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Un atardecer lluvioso en la campiña. En el camino de tierra blanca un charco de lluvia veraniega refleja los cascos de dos jamelgos, uno marrón, seguramente macho por la corpulencia mayor al segundo, color blanco.

Los arreos sobre la descuidada crin y sin montura, hecho que delata la condición de animales de tiro, por no mencionar la falta de porte, galanura y nostalgía de la carencia del nervio y brío de sus parientes lejanos, los corceles.

Frente a ellos, a unos cuantos metros que representan la infinita distancia que separa a las especies, un vestigio de vida humana. Una choza de madera guardada por un viejo y maltrecho roble que con los restos de su menguada dignidad exhibe en la copa unos cuantos retoños. Ñengos y resignados ante su destino manifiesto: un viaje de ida y sin regreso al limbo.

¿Pero cuál debe ser la reacción del espectador ante la pintura de Montigy?

¿Aceptar sin más que desde los comienzos de su carrera artística se alejó de los pintores de historia que tan en boga estaban en su juventud y se adhirió a la tendencia de Hipólito Boulenger, que en Tervueren había fundado una escuela donde se pintaba exclusivamente paisajes y animales?

No será acaso que este mundo no puede explicarse sin entorno y animales?

Tal vez el genio modesto del pintor resulte un explosivo acicate a la imaginación.

Inquietud por indagar y conocer la cotidianidad de los habitantes de la choza, que no es otra cosa que la historia verdadera. Existencia de quién o quiénes podrían vivir en la chabola. El eterno eurocentrismo: verse reflejado en el prójimo ajeno para marcar diferencias.

¿Cuántas veces hablamos acerca del prodigio de la humedad de nuestros cuerpos al amarnos mientras ahí afuera el mundo se debatía entre la sobrevivencia y el exceso?

Pocas, realmente miserables porque somos parte del todo. Herederos del silencio del campesino José y la resignación concebida como virtud de María cuando termina de copular obligada por su condición de receptáculo del instinto.

Pero ellos tienen la riqueza a dos caballos que son compiladores y estudiosos de sus más grandes anhelos y mayores frustraciones. De ese vació existencial pletórico de vida y energía. Aunque también pueden ser obreros indolentes que cabizbajos y mansos maldicen, que no observan, porque para eso han permanecido colocados los tapaojos, la ausencia de las hierbas de la insurrección.

Y la vida transcurre veloz y lenta a la vez, pero transcurre. De la niñez a la adolescencia en un suspiro. De la juventud a la madurez en dos. Y de ahí a la vejez en un prolongado bostezo.

¿Pero habrán crecido juntos María, José y los dos equinos? Concesión al espectador. Ponga usted el tiempo y la historia, que yo solamente le doy el paisaje.

Y es que Montigy fue un artista egoísta, valga la contradicción, porque lo que no quiso mostrar es que al interior de esa choza un hombre alcoholizado ha introducido una escopeta en su boca y se dispone a jalar el gatillo con la vista y el rencor puestos la apacible convivencia del par de brutos, porque María por todo equipaje sus piernas todavía firmes, emprendió un viaje hacia las luces de neón.


Texto agregado el 18-04-2008, y leído por 492 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
29-04-2008 Yo creo que tengo una visúalización diferente....en la choza podría vivir también los protagonistas de la casa de la pradera... Las pinturas tienen esa libertad de dejar que cada cual imagine cada una de sus pinceladas. Me gustó tu reflexión. Muy original. currilla_
19-04-2008 569 palabras tiradas a la mierda HugoPerea
18-04-2008 De haber existido, Montigy sería zoófilo, sin duda. Salú. leobrizuela
 
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