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(Cuento)


El muchacho se le zafó de las manos y se escondió en la yerba de guinea. Sabia que se había soltado por casualidad; que si no hubiera sido porque su amigo era ya un adolescente, aquél policía no hubiera tenido ningún obstáculo para echarle también el guante a él que era mucho más pequeño.

Escuchaba voces acercándose a donde estaba, y se fue escurriendo hasta la parte más espesa del verde yerbal. Temblaba de pies a cabeza. Sentía que el corazón se le quería salir del cuerpo. Presentía que estaba a punto de ser atrapado; la maleza podía ser peinada por un solo hombre aunque éste tuviera que andar con otro a rastras como era el caso. Se engurruñó lo más que pudo, y como si con su propia oscuridad pudiera ensombrecer al mundo entero, y con ello librarse de la fatalidad que le venia encima, cerró los ojos. Ya no escuchaba nada; ni el sonido de las botas, ni los golpes lanzados con la macana a diestra y siniestra, ni las voces de su amigo preso, ni las del policía. Nada. Una suave brisa acarició su cara.

Entonces pensó. Pensó en su madre que llevaba años enferma acostada en una cama, y que en algún momento él la había llegado a mirar como a una extraña. Cuánto tiempo hacia que no podía sentir su calor, su ternura…La vez que pasó por debajo de una mesa de la cocina y se cortó una pierna con el filo de una lata de puré de las que trajeron los americanos, y mamá no estaba. O más tarde, cuando se lