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Inicio / Cuenteros Locales / huallaga / La abuela no veía mejor que el abuelo

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TODA LA TARDE ESTUVO corriendo un viento fresco, levantando la ropa que las lavanderas tendían sobre las piedras y apurando a los balseros con la descarga de mercadería. Se oía un rumor que nacía entre las hojas de los cocoteros y se escabullía por entre los limoneros. Después fue oscureciendo mientras el río se enturbiaba y el puerto se adormecía con el golpetear de las olas. La única calle del pueblo dibujaba sombras borrosas de los últimos pobladores encaminándose hacia el puerto.
En cualquier momento caería la lluvia. La noche había escondido las estrellas que contemplábamos tendidos sobre las esteras dejándonos una sensación de frío que nos puso tristes pues no escucharíamos los relatos que cada noche contaba tía María, ayudándose con gestos y sonidos de alarma mientras el abuelo, moviendo la cabeza, iría afirmando cada palabra contada por su hija.
La fuerte lluvia arrancó de madrugada, mucho antes que empezaran a cantar los gallos. Las gotas caían gruesas y aplastantes, golpeando el techo con furia, estremeciendo la calamina, como si quisieran perforarla en cualquier momento, dejando escuchar un sonido monótono y fusilador. La lluvia era intensa y amenazaba tenernos así todo el santo día.
Nos levantamos atemorizados por el estruendo que causaban los truenos y el bucilar de los relámpagos, a contemplar la caída de las gotas filtrándose por el techo, estrellándose como bolitas de espuma y esparciéndose en el piso. La calle que nacía en el cañaveral de tía María y moría en el huerto de don Martín, estaba cubierta de neblina y apenas dejaba vislumbrar a los escasos pobladores que se atrevían a salir. Los animales buscaron refugio en la casa abandonada que teníamos al frente y que cada tarde, cuando el sol arreciaba, dejaba sentir el fuerte olor a desperdicio que inundaba nuestra cocina.
A pesar que teníamos la costumbre de la lluvia, no dejaba de preocuparnos la fuerza de su caída, el ruido que hacía por las noches, porque teníamos presente el rumor propagado en el pueblo referente al “fin del mundo”. Era cosa de todos los días escuchar a los mayores, que debíamos estar preparados porque en cualquier momento nos llegaría la hora. Entonces, cada vez que llovía con fuerza pensábamos en el “fin del mundo”. Pero la abuela Juana se encargaba de recordarnos las cosas tal como eran, “la gente floja anda diciendo tonterías”.
El abuelo se levantó a duras penas, ayudándose con su bastón de madera. Pidió una silla y se acomodó junto a nosotros a contemplar la caída de la lluvia. Movió su cabeza varias veces antes de alargar su mano y recibir unas cuantas gotas. Dijo que era muy temprano para llover como si tuvieran que pedirle permiso para que el pueblo se vistiera de neblina. Luego, fingiendo una paciencia que no tenía, prendió un puro y exhaló el humo poniendo la boca en puntita, dejando reposar su cabeza sobre el respaldar de la silla. Alargó sus pies descalzos para que la lluvia se entretuviera, resbalando por sus dedos, suaves gotas que le adormecían y le hacían recordar que marzo era un mes que no le gustaba.
—¡Mi café! —gritó al poco rato a la abuela, dejando escapar una voz ronca—. ¡Mi café, mujer...!
Le ofrecimos nuestras canoítas para que nos ayudara a soltarlas desde el otro canto, pero, dijo que prefería quedarse sentado, contemplando cómo la calle se iba inundando, amenazando desbordar la vereda y penetrar en nuestros dormitorios. Esperaba a que la abuela le llamara a tomar el desayuno.
Volvió a insistir por su café. La abuela le contestó algo que no entendió. Se encogió de hombros, lanzando un gruñido. “No tengo ganas de ir a la cocina mientras siga lloviendo”, dijo entre enojado.
Los pocos pobladores que se atrevían a salir de casa, se tapaban con impermeables, tratando de esquivar las gotas de lluvia que por momentos daban la impresión de no tener cuando acabar. A nosotros no nos gustaba el ruido que hacía al golpear el techo de calamina: a ratos suave, a ratos fuerte, mientras el viento amenazaba levantarlo, para dejarlo en el camino como una hoja de retama. Nos molestaba que todo el día se siguiera oyendo el mismo golpeteo, que todo el día se viera gris y nuboso y que un poco de frío nos llegara desde los cerros, orillando en el pueblo.
A pesar de nuestro temor por las lluvias largas, sin embargo estábamos de fiesta por nuestras canoítas. Las preparábamos día tras día, dándole forma, estilizando sus acabados, molestando al abuelo para que les diera el toque final. Entonces esperábamos a que cayera la lluvia desde temprano. El pasadizo se iba llenando de barro y los animales pequeños muriéndose de frío. A veces el abuelo se quedaba mirando la casa abandonada del frente, esperando su caída en cualquier momento. Se divertía cada vez que los animales se arrimaban a los troncos que la sostenían para rascarse o golpearla con la cabeza. El viento, en cada arremetida, iba dejando al descubierto su endeble esqueleto de madera.
A la abuela no le gustaba que la lluvia se prolongara más allá del medio día porque le recordaba la muerte de su padre.
Se volvió a escuchar la voz ronca del abuelo, clamando por su café.
—A tu edad y estás comportándote peor que tus nietos —dijo la abuela al verle dirigir su bastón hacia una de nuestras canoítas—. ¡Eres un viejo terco! ¿No puedes ir a la cocina?
