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Hace más de 4 meses que no se nada de ti, ya no entras en el Messenger ni contestas los correos que te he mandado, no se si olvidarías la contraseña para entrar en tu cuenta o si algún hacker te la robó. El numero del celular que me pasaste no se si lo apunte mal, lo cambiaste o me “chamaqueaste” con un número falso, porque el otro día marque y primero me dijeron de buen modo: esta usted equivocado. Volví a llamar: ya le dije que este número no es. Terminaron gritandome. ¿Esta usted pendejo o se hace? Ya no se ni que pensar, no se si me eliminaste de tu cuenta y cambiaste de teléfono o simplemente desapareciste de este mundo como por arte de magia. Lo que si se es que tengo ganas de repetir ese abrazo que me diste en nuestra primera cita. ¡¡Pero que esperanzas!! Si para que me lo dieras literalmente tuvo que temblar la tierra.
¡Que loco! Dijiste... mientras el suelo, las mesas y las sillas temblaban sin parar y los platos se precipitaban al suelo para convertirse en rompecabezas de piezas diminutas, la gente corría en dirección a las escaleras que llevaban al primer piso y todas las mujeres excepto tu, arañaban a sus parejas con sus uñas para abrirse paso entre la multitud y aturdían los tímpanos con sus gritos de 140 decibeles, sonidos tan potentes que alcanzaban a atravesar el umbral del dolor, tanto que ya no sabia si los vidrios del inmueble estallaban por el temblor o por los gritos. Mientras todo esto pasaba tú te lanzaste hacia mí y me atrapaste en un abrazo de emoción más que de miedo y me llevaste bajo la mesa con el pretexto de que era el lugar mas seguro en caso de un derrumbe el cual por fortuna no sucedió hasta que abandonamos el lugar.
45 segundos tardó en acomodarse la tierra y justo cuando terminó recuerdo que te dije: Estoy enamorado de ti. Perdón, esto no viene al caso, soy un idiota, agregue disculpándome. Sonreíste y contestaste con la que- después lo supe- era tu frase favorita ¡¡Que loco!! Y es que en verdad era una locura: la atropellada Huida de la gente, los vidrios rotos, las sillas de cabeza y en la avenida carros estrellados entre si y en contra de los postes caídos. Todo era tan loco. Tan loco como que un tipo le dijera a una mujer que la ama en la primera cita y ella respondiera ¡Que loco! y en seguida le plantara un beso.
Tienen que abandonar el lugar porque esta apunto de colapsarse, nos gritó el gerente del lugar el cual había sido el primero en salir huyendo. Vayámonos de aquí te dije con voz paciente tratando de ocultar el miedo que me invadía en ese momento. Nos alejamos del lugar mientras veíamos pasar patrullas, ambulancias, bomberos e infinidad de vehículos con sirenas ruidosas por las calles de norte a sur y de este a oeste. No llevábamos ni cien metros recorridos cuando el café Madrid se había venido abajo. Estuvimos a punto de morir, exclamaste con irónica emoción y me tomaste de la mano. Caminamos no se cuanto tiempo admirando los daños que había dejado el temblor, edificios y casas destruidas y otras tantas a punto del derrumbe, gente corriendo como loca y gritando por su tragedia, todo esto repitiéndose cuadra por cuadra hasta que llegamos al parque Morelos donde tomamos un descanso para seguir comentando de lo afortunados que habíamos sido. Nos recostamos en el pasto para observar el show pirotécnico que nos regalaban dos cables cruzados por la caída de un árbol, pero ni cinco minutos pasaron cuando de repente te levantaste rápidamente, pensé que te había picado algún insecto inconforme con nuestra invasión, pero no, te habías acordado que tenias familia y querías ver si todos los miembros de ella se encontraban bien. Cruzaste la calzada independencia sin despedirte y tomaste el primer taxi que paso. Después te disculparías por tan precipitada huida.
Nuestros siguientes encuentros se dieron en el Café Madoka ubicado en la -antes llamada- Avenida Lafayette en donde acompañados de un buen café platicábamos infinidad de cosas como: del origen del existencialismo, las poesías depresivas de Hermann Hesse, las diferencias psicoanalíticas entre Alfred Adler y Sigmund Freud, el futbol, nuestras preferencias musicales, de las mil y un razones para que dejaras el cigarro y hasta de la receta secreta de tu abuela que nunca me compartiste con exactitud porque si lo hubieras hecho, la receta habría perdido su adjetivo calificativo. Al principio las palabras se agotaban poniendo un poco tenso el ambiente, en esos momentos anhelaba que otro movimiento telúrico se hiciera presente para derrumbar en pedazos el silencio, o que un pirómano nos hiciera participes de una nueva aventura. Después ya no fue necesario, cuando el hielo se rompió completamente, el silencio ya no era amenazante y nuestras conversaciones se volvieron especiales, raras y diferentes. Siempre terminaban con un beso o cuando alguno de los dos decía ¡¡Que loco!!
No se. No puedo calcular el tiempo que duro nuestra relación: nuestras pláticas. Supongo que al menos habrán pasado cinco meses. Quién sabe. Y es que nunca nos preocupamos por el tiempo, bien podríamos pasar una hora o toda la tarde juntos. El tiempo es relativo decías, y convencido yo de eso, nunca volteaba a ver la hora, en varias ocasiones el mesero arriesgando su propina se vio obligado a pedirnos que de favor nos retiráramos porque estaban a punto de cerrar.
Siempre me ofrecí acompañarte hasta tu casa, pero solo aceptabas que lo hiciera unas cuantas cuadras. Decías que no querías que yo supiera donde vivías hasta que nos conociéramos mejor. La ida se me iba en contemplarte, hipnotizado por el movimiento de tus labios y las luces amarillas de las lámparas. El parque Morelos era la señal de que debíamos despedirnos, tú cruzabas la calzada para tomar el autobús mientras yo me perdía entre las calles caminando como zombi, sin mirar nada, pensando en ti.
Nunca te propuse formalmente que fueras mi novia porque el día en que inspirado por un poema de Francisco que Quevedo te lo insinué, reíste, como si lo que conté hubiese sido un chiste. Jajaja... apenas si nos conocemos, no digas tonterías – dijiste- y me plantaste un beso como para cambiar de conversación.
Ahora que tienes meses sin venir, acudo al mismo café, a la misma hora de siempre, a la misma hora que solíamos venir. Al principio veníamos cada tercer día, después una o dos veces por semana, ahora simplemente ya no acudes. Viniste tantas veces tu solita que no creo que hayas olvidado el camino. No se si recuerdes mi nombre, yo apenas recuerdo el tuyo, pocas veces nos extendimos en platicas sobre nosotros, casi siempre nuestras platicas eran sobre sueños, utopías, fantasías o conversaciones metafóricas. El mesero me pregunta por mi novia, refiriéndose a ti, yo no se que decir, quisiera saber que contestarle.
A veces creo que estas enferma o te raptaron por ahí o que probablemente en algún Starbucks de la ciudad hayas encontrado una nueva compañía.
Todavía cuando llego a la caja, pido dos cafés un capuchino para mi y otro americano bien cargado como a ti te gusta, me siento en la misma mesa de siempre y pongo mi chamarra en tu silla para apartarte tu lugar, todavía con la esperanza de que cruces esa puerta, me des una abrazo y conversemos con un beso. ¡Que loco! ¿No?

Texto agregado el 20-09-2007, y leído por 155 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
21-09-2007 Demasiado convencional y el final lo he visto y oido cientos de veces. Pero el esfuerzo de aplaude y la redacción también es pasable. Un saludo marxtuein
 
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