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Inicio / Cuenteros Locales / Rubeno / Que como yo no soy de piedra

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Cuando Jair murió, tuve la fuerte impresión - todos lo decían - de que él había preparado a su familia para lo único que no pudo evitar. Me gustó tanto que en alguna medida se pudiera llevar consuelo y fortaleza a los que quedaron, que decidí escribir este texto para que los que me pervivan sufran un poco menos, o por lo menos para que se den cuanta de lo que pensé sobre la muerte, sobre mis propios funerales y sobre mi mismo.

El día de mi muerte, quisiera que sacaran de mi cuerpo cualquier órgano que hubiera podido ayudar a alguien. No hablo de un transplante de cerebro (que sería fatal para quien recibiera el mío), sino de algún órgano más práctico, menos ostentoso y tal vez más útil. Un páncreas o un riñón, no estarían mal. Un corazón con algo de grasa y no muy fortalecido podría ayudar a alguien con uno peor que el mío. Una cornea mía serviría, pero seria un error que le transplantaran a alguien mi cristalino del ojo derecho, pues es artificial. Pero engaños se ven en todas partes y no dudo que pueda haber alguien que lo venda como natural y de primera calidad. En fin…

Después de extraído el tripaje, quisiera que se dispusiera de mi cuerpo de la forma más económica posible. No me disgustaría que me cremaran, pero si decidieron enterrarme, estoy seguro de que no me opondré.

Muy práctica y descomplicada me pareció la determinación de Jair de que no hubiera luto en su funeral. Lo bueno se debe copiar, así que en el mío tampoco quiero lutos. Como hablamos de ropajes, espero que mi último vestido sea un pantalón corto y una camiseta. Pantalón corto porque si me voy para el cielo y llevo otra ropa, tal vez me nieguen la entrada cuando no me reconozcan en fachas distintas a las que siempre usé. Pero si me voy al infierno, el pantalón corto y la camiseta me ayudarán a soportar mejor el calor. Aunque pensándolo mejor creo que me vendría bien hacer mi ingreso al otro mundo envuelto en una sábana. Sería un poco más dramático, pero sin duda más simple. Otra alternativa sería que me enterraran desnudo. Podría decir como Sancho “Desnudo nací, desnudo me encuentro. Ni gano ni pierdo”. Además, siempre me ha parecido que la desnudez es la única forma natural de andar vestido.

Como soy buen esperantista no faltará quien quiera poner la bandera del Esperanto sobre mi ataúd. Es un honor que no merezco y que no quiero. Tampoco quiero que pongan ningún símbolo de la armada. Soy oficial mercante, pero mi corazón nunca estuvo atado a este tipo de cosas. Si alguien quiere poner algo, que sea una flor pequeña. Una brizna de hierba no estaría nada mal. Pero si alguien desea que desde el más allá le envíe mis favores, entonces que lea ante mi ataúd el bello salmo 49 o el poema “Estas mi esperantisto”. Pero si en verdad me quieren despedir como a mi me gustaría, entonces que me imaginen viajando a un mundo nuevo donde me estaré admirando de las cosas nuevas que conozca. Que si la nada es quien me abraza, de todas maneras nada se perderá entonces con imaginar para mi el inicio de una aventura.

Creo que soy una buena persona pero me consuela mucho el estar seguro de que desde el momento en que deje de respirar me convertiré en forma irremediable en un buen tipo. Esa es una de las ventajas de morirse: no hay muerto malo. Así que lo más probable es que cuando esté sin vida me convierta en un angelito de esos de alas blancas, sandalias (muy a mi estilo), túnica y arpa. Me gustaría mejor ser ángel de flauta pues no en vano practiqué con una traversa durante algunos años. Además la flauta me ayudaría a rascarme y librarme de alguna seráfica garrapata que decida hacer de mis alas su hogar. Tengo mis recelos sobre la túnica. Si puedo volar, ¿tendré que usar calzoncillos? No quisiera estar en las misas que se hagan en mi memoria volando sobre los asistentes con la vergüenza de que de pronto alguno tuviera el poder de ver ángeles y mirando hacia arriba pudiera ver mis angelicales intimidades.

