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El Hombre

Alejandro Arrieta

El hombre caminó hacia la entrada de la estación del metro. Aunque él sabía que no llevaba prisa, que no era urgente que se dirigiera a alguna parte, que no era requerido en algún lugar, prefirió apresurar su paso. Encendió el penúltimo de los Ducados que quedaba en la cajetilla que fielmente aguardaba en la bolsa interior del lado izquierdo del saco de pana café. Lo fumó despacio, lo saboreó, soltó el humo por la nariz en pequeños intervalos. La urgencia de su andar contrastaba con los tiempos relajados que hacía al fumar. En su costado derecho, debajo del brazo, llevaba el diario del que sólo había leído las opiniones y los artículos principales, la editorial la dejaba siempre para el último al igual que la sección policíaca y la de sociales. Lo primero que hacía una vez que pagaba el diario y lo tenía en sus manos era buscar la columna de aquel músico fascista que lo fastidiaba con sus opiniones y sus devaneos. Es un perfecto estúpido –pensaba el hombre-, deberían de despedirlo por respeto a los lectores. Decía, incluso una vez se tomó el tiempo de escribir una carta al diario, carta que fue publicada íntegra al tercer día y que además mereció la atención del músico-columnista, quien se dijo sorprendido de que ese lector no compartiera su manera de pensar. Pues no, no lo hacía el hombre, no compartía la idea de que en las escuelas públicas hubiera clase de religión. Tampoco estaba de acuerdo en que se hiciera un monumento en Chapultepec –igual que el de los Niños Héroes- a los sacerdotes que participaron en la guerra cristera. Me declaro sorprendido –decía al borde de la histeria en su columna el músico-, de seguro este hombre querrá que sigamos viviendo en el desorden y la inmoralidad. No puede ser, que tendrá este hombre en la cabeza.

¿Qué cosa tendrá este hombre en la cabeza? Nadie lo sabía, ni él, que todas las mañanas se miraba al espejo y se hacía la misma pregunta. ¿Qué cosa tengo en la cabeza? ¿Qué carajos tengo? ¿Qué diablos hay ahí? Esa inquietud por saberlo se había anunciado desde una edad muy temprana. A los 13 quizá, no estaba muy seguro, cuando se dio cuenta que no tenía muchos amigos y que eso no le importaba; cuando lo único que quería hacer era leer y escribir poemas y cuentos; cuando descubrió que era capaz de enamorarse de cuanta chica pasara por su calle; cuando se decidió a escribir versos a todas estas chicas y tristemente descubrió que ellas no quieren poetas noveles que les obsequien poemas, sino chicos apuestos que las lleven a bailar y las preñen si la urgencia así lo exige. ¿Qué cosa tengo en la cabeza? Se dijo en ese entonces y se lo dice ahora, 27 años después. No encuentra la respuesta y con tantos descalabros acuestas no está dispuesto a seguirla esperando.

Por eso el hombre se dirige a la estación del metro de la que por cierto, sólo lo separan cosa de 5 cuadras.

Esta ciudad es hermosa –piensa-. No hay otra igual. Es sucia, es cierto, y peligrosa y conflictiva y estresante, pero nunca indiferente, nunca apática, nunca ajena. Esta ciudad, la de las marchas interminables, es una bendición. Se dice el hombre satisfecho. El hombre –hay que decirlo- conoce cada calle, cada esquina del Centro Histórico. Las tiendas de ropa, los negocios de ultramarinos –aún existen-, los bares, las cantinas, las tiendas de artículos fotográficos, los locales donde los falsificadores de documentos cumplen el deseo más ambicioso, las esquinas más acreditadas por las prostitutas, los lugares donde los vagos y los parias por la noche se reúnen a beber mezcal barato mientras otro canta y toca la guitarra. ¡Esta ciudad es una bendición, como carajos no!

El hombre, en esta ciudad, en la Plaza de la Constitución escuchó alguna vez a Silvio Rodríguez y mientras bebía ron y lo escuchaba cantar se dijo convencido que ya con esto se daba por bien servido en esta vida. Soy un hombre sencillo, me gusta ser un hombre sencillo. Dijo alguna vez a alguien que le preguntó que a que era a lo que se dedicaba.

La Estación queda a tan sólo dos cuadras de distancia. Un cilindrero se gana la vida a mitad de la banqueta. Una chica de unos 17 años le acompaña. Es rubia, de baja estatura, tiene los ojos claros y las mejillas completamente rojas por el calor. Lleva un quepí color beige con el que pide dinero a la gente. Una ayuda para el cilindro, que no se pierda la tradición, ayúdenos a conservar la tradición. Pregona la chica cuando nuestro hombre camina junto de ella. Cualquier moneda es buena. Dice la chica. El hombre se lleva la mano al bolso, busca la última moneda que su capital le concede. Sólo tengo dos pesos para el cilindro y para ti un poema, si lo quieres, le dice el hombre la chica. Ella sonríe. Con la otra mano, con la que no lleva el quepí se toma el cabello en el que se ha hecho una trenza. Guárdese los dos pesos y obséquieme el poema, si gusta. El hombre sonríe levemente. ¿Y la tradición? Le pregunta a la chica. No importa, lo que importa es la poesía. El hombre la mira por unos instantes, le mira el rostro, los ojos, los labios, la blancura de los dientes. Busca en su bolso un papel, no lo halla. No queda más remedio que hacerse del qua mantiene frescos a los cigarrillos Ducados, que por cierto ya sólo es uno. El hombre escribe y mientras suma líneas más la mira. La mira de reojo, la mira con un ojo, la mira como aguarda paciente lo prometido, el obsequio del desconocido. Aquí tienes, le dice y el hombre se aleja. La chica le agradece, pero no puede más que hacer evidente el desconcierto que le produce el hombre. Ni siquiera me preguntó mi nombre. Se dice. Yo que quería saber el suyo. Culmina mientras empieza a leer el poema.

El hombre echa el boleto en el torniquete. Disminuye su paso. Baja las escaleras, se detiene por un momento a pensar cual de los dos andenes será el que elija. Elije el más cercano, lo hace más por pereza que por otra cosa. Camina entre la gente, algunas parejas de enamorados se propinan caricias gracias a la generosidad del policía que condescendiente, evade el reglamento.

El hombre camina hasta la medianía del andén, ve llegar el primer tren, lo deja pasar. La gente aborda cuando se abren las puertas. Una señora insulta al hombre, pues al parecer estorba su camino para abordar.

La chica no sé quiere quedar con la duda. Decide ir en busca del hombre que ha tenido a bien en obsequiarle un poema. Quiere saber su nombre. Coloca en su cabeza el quepí y decide ir en su búsqueda.

El hombre no quiere esperar más. ¿Qué tengo en la cabeza? No sé y no quiero seguir esperando una respuesta. Me acomodaré para cuando llegue el próximo tren. Tendré cuidado de no estar cerca de un acomedido que pueda frustrar los planes. La chica, que hermosa era. Prefirió el poema que la moneda, vamos quizá sólo fue por curiosidad, tus dos pesos no harían tambalear ni a un chiquillo. Además era hermosa, las de ese tipo no van contigo, no creo que lo que ella esté esperando sea un poeta, ella lo que ha de querer es un tipo forrado de plata que la haga olvidarse del cilindro, de la tradición y del quepí; alguien que le muestre que no todo es mierda en esta ciudad. Vamos olvídate ya de eso, no te vas a acobardar en este momento. Por una vez deja de tener miedo. ¿No eres capaz ni siquiera de hacer esto? ¡Qué cobarde eres, carajo!

La chica camina de puntas, su baja estatura no le permite ver entre los hombros de los usuarios. Pide permiso a la gente para ganar un poco de terreno, pero nadie cede. ¿Se habrá ido ya? No lo veo, quizá venga otro día, tal vez sea de los que diario andan por acá. Que hermoso poema, nadie antes había tenido un gesto así, para mí.

El hombre ve llegar el tren, no hay tiempo que pensar, se acerca a la línea amarilla. Por primera vez en su vida se siente feliz. Agita sus manos, cierra sus ojos, se impulsa. La chica, que hermosa era, que hermosa era. ¿Le habrá gustado el poema? ¿Lo habrá tirado? A lo mejor la regañaron por perder el tiempo. Que hermosa era. El hombre se arroja. Que hermosa era. Que hermosa…

Permiso, permiso, va diciendo la chica mientras el tren va haciendo su arribo a la estación. Se escucha de pronto que las llantas del convoy se frenan apresuradas, la gente se acerca a ver que sucede. Una mujer grita: un hombre se ha arrojado a las vías, un hombre se ha arrojado a las vías. Los enamorados dejan las caricias para otro momento y caminan hacia donde la gente y ha hecho un semicírculo. La chica camina hacia allá, cree reconocer al hombre que se ha arrojado, está segura, es el mismo que hace unos instantes tuvo el mejor gesto que alguien jamás haya tenido para con ella. Es él, es él, grita sin poder contener el llanto. Es él, es él, hagan algo por Dios.

El hombre siente dolor en la pierna izquierda, la siente húmeda. Pero más que el dolor siente de nuevo mucho miedo. Carajo, estoy vivo, estoy vivo. Sí estás vivo, ni siquiera esto puedes hacer bien. La chica era hermosa, quizá si tengo suerte podré verla de nuevo. ¿La chica, habrá leído el poema? La chica, la chica, que hermosa era.

Ciudad de México á 18 de marzo de 2007


Por cierto....visiten La Bodeguita en: http://labodeguita1.blogspot.com

Texto agregado el 07-04-2007, y leído por 584 visitantes. (1 voto)


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