenas se percibían; las habían cambiado todas. Un amarillo ocre se mezclaba con pálidos y desvaídos blancos, había mucho tráfico. Iba detrás de un Ford blanco, con matrícula de Madrid, y lo siguió por inercia. Estaba adelantando. De repente se metió otra vez en el carril, pero para ella fue muy tarde. Justo después de la curva, apareció la enorme mole del camión. No le dio tiempo a evitarlo, se empotró de lleno contra él.



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El tanatorio era un edificio muy moderno, la cafetería se divisaba a su izquierda y estaba bastante concurrida. Al lado, unas enormes cristaleras daban entrada a las diferentes salas para velar a los difuntos.

Había muchos coches y se oían lamentos amortiguados y voces y risas susurradas que provenían sin duda de las gargantas de los que velaban, y parecía haber muchas, señal de que había más de un muerto aquella noche en el vasto y aséptico recinto.

Aparcó el vehículo a un lado y a través de las sombras trató de reconocer alguna cara familiar. Un grupo de hombres pasados de la treintena, escuchaban en silencio mientras uno de ellos contaba un chiste. Se estaban pasando lo que parecía un porro, con las manos ateridas de frío. Apretó el paso y se acercó hasta ellos, justo cuando alguien hacía un comentario.

-¡Bueno! La hermana la mayor no llega, y el ambiente ahí dentro está que quema, ¡no veas el mosqueo que tiene la otra!

Todos le miraron, y el más chistoso de ellos le soltó:

-¡Es que ésta parece un sargento!, no deja que nadie diga ni una palabra, sólo quiere escuchar llantos, y tampoco hay que exagerar… La pobre mujer está descansando ya y a ella le gustaba mucho los chistes en los velatorios, decía que lo hacía más ligero de llevar, y se reía mucho conmigo. ¡Hay que relajarse que queda mucha noche todavía!

Pasó de largo y se dirigió al bar. Había mucho bullicio, gente comiendo bocadillos y tomando tazas de café, otros pedían carajillos de coñac, y los más recatados entraban fugazmente, pedían una botella de agua y se marchaban enseguida. Siguió a un grupo a través de una puerta lateral, y allí mismo se encontró un panel con los nombres de los difuntos y la sala donde se encontraban.


Tuvo que atravesar el enorme recinto para llegar a la sala número uno, que se encontraba semivacía. Ambas paredes, alrededor de un enorme escaparate situado al fondo del gran salón, aparecían sembradas de bancos alargados que se adivinaban incómodos, un par de mesas en el centro con ceniceros repletos de colillas, y botellas de plástico vacías. Era todo el mobiliario existente.

Se acercó en silencio hasta el gran ventanal del fondo donde descansaba el cuerpo. Era una señora mayor, con un impresionante pelo blanco que semejaba ser un halo alrededor de su cara, dulce y serena, y hasta parecía esbozar una sonrisa. La expresión de paz le impresionó, parecía estar dormida. Un sudario blanco la rodeaba, sus manos reposaban sobre su pecho y el volumen de su cuerpo llenaba por completo el ataúd, que aparecía flanqueado por enormes jarrones llenos de flores.


Se volvió desde allí y observó a las pocas personas que había. Dos señoras mayores de negro, sentadas juntas, muy cerca del enorme cristal que las separaba del cuerpo, parecían ser hermanas de la difunta, lloraban en silencio y murmuraban entre sí. Otro grupo de unas ocho mujeres, más jóvenes, fumaban y charlaban en voz baja en el extremo opuesto; y algo apartados de ellas, una pareja. La mujer parecía desconsolada, apoyaba la cabeza encima del que parecía su marido, apretando un pañuelo fuertemente entre sus dedos, mientras suspiraba profundamente, murmurando palabras inteligibles.

Hacía apenas dos horas del accidente, y dada la cercanía de los pueblos no fue difícil averiguar de donde venía, lo increíble había sido saber adonde se dirigía. Se acercó hasta el único hombre y le espetó la pregunta a bocajarro.
- ¿Son ustedes familiares de la difunta? ¿Conocen a su hija, Leonora Martínez Rejón? Soy de la Guardia Civil de tráfico, ha habido un accidente…



Pasaron muchos años, y en el pueblo siempre se habló de aquel entierro.^


Todos los derechos reservados
copyright Lola Orcha Soler
publicado por Ediciones Atlantis Junio 06


Texto agregado el 01-07-2006, y leído por 394 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
26-10-2008 Son muchos los méritos de este relato. El principal es la tersura y la fluidez con que se lee. Pese a su extensió no me parece que le sobre nada, ni que le falte. En lo personal no hay párrafo que no me trajera el recuerdo de mi madre, de cuya muerte tomé conciencia al volver a mi casa. Pero no es por eso que no me es ajena la historia. No lo es porque está narrada de tal modo que no puede resultarle ajena a nadie. Y el final es un cuento en sí mismo. Lo último que te puedo decir, Lola es que en Buenos Aires son casi las dos de la mañana y pienso quedarme despierto pa seguir leyéndote. Te mando un beso enorme y todas tus estrellas. permiso
05-07-2006 Excelente. Me entretuvo la ordena y ágil descripción de la vida de Leonora. Los problemas familiares pueden ser comunes a los de muchas familias, pero están muy bien narrados. El final preciso para transformar el texto en un cuento. Felicitaciones y van mis 5* jorval
 
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