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Tomé mi tarjeta de crédito, la froté sobre el pantalón y la puse en la mesa. Prendí la televisión. Cuando vi el comercial de una aerolínea ofertando un descuento inusual, me alteré . Mi esposa dormía. Ella estaba enterada de que iría a la convención sobre ecosistemas que se efectuaría en una ciudad distante. No la desperté. Hice algunas llamadas por el teléfono móvil. La besé antes de despedirme y soñolienta me respondió. Salí a la calle con mi breve maleta. En el taxi me di cuenta que olvidé el celular y contradije la orden.

— ¡Lléveme al aeropuerto! por favor.

En tres horas de vuelo, estaba en aquella ciudad porteña. De mi agenda leí en voz alta la dirección para que la oyese el taxista. En treinta minutos me situé frente a su casa. Algunos faroles vetustos contemplaban la madrugada y el silencio se hincaba por el ruido de un motor en la lejanía.

La residencia la conocía como la palma de mi mano. Ella me la había descrito rincón por rincón. Inclusive sabía cómo entrar para acceder a la casa y después a su recámara. Me acostumbré a la oscuridad y reconocí sus detalles. Vi la escalerita que conduce al sótano, bajé, abrí la puerta presionando la manija y recargándome. En instantes llegué a un pasillo y de allí al balcón de su recámara. "Antes de acostarme, respiro la noche y dejo la ventana entrecerrada". Cuando abrí, agudicé mis ojos y sonreí. Solo se veía el cuerpo de ella hecho bolita. Su esposo no estaba. Era viernes y había en una ciudad cercana la competencia del Sábalo. Dormía en una cama que parecía una gran estepa. Ingresé al baño, vi la tina y recordé la vez que ella me soñó dándome un baño con jabón de frutas. En silencio lavé con esponja el cuerpo y me tendí a su lado como una hoja que cae al suelo.

Adormilada escondió su cara en mi cuello. Entreabrió los ojos y murmuró soñolienta "que rico hueles" y volvió a dormirse. Yo la abrazaba. Sentí que sus manos palapaban el vello de mi pecho y de repente se apartó.

— ¡Tú no eres mi marido! —dijo.

De un salto prendió la luz. Cuando me vio, creí que sus ojos se saldrían.

—¡Qué haces aquí!

A través de la bata de seda transparente se veía su cuerpo aceitunado y sus pechos protuberantes parecían rodar.

—Apaga la luz y recuéstate. — Le mencioné con delicadeza.

—¡Vete!, vete de aquí.

Tenía ansiedad en la cara y en el movimiento de su mirada.

—Mi marido no tardará en llegar.

—Él está en la pesca del Sábalo.

—No entró a la competición. Anoche llamó por teléfono y está por llegar.

—Pero entonces...

—No tenemos ni un minuto.

Me sentí disminuido. Pensé que el recibimiento sería otro. Con decepción empecé a vestirme y ella viendo mi estado de ánimo, suavizó.

—Perdona, pero no ha sido el mejor momento.

Me dio un beso leve en los labios. Aproveché para darle uno con pasión y llenarle su boca con mi lengua. Ese beso que transcurre, y de un beso , se pasa a otro y las manos aprietan voluntariosas el talle , la espalda, la nuca, y acarician las líneas exuberantes de la mujer. El tiempo se pierde, y vuelas.

Regresamos a la realidad cuando escuchamos en las escaleras los pasos de un varón. La parálisis nos enmudeció.

—Mamá, mamá, ya me voy.

Oí con alivio la voz de su hijo. Ella contestó amablemente, preguntándole si regresaría a comer.
—No me esperes mamá, tengo mucho trabajo.

Yo estaba vestido y tenía en el piso mi mochila de viaje. Con rapidez, le volví la cara, y la besé una vez más. Escuché los pasos que bajaban de la escalera, lo que me impidió percibir otros que subían. Después de un golpe seco de nudillos sobrevino el ruido de la perilla de la puerta. Lo que hice fue ocultarme debajo de la cama y ella nerviosa exclamó:

— ¡Jesús no te esperaba tan temprano! Ahora te abro.

