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Nunca había conocido a un hombre santo. Me lo imaginé anciano, solitario, de ojos claros y de voz suave pero firme. Pero no, no fue así. El santo que conocí era un tipo vestido con saco y corbata. Era alto, flaco y con lentes. Lo que sí me llamó la atención fue su constante sonrisa, además, no era de esas que cautivan, así como los niños, no, era la sonrisa de un retardado mental. Me le acerqué y le dije si podía darme cinco minutos para conversar con él. Me miró a los ojos y me dio su teléfono. Llámame, me dijo. Luego, se fue caminando con sus largos trancos hacia las afueras del campo universitario. Era profesor de matemáticas. Esto lo supe porque uno de sus colegas me lo contó.

Apenas llegué a mi casa lo llamé por teléfono. Hola, me dijo, estuve esperando tu llamada. Dime qué quieres saber... ¿Eres un santo?, pregunté. Hubo silencio, luego una sonrisa pausada... ¿Qué es ser santo?, me preguntó. Le dije lo que había leído y escuchado. Es decir, una persona casta, sabia, con una gran devoción a Dios, al espíritu. Si eso es ser santo, entonces no lo soy, respondió. ¿Algo más quieres saber?, me preguntó. No sabía qué decirle, había escuchado tanto hablar de él, que sí él no era un santo, no sabía qué hacer con mi vida, pues deseaba conocer, sentir la santidad en mi vida.. ¿Qué es ser santo?, le pregunté. Fue entonces en que pude sentir algo parecido a un frescor, un alivio, una paz inconmensurable mientras escuchaba su extraña voz que, dicho sea de paso, no podía entender pero sí sentir cada una de sus vibraciones, como si fuera un arpa que encantaba, que vibraba al compás de la dicha total. Fue allí que supe qué era un santo. Aquel que está unido a la pureza de la vida, o la vida misma y que nos hace sentir cosas tan bellas dentro de uno que sólo quisieras escucharle por el resto de la vida, escuchar aquel sentimiento que emanaba como un volcán...

No recuerdo cuanto tiempo habló, pero le dije que me gustaría conocer el camino hacia la santidad, hacia esa pureza. Ven mañana, me dijo. Me dio su dirección y desde aquel día fui a escucharle día a día hasta sentir que entraba a un lugar protegido contra el mundo que me rodeaba. Veía a las personas como si estuvieran dentro de una pantalla de cine. Y yo, allí, sentado, sintiendo una paz que no había palabras para describirla.

Una tarde, el santo me dijo que debería hablar. Me senté frente a una audiencia de gente y hablé y de mis labios brotaba como un chorro de luz, algo que me hacía muy feliz y veía que a ellos también los hacía felices. Terminé de hablar y el santo me dijo que debería de ayudarle a esparcir su mensaje. ¿Cual mensaje, maestro?, pregunté. Me miró y sonrió como esos seres tontos. Tan solo habla de lo que sientes y deja que aquel sentimiento te guie con dulzura... Disfruta cada uno de sus frutos, estás en sus manos. No tienes que hacer nada más que respirar calmadamente y disfrutar este viaje llamado vida.

Eso hice al día siguiente. Nunca mas supe del santo, pero cada día que pasa lo siente en cada palabra que digo mientras hablo a toda la gente que se me ha cruzado por el mundo. Mi vida se ha hecho como un poema, uno bello, que habla del amor entre el mismo amor y esa sed inmensa que llevo dentro de mi corazón... Puedo decir que mi vida ya no es mía, mi vida es del amor... Quizá signifique que estoy en el cielo a pesar de que estoy en un cuartucho, escribiendo cartas a personas a quienes no conozco, y que siempre piden que les escriba, que es lo mismo que hablarles...



San isidro, enero de 2007

Texto agregado el 05-01-2007, y leído por 374 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
05-01-2007 Muy bonito. Gatoazul
 
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