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Todo empezó con su obsesión por el agua embotellada, o a lo mejor no, a lo mejor todo venía ya de antes y lo del agua sólo fue la gota que colmó el vaso, y nunca mejor dicho.
María siempre fue un poquito, como lo diría sin que se me vea el plumero, un poquito especial para todo lo que come y más, todavía, para lo que bebe. Es de éstas que antes de comprar una triste lata de atún en el super la mira y la remira. La lee y la relee. La deja en el estante y coge la de al lado. Y así hasta desesperar. Sabéis de quién os hablo. ¿no? De esas que te hacen sentir estúpido cuando tú pasas como un demonio de Tasmania entre las estanterías echando en tu cesto todo lo que es de chocolate o está de oferta. Bueno, pues María ya era así cuando la conocí, pero claro con esas piernas que tiene, haber quién era el guapo que iba a poner pegas porque le gustara leer las etiquetas de las conservas. Era una manía perdonable.
Igual que lo de echar nueces y manzana a las ensaladas. Otra cosa rara.
Pero en fin, si querías postre pues nada, a tragarse las ensaladas futuristas esas.
Así estuvimos varios meses y las cosas nos iban de fábula.
Hasta aquel día, estábamos sentados en un banco del parque, yo miraba al cielo en un raro escorzo para que el chocolate de mi helado no empezara a gotear por la galleta y ella se comía una manzana que sonaba a cada mordisco como unas tijeras en una pizarra. Y entonces dijo lo del futuro de nuestra relación. Nuestra relación ¿qué relación? Una persona en su sano juicio le hubiera dejado allí rechinando su manzana y cuando me hubiera mirado sólo habría encontrado el helado goteante flotando en el aire como en los dibujos animados. Pero ese día llevaba la mini vaquera.
Nos fuimos a vivir juntos.
Tuvimos nuestras típicas broncas por los pelos de la ducha, por los turnos para fregar la loza y por el mando a distancia. Podríamos haber aguantado treinta años juntos, si no llega a ser por lo del agua.
Era jueves. Lo recuerdo perfectamente porque acabábamos de echar un polvo fuera del cupo semanal reglamentario que sólo incluía sábado noche Cada uno estabamos a lo nuestro. Yo con mi cigarrito y ella encerrada en el baño.
Después de los veinte minutos de rigor en el aseo oí que salía y aproveché la regla de oro de “ya que estás de pie…” Me traes un vaso de agua. Ahí aparece mi María, en la mano derecha mi vaso de agua y en la izquierda una preciosa botellita azul de agua mineral.
Me acercó el vaso con su toma amorcito y ella desenroscó con un clap su tapón amarillo. Protesté porque mi agua estaba caliente y ella se ofreció a ir a la cocina a por hielo. No se enteraba de nada. Yo también quería una botellita azul.
Me das un poco de la tuya –le dije poniendo ojitos de peluche.
Pero si a ti te da igual –me espetó alejando de mí la botella.
A mí no me da igual – gruñí, mientras me incorporaba en la cama- Bebo agua del grifo porque es más barata.
- Pues eso.
- Pues eso ¿qué?
- Qué te da igual y qué a estas alturas es un desperdicio que bebas este agua. Después de litros y litros de agua clorada.
- ¿Un desperdicio?¿quién es un desperdicio? Yo beberé el agua que me de la gana.
- Perfecto, pero esta agua lo he comprado yo y me lo bebo yo.
- Con que esas tenemos. Pues muy bien… Mañana mismo...
- Mi amor estoy cansada, anda, no te pongas tontorrón…
Se dio la vuelta en la cama y zanjó la concersación. Yo me quedé sentado en la cama odiándola con todas mis fuerzas. Los dientes me chirriaban de la furia y ella entre sueños me dijo: anda, mi amor, duérmete.
Me despertó el hambre. De la cocina llegaba el olor de tostadas recién hechas. Por la puerta del dormitorio entraba María con una bandeja espectacular con zumo de naranja, tostadas, mermelada de fresa y café con leche.
Me puso un cojín en espalda para que estuviera cómodo. Me untó las tostadas y alborotándome el pelo me dijo: repón fuerzas, campeón.
Yo comía a dos carrillos cuando oí el clap. Ella llevaba en su mano otra botellita azul. CLAP.
¿Me vas a dar un poco de agua hoy? – le dije pasándome de serio, por lo visto.
No seas tonto que tengo prisa... y esto luego me lo dejas recogido ¿eh? –dijo saliendo por la puerta a toda prisa.
Lo malo de desayunar en la cama es que más pronto que tarde te tienes que levantar a orinar. Aún apurado por las prisas tuve tiempo de pasar por la cocina y comprobar que aún quedaban cuatro botellitas azules de agua mineral.
Me quedé contemplándolas con las rodillas apretadas unos instantes. No me quedó más remedio que abandonar mi contemplación porque la vejiga apretaba.
Después de aliviarme, volví a la cocina, la puerta de la nevera aún se balanceaba Y entonces Clap, clap, clap, clap. Me bebí las cuatro botellitas de agua en un plisplás.
Los cadáveres estaban esparcidos por el suelo de la cocina. Recobré la conciencia, y sólo entonces, me di cuenta de lo que había hecho.
Llené las botellas con agua del grifo y las volví a guardar en la nevera, pero de sobra sabía que María no caería en tan burdo engaño. Esa maniobra sólo servía para tranquilizar mi conciencia.
La única solución parecía comprar otras cuatro botellas idénticas y rezar porque ella no notara la diferencia.
Me recorrí todos los super del barrio, pero no tenían aquella maldita marca. ¿dónde coños compraría el agua? Recordé que le gustaba comprar en una tiendecita cerca de donde viven sus padres. Atravesé la ciudad. Y después de mil vueltas di con el dichoso ultramarino.
Allí era. Pero las botellas pequeñas se habían acabado. Y no las recibirían hasta mañana. Eso sí, quedaban garrafas de cinco litros. Me cargué con cuatro.
Cogí un taxi, si me daba prisa podría llegar a casa antes que María. Aún podía salvarme. Nos metimos en el peor atasco del mundo. Me bajé del taxi y empecé a correr con dos garrafas de cada mano.
Esquivando retrovisores corrí y corrí, haciendo caso omiso a las miradas perplejas de los conductores aburridos.
Ya doblaba la esquina de nuestra calle, cuando dos largos pitidos anunciaron que acabada de recibir un sms. Se me doblaron las rodillas y caí al suelo con la mala fortuna de tener las manos ocupadas con lo útiles que son en esas circunstancias.
Con la nariz chorreando leí: CABRONAZO. Remitente: María.
Me arrastré como pude hasta casa. Intenté entrar, pero tenía la puerta cerrada por dentro. Llamé al timbre durante horas, pero nada.
Dejé las cuatro garrafas a la puerta y me marché. No he vuelto a saber nada de ella.

Texto agregado el 04-06-2007, y leído por 583 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
19-09-2007 Tiene sabor tu cuento y eso es lo importante. Logras captar la atención de principio a fin. Un saludo marxtuein
27-07-2007 Genial. Lástima que no te tomes la literatura más en serio. ;)) thelma
08-06-2007 Me dio sed Aniuxa
06-06-2007 Me parece que para contar una desavenencia, una incompatibilidad entre dos personas, una convivencia fallida o neurótica no es necesario ponerle el rótulo de cuento. La verdad, al empezar la historia realmente capta la atención y conforme avanzan los párrafos decae enormemente en calidad y contenido. Es mi apreciación. Tal vez mejore al reducirla. En todo caso, de ser tomada de la vida real, pues, pobre marido de María. Saludos. cvargas
06-06-2007 Es graciosa la forma en la que a veces "derramamosel vaso" por cosas triviales, como María. Intrascendente
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