Escuché como la densa humanidad se recostaba en la cama esteparia. Como un oso herido por el sueño se quedó dormido. Yo respiraba a sorbos. En ese tiempo me pregunté: ¡qué madres hacia yo allí, cuando debería de estar llegando a otra ciudad, para recoger las experiencias de mis colegas. Estaba a merced, pues de manera irresponsable me había ido a meter a una cueva que no me pertenecía. En el avión decía: ¡qué sorpresa se va a llevar!, ella desea conocerme, que se estremece cuando le hago susurrar las palabras en el monitor. Oí que se levantó y encaminó hacia el baño. El oso se despertó. Poco después escuchaba los azotes del colchón y los embates de un cuerpo. El ruido de la respiración acompañó al de la cama y luego los quejidos entrecortados. Temblaba, y mi respiración sufría , pues el polvo me ahogaba y sin poder contenerme estornudé. Para fortuna, coincidió con el orgasmo de ambos que ahogó mi estridencia. Después de un breve silencio volvieron a rodar y no pude evitar el entusiasmo cruel de mi entrepierna. Arriba los ronquidos de èl y abajo el golpe de mi corazón.

Vi los pies de ella dirigirse al baño. No cerró la puerta y hasta mí llegó el ruido del agua y luego el cajón de la cómoda al abrirse y supuse que se cambiaría de ropa interior. Sacó una sábana y pensé que la tendería sobre la cama esteparia, pero la mantuvo como si fuese una cortina. Me dió una patada. Me levanté y con la mirada me empujó hacia la salida. Cuando abrió la puerta, se topó con su hija que traía un jugo de naranja, apenas si tuvo tiempo de ocultarme. Ella le hizo una seña de que no hablara, porque su papá estaba dormido y le instó a que se fuese.

En ese momento el oso se dio la vuelta, quitándose a manotazos la sábana y entreabriendo los ojos la miró con el vaso en las manos y volvió a dormirse. Yo estaba oculto detrás de ella. Salimos del cuarto y me llevó hacia la escalera y pregunté

— ¿ Mi maleta?

Sus ojos se prendieron y regresó por el maletín. En ese momento escuché pasos que subían, imaginé que era de nuevo la hija y me refugié en un cuarto aledaño. Así que cuando ella salió, no me vio y se encontró con su hija que ya vestida llegaba para despedirse.

— ¿Me puedo despedir de papá?

— No, está muy dormido, llegó en la madrugada.

— Y ese equipaje?

—Es mío, solo que ya voy a desecharlo.

— Mejor déjamelo para mi excursión. Así ya no compro.

— Ya vete a la escuela, se te va a hacer tarde.

Escuché sus pisadas bajar con rapidez. Abrí la puerta.

—Qué bueno que no te vió mi hija. Ella no sabe nada de su madre.

Me hizo ir tras ella hacia el sótano, y cuando salíamos al patio, pasó una vecina.

— Buenos días señora Ofelia, ¿ya tan temprano?

Ella no pudo ocultarme.

—Pues aquí, con el señor, va a revisar el sótano y vino a hacerme un presupuesto.

Así que volvimos sobre nuestros pasos.

— Perdona.
ella me miró con deseos de fulminarme y con voz firme dijo:

— Si con disculparte arreglase todo, pero mira, pasó la chismosa de la vecindad. Joder, en que problemas me has metido.

Ella se puso a llorar en silencio. No me contuve y la abracé; susurré: "perdóname", pero ella, de inmediato dejó de lagrimear y me quitó el brazo de su hombro, como si fuese un trapo fétido. Respiró profundo y me dio de nuevo la maleta.

— ¡Ahora sí lárgate! esa vieja ya se habrá ido.

Tomé el maletín, suspiré, moví la cabeza y hablé con fuerza:
-Disculpa mis pendejadas y espero que esto no tenga consecuencias.
Cabizbajo caminé hacia la puerta, casi salía, cuando me abrazó por la cintura y su mano se abrió en mi vientre y con voz melosa cantó detrás de mi nuca.

— ¿Te vas sin darme un besito?

Texto agregado el 12-11-2007, y leído por 685 visitantes. (17 votos)


Lectores Opinan
21-02-2008 !Electrizante suspenso! Muy bueno, ***** cerrense
24-01-2008 El lector en vilo teme por la seguridad del amante. Intrigante hasta el final. Y engaños que son verdad alimentan al oso cornudo lo mismo que a la dama y al galán. azulada
22-01-2008 muy bien.... pero como se le iba a olvidar el beso... siempre hay que despedirse...muchas estrellas. Ursulita
28-12-2007 Atrapante. Nos dejas sin aliento. Para leerlo ligerito. flop
27-12-2007 Jajajajajjajaaja, maestro! Qué buen rato que he pasado leyéndote, Sendero, te felicito, una excelente narración. tiresias
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