Siempre me ha gustado conocer cosas nuevas. Y puede que durante mi agonía me queje de todo y reniegue de todo. Pero si me conozco un poco, estoy seguro que moriré con la ansiedad y el gusto de que faltaba poco para descubrir por fin lo que hay al otro lado. Me gustaría encontrar en el más allá un país igual a Togo. Allí sentí que existía el paraíso.

Lo más seguro es que no haya dejado ningún tipo de herencia material a mi mujer ni a mis hijos. Pero esto en vida nunca me preocupó y en muerte tampoco me preocupará pues habré muerto teniendo plena conciencia de que lo material es completamente efímero por no decir que perjudicial, y creyendo que la vida es lo suficientemente bondadosa como para no dejar que los que quedan pasen grandes necesidades. No se podrán quejar mis herederos, pues conmigo no se irán ni los atardeceres, ni los libros, ni las noches estrelladas, ni el Esperanto, ni la música, ni la belleza de las flores diminutas o de los caracoles, ni todas las cosas increíbles y gratuitas que ofrece la vida a cada paso. Además, sé que los tres que más amo son personas no sólo felices, sino que irradian felicidad hacia los demás. Esa, en realidad, es la mayor riqueza.

Espero que el duelo por mi muerte no sea muy largo. Recomiendo que me lloren mucho y que me olviden pronto. He sido una parte importante en la vida de los que me han de llorar, pero la vida ofrece tantas cosas, que me parece una pérdida de tiempo anclarse en mi recuerdo cuando hay tanto que descubrir y disfrutar.

Que le cuenten a mis nietos que yo hablaba Esperanto y que traduje María, que cultivé lombrices, que sabía astronomía, que me gustaba el ajedrez chino, que fui marino, que leía de todo, que adelgacé mucho saltando la cuerda, que le escribí unas cartas bellísimas a mi mujer, que en un viaje a la China dibujé un caracol, que esculpí en plastilina mi mano y mi pie derechos, que tenía buen sentido del humor, que le compuse un vals a la que siempre amé, que me emocioné mucho cuando conocí la Sagrada Familia en Barcelona, que me encantaban las cometas, que tuve el mejor amigo del mundo, que fui ateo por temporadas, que era despistado de verdad, que alguna vez aprendí Braille, que programaba computadoras, que me gustaban los cementerios, que vi un eclipse con mil instrumentos, pero no vi las fulguraciones, que busqué el perpetuum mobile, que un poeta brasileño pensó que yo era una mujer y me escribió un libro de versos, que tuve una infancia feliz, que fui un buen trabajador, que inventé las “malrimoj” en Tumaco, que me gustaba caminar, que me cautivó un pequeño telar, que vi el cometa Halley, que tuve una hada que se llamaba Symilde Ledon, que me gustaban las lentejas y que mi mayor orgullo fueron mis hijos. Que no les cuenten que a veces fui mala persona.

Tal vez hubiera sido un buen compositor de boleros y desde muy niño me imaginé que hubiera podido hacerlos muy buenos. Esa fue la profesión que quise seguir. Pero he sido demasiado severo criticando lo que escribo. Me he arrepentido un poco de esa severidad, pues hay tanto escritor malo que logra publicar, que creo que yo hubiera podido escribir dos líneas mejor que algunos. Pero cuando muera, esas vanalidades no tendrán importancia. Añadiré de paso que el manejo de los tiempos de los verbos que hago en este documento ponen al descubierto la pereza que siento siempre para corregir lo que (casi siempre malo) escribo.

No dejaré consejos para vivir pues me parece que cada cual vive más como puede que como debe. Tengo por cierto que las respuestas a las cosas esenciales de la vida no las tiene nadie. Y menos yo. Tal vez cuando muera empiece a hacerme las preguntas sobre las cosas esenciales de la muerte… Pero sí creo que se debía disfrutar lo que se hace. Detesto mi condición de marino, pero disfruto mil cosas que tiene esa vida. Es una contradicción que nunca he entendido.

Escribí esto cuando tenía 44 años, en la muy bella Cartagena. Y cuando lo leí me quedó una sensación extraña pues creía que las consideraciones sobre mi vida y mi muerte ocuparían siquiera cinco páginas. Y ya lo ven, ocuparon menos de tres. O tal vez más de tres, pues de tiempo al tiempo agregué una que otra línea a las que aquí terminan.

Texto agregado el 22-08-2006, y leído por 125 visitantes. (0 votos)


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