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El hombre caminó a lo largo del inmenso corredor, las pisadas rechinaban en los muebles, tan antiguos como la tristeza acumulada en su corazón.
Tantas veces había corrido a lo largo del mismo, de pequeño, riendo, a veces enojado, de muchacho. Los espejos lo reflejaban como era entonces, pero entonces no era ahora, ahora su cabello estaba platinado y su figura caminaba con lentitud.
Pasos ahogados en la noche, que no esperaba para amanecer.
Miró desde la puerta de la habitación a ese cuerpo inmóvil, deforme; hacía tiempo que él se había convertido en su otra mitad, en su brazo, en su pierna, la miró con ternura, aunque en el fondo de sus ojos se dibujaba la verdad.
Ella fue la más hermosa del mundo, era, sin exagerar, una muñeca de carne y hueso. Él se enamoró de ella apenas la vio.
Después de un corto noviazgo se casaron, él solía mirarla con asombro cada mañana al despertar, asombro de encontrarla a su lado en la cama; la miraba por horas antes de que ella despertara, y casi siempre su amanecer estaba acurrucado en la mirada de ese hombre agradecido de tenerla, embrujado por su ternura y belleza.
Se acercó, tomó su mano, ella dormía aun, observó su monstruosidad, la de ella y la propia. Extendió el brazo, pero estaba demasiado agotado y lo dejó caer justo antes de llegar a su rostro, a esa mueca furibunda que había sido su religión.
La atmósfera tenía una pesadez insoportable, sus ojos parecían sin pupilas y se entreabrieron, los labios intentaron una sonrisa.
El hombre tembló.
Toda la furia contenida por años, explotó en esa mirada, en esa sonrisa y entonces supo lo que era inevitable.
Ella no dijo nada.
Un escalofrío cruzó la noche.
Se miraron como la primera vez, sólo la resignación y el espanto eran nuevos en sus ojos.
El hombre acarició la cara de la mujer, la besó, tomó su cuello, ella no dijo una palabra, él froto su dedo pulgar sobre la piel rugosa, seca.
Profundamente conmovido por la ruina total de su belleza, apretó su garganta ante la mirada confiada de ella.
Con los brazos extendidos y los ojos desencajados, el hombre notó que la mujer no respiraba. Apartó sus manos temblorosas, las miró, el rostro descansaba plácido, casi con una pequeña sonrisa.
El hombre se puso de pie, caminó hacia el corredor, se miró en el espejo una vez más; era imposible imaginar el profundo sentimiento de alivio.
Volvió a la habitación, besó la frente de la mujer.
En un intento frustrado, quiso levantar el cadáver en sus brazos, como la primera vez, cuando extasiados de amor cruzaron la puerta unidos en un solo silencio, al hacerlo, sus piernas no le respondieron, al querer acomodar el pie, no lo sintió y su brazo izquierdo estaba ausente. Una oscura sensación de nada quedaba en la parte izquierda de su cuerpo.
Cayó de rodillas al lado de aquel cuerpo frío, tenso.
Entonces comprendió.
¿Quién podría decir dónde terminaba uno y dónde comenzaba el otro?

Por la ventana, el sol asomaba tímidamente…

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AGUSTINA

Agustina escondía su rabia mientras revolvía los restos de un guiso viejo.
Viejo como sus dolores de estómago cada vez que revolvía restos en una olla.
Agustina y sus restos marcados en la frente como un signo de advertencia.
Agustina y sus restos de sueños, restos de lágrimas, restos de dolores mal curados.
Agustina y su búsqueda incansable en las cavernas de la soledad, esperando por ese Dios prometido. Ese mismo Dios que la escupió al mundo con los ojos cerrados y el corazón tan frágil, tan ciego.
Mientras el fuego quemaba los restos y la cocina se convertía poco a poco en un sepulcro, ella miraba sus manos ásperas, quietas a pesar de sus continuos movimientos.
Agustina y sus restos de infancia mal aprovechada. Aquella niñez enredada, con cachorros rescatados por sus brazos pequeños.
Agustina era así, salvaje como un perro callejero. Escondía sus heridas hasta de su propia mirada, aunque en días tormentosos se lamía la sangre seca sin que nadie la viera. Todas las noches tallaba sus infiernos en su cuaderno poblado de hojas amarillas, amarillas de tiempo, amarillas de vida que pasaba por ahí mucho más seguido que por los pies de Agustina. Claro que su infierno era también su bendición, su esencia.
Dicen que el alma de una mujer está completa cuando llega a su vida un hijo, Agustina se sentía completa cuando un relato le enorgullecía el alma, cuando un poema tomaba vida y la saludaba desde sus hojas moribundas, que renacían por sus manos ásperas, con su trazo pequeño, garabateado en dibujos poco claros.

La monstruosidad de Agustina y su pequeño cuaderno.

Las personas que la rodeaban no dejaban, ni por un segundo, de recordarle que su naturaleza estaba enferma, pero sus pies pisaban esta tierra, la misma tierra que pisamos todos, incluso yo, que soy tan sólo un observador lejano de sus huellas. Yo, un testigo de su cautiverio, de su esfuerzo sobrehumano por alcanzar algún color que pudiera cambiar el curso de los restos de guisos, de las ollas quemadas.
Agustina abrió los ojos, retiró la olla del fuego y se sentó en su silla de madera. No lloró, hasta diría que una leve sonrisa dibujó su rostro, sonrisa que iluminó la habitación.
Era bella cuando sonreía, a pesar de sus ojos, cansados y tristes como los de los perros callejeros que recogía cuando era pequeña. Se miró las manos una vez más, se acercó al equipo de música y puso su tema favorito.
Agustina y su desierto.
Agustina y sus clavos invisibles.
Ya no más pasar por el fondo del alma.
Se acercó a la mesa, tomó un papel, un lápiz gastado y escribió: “Alguien juega a no estar cuando yo estoy, o me observa desde las madrigueras de cada soledad. Es difícil salir”. Luego, abrió la llave del gas y se fue quedando dormida.

Yo fui testigo de su ciudad en llamas, de su sonrisa angelical, traviesa.
Estaba frente a ella con los ojos cerrados, no logré ver el resto, los que tatuaron en su alma una llaga infinita.
.
Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
“Pero debo seguir muriendo porque soy su testigo, ante una ley más honda y más oscura que los cambiantes sueños”
“Mientras tanto: ¡Cuántos mudos testigos pasarán por las puertas entreabiertas?”.
¡Cuántos esconderán sus sueños en una olla con restos putrefactos!


Texto agregado el 07-03-2004, y leído por 284 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
15-09-2004 Describís la senilidad, el ocaso de la vida, no del amor.... el final es un gran golpe al corazón. Muy fuerte. Mandragoras
13-03-2004 Hermoso cuento, me fascinó como le diste fondo a la brutalidad a través de lo que solía ver en ella. Sigue así. SicFaciuntOmnes
 
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