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Cuando entré en el comedor y vi que su lugar en la mesa estaba vacío, temí lo peor. Al cabo de un rato, fui a la cocina y pude hablar con las enfermeras. Allí pude comprobar que era cierto. Marta dijo que ya era muy viejita, que era esperable... que en cualquier momento... Susana afirmó que “ojalá uno pudiera llegar a esa edad y de esa forma... tan lúcida...”. Mientras tanto yo poco podía concentrarme en tales sentencias. No podía dejar de pensar en todos los recursos a los que debemos entregarnos cada vez que enfrentamos la muerte. Hasta la más predecible. La muerte toca un punto profundo de nuestra sangre, de nuestra carne, de nuestro ser. Las explicaciones, las ideas, las creencias, hacen que ese punto no sea insoportable. Lo suavizan. Nos hacen creer que no es un punto en la sangre ni en la carne ni en los huesos sino en el alma, en el recuerdo... Un dulce velo encubre ese sin sentido que solo muerte se llama aunque es indecible.
Todavía maltrecha por el punto en la sangre – velo corrido – angustia sin nombre, volví al comedor. Eran las seis de la tarde, hora de comenzar el taller.
Los viejos esperaban ansiosos como siempre. Yo sabía que dibujar era lo que menos les interesaba. Gustaban de ser registrados por alguien, escuchados, mirados a los ojos, acariciados.
Mis años en el geriátrico me habían enseñado que cualquier motivo era una buena excusa para ellos, para sentirse vivos, aunque no dejaran de citar la proximidad de la muerte en cada discurso, en todas las conversaciones. Me pregunté si sentirse olvidados por el mundo no sería lo que acrecentaba esa repetición de la idea. Si los viejos que vivían en sus casas, con sus familias, serían también tan conocidos y conocedores de la idea. Del punto en la carne. Del velo rasgado.
Juanita se reía como siempre y decía “tengo ochenta y nueve años, cuándo me voy a morir no sé”. Lo gritaba por su sordera. Su risa me sonaba siniestra ese día. Tal vez por lo de Lola. No supe si Juanita lo sabía. Era su compañera de mesa, pero no sé si se daba cuenta de su ausencia.
Fui a buscar los lápices a la oficina. Al regresar la noté enseguida. Estaba sentada en su lugar de siempre. El lugar que dejaba de estar vacío nuevamente. Un instante dudé y miré mejor. Pensé que la muerte no solo era inexplicable sino que nos jugaba malas, malísimas pasadas. Me acerqué con miedo a la mesa diciendo para mis adentros que era una ilusión, que evidentemente estaba más afectada de lo que creía. Pero seguía viéndola. Estaba allí, aunque no podía ser. Me pregunté con desesperación si entonces había imaginado lo anterior. La conversación con Marta, con Susana. Y sus palabras. “Era muy viejita...”.
Busqué un pretexto cualquiera para traer a Marta al comedor. Quería que ella la viera. Necesitaba algo que me saque de la horrible confusión. Antes de entrar en pánico.
Marta pasó como si nada por el comedor. Dudé si la había visto. Tal vez la veía y era natural porque lo anterior no había existido. ¿O solo yo la veía? ¿Tanto podría afectarme al punto de alucinar?
Pretendí comenzar con la actividad. Repartí las hojas empezando por la mesa más lejana. Se me ocurrió que podía ser una buena forma de alejarme de la ilusión. Tal vez en unos minutos volvía la claridad. No quería alarmarme más.
Las enfermeras levantaban las tazas de la merienda. Lo hacían apuradas para liberar las mesas. Así los abuelos estarían más cómodos para dibujar. Me daba rabia que no lo hicieran antes. Siempre tenían que convivir un rato los lápices con las tazas y el desorden... Me molestaba. Pensé entonces que ellas tenían mucho trabajo y que hacían todo lo posible. Por un momento me olvidé del temor y de la confusión.
Ver a Marta en la mesa de Lola me hizo volver. Con horror escuché que mirándola le decía “¡No te tomaste la leche! Lola tenés que tomarla, tampoco tocaste las tostadas ¿Qué te pasa?”. Me tranquilizó saber que no alucinaba. Marta la veía y le hablaba. Pero algo estaba mal. Había entonces imaginado todo lo anterior. ¿Qué me pasaba?
Decidí que lo mejor era compartirlo con alguien. Con quién mejor que con Marta. Tenía que decirle lo que había imaginado. Tenía que preguntarle qué hice al llegar, con quién había hablado. Armar el rompecabezas desesperante.
Abandoné a los abuelos luego de darles la consigna.
Ya en la cocina, vi a Susana. Ya comenzaba a cortar papas para la cena. Los viejos comen temprano y son tantos... Susana no hablaba. Pensé que también podía comentarlo con ella, que había participado de la conversación imaginada. Había dicho “ojalá pudiera llegar a esa edad...”.
“Y tan lúcida” dijo Susana en ese mismo momento en que se me heló la sangre. Marta entraba con la taza llena de leche en la mano y decía: “No tomó la leche, ni tocó las tostadas”. Susana se acercó para mirar dentro de la taza. Luego la miró a Marta a la cara y dijo “Y tan lúcida”. Y Marta con ojos muy abiertos sin dejar de mirar la taza dijo “era muy viejita”.
Las dos mirándose se sonrieron con una mueca helada.
Yo permanecía perpleja apoyada en la mesada. Tenía la piel de gallina. Tenía la sangre helada. Supe que no estaba soñando. Que estaba en mi lugar de trabajo. En la plena cotidianeidad de un día de trabajo. No quise decir nada. Preguntar nada.
“No puede irse hasta que no se tome la leche” decía Susana insistiendo. Y agarró la taza. La vi salir de la cocina hacia el comedor. Marta sin mirarme la siguió. Sin dejar de sentir el hielo, el punto en la carne, el insoportable sin sentido y el horror, las seguí.
Me paré cerca de ellas. Vi que Susana se agachaba en torno a Lola. La miraba con los ajos muy abiertos. Marta también los seguía teniendo así. Lola no hablaba ni las miraba. Tenía la mirada fija en un punto adelante, en la nada.
Susana intentaba obligarla: le repetía en tono cada vez más imperativo “Tenés que tomar la leche”. Se lo gritó. Todos los viejos se volvieron a mirar el cuadro.
El tiempo se congeló como mi sangre. Al cabo de unos largos, eternos minutos, dejó de insistir. Lola seguía inmóvil.
Susana se enderezó y se dirigió a Marta que seguía cada movimiento, cada palabra. Con tono resignado, escuché a Susana decirle: “No va a poder, sus labios ya están pegados”.


Texto agregado el 10-07-2008, y leído por 276 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
30-07-2008 En general, me gusto, aunque no estoy segura de haber entendido del todo la historia. Escribes muy bien =) Annalin
 
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