La abuela fue diciendo otras cosas más mientras le alcanzaba el café hervido con unos granos de anís.
—¾Espera a que escampe y me tendrás cerca al fogón —dijo el abuelo, llevándose a la boca unas rosquitas de almidón.
—¡Si tienes ganas de tomarte un buen caldo tendrás que acercarte a la cocina, porque no te daré el gusto de servirte en la vereda. El plato se puede llenar de lluvia.
Ella se dio media vuelta, venteando su falda. “Si sigues ahí, te vas a enfriar”.
El abuelo no contestó. Sorbió el café haciendo un poco de ruido.
—¿La lluvia te ha puesto melancólico? —preguntó la abuela, desde la puerta del corredor.
El abuelo dio un gruñido como respuesta. Movió el bastón. La abuela entendió y arrastrando sus pasos se fue alejando mientras le recordaba que el almuerzo estaría listo en un par de horas.
—¡La lluvia me está mojando la cara! —dijo el abuelo, mirándonos, tratando de disimular una de sus lágrimas.
Sus sueños se nutrían con el recuerdo de su hijo menor, el que se marchó del pueblo siguiendo a unos ingenieros de camino sin más trámite que su ligereza. El siempre contaba que veía a su hijo regresando al pueblo, feliz, con la misma gorra que la agitó al despedirse y que el abuelo no quiso contemplar. Le veía un poco gordito y abrazado de una mujer día y noche, y que sólo había venido de visita porque se encontraba haciendo fortuna en el Ucayali... No contaba más. Luego, prendiendo el bastón, se dirigía hacia el puerto para quedarse horas, contemplando el río, agitando las manos a cuantos botes con motores fuera de borda pasaran por el puerto. Se sentaba sobre las raíces y acomodando su cuerpo de la mejor manera posible se dedicaba a lanzar piedrecitas, hasta que le ganaba la noche y le recordábamos que la cena estaba servida.
Recién cuando se dio cuenta que llovería todo el día, el abuelo se levantó para dirigirse a la cocina. El trecho que separaba los dos ambientes no llegaba a medir más de cinco metros descubiertos, suficientes para empapar al abuelo de pies a cabeza. Entró renegando, maldiciendo a la lluvia, a la carne que demoraba en cocinarse y a la cocina mal ubicada.
Almorzamos callados y apurados con el fin de continuar en nuestra diversión. La abuela balbuceó algunas palabras que nadie se esforzó en contestar. La oímos renegar al ver que el abuelo se dirigía hacia nosotros riendo, tratando de alargar su carcajada hasta donde pudiera, y entonces nos dimos cuenta que era una risa triste y áspera. No era una risa que brotaba de su alma: era burla, ganas de desfogarse, de maldecir sin saber a qué o a quién. Al poco rato se estuvo lamentando del sufrimiento de algunos animales que buscaban refugio en las casas viejas. Después pidió una cañabrava para tallar sus palitos limpiatraseros. Era una tarea que le fascinaba: les iba dando forma y puliendo, sentado sobre su “perezosa”, con una navaja que su segundo hijo le trajera regresando de uno de sus viajes, quitándoles las láminas cortantes, sonriendo cada vez que su imaginación volaba al encontrarse detrás del cerco, rodeado de cerdos que intentaban levantarle el trasero y él defendiéndose con su bastón, maldiciendo en voz baja, y limpiándose con esos palitos suavizados por su navaja.
Empezó a escampar como a las cuatro de la tarde. En el puerto alguien hizo un poco de bulla, rompiendo la monotonía en que se había sumido el pueblo desde la madrugada: golpeaban las canoas varadas indicando la llegada de gente extraña. La neblina apenas nos permitía visualizar, figuras borrosas que se desplazaban rápidamente, buscando sortear los charcos.
Desde el puerto que daba a la casa se apareció un joven, valija en mano y una gorra sobre la cabeza. Se paró al llegar a la altura del huerto del señor Urías. Miró hacia todos lados mientras con una de sus manos se secaba las gotas de lluvia.
Y, como si lo hubiéramos estado esperando por siglos, empezó a caminar hacia la casa. El abuelo se fijó en él al levantar los ojos y oír nuestro barullo. Entonces sus ojos se agrandaron hasta parecer los de una lechuza. Golpeó el suelo mientras intentaba llamar a la abuela. Se refregó los ojos tratando de lograr una mejor visión: los abría y volvía a cerrarlos. No pudo más y terminó por lanzar un grito que estremeció a los de casa.
—¡Vieja, vieja! —gritaba mientras, con su bastón, señalaba hacia la calle—. ¡Nuestro hijo ha regresado! ¡Ven a saludarle! ¡Pero, apúrate, mujer... !
Todos nos centramos en la figura del joven que seguía caminando hacia nosotros. Nadie se atrevió a dar un paso más allá de la vereda. El abuelo comenzó a reírse. Era una risa diferente, cargada de emoción y alegría, una risa que contagiaba y le ponía nervioso. Era una hermosa risa después de tanto tiempo.
—Yo sabía que iba a regresar —dijo, parándose.
—¡Cálmate viejo! —exclamó la abuela—. ¡Cálmate! a ver si es cierto! ¡Déjame observar que yo veo mejor que tú!
Pero la abuela no veía mejor que el abuelo. Estaba igual, frunciendo el ceño, tratando de distinguir la figura borrosa que llegaba a la única calle del pueblo de Huinguillo.
Entonces nosotros no le distinguimos familiar, ni siquiera cuando sonrió al llegar a nuestro lado y preguntar qué tan lejos se encontraba el pueblo de Campanilla...?

Texto agregado el 21-02-2007, y leído por 258 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
21-02-2007 que triste la historia de este abuelo, sin embargo, considero que la esperanza de ver a su hijo nuevamente le mantiene aún vivo... Lindo cuento!!!!!!! psilocibe
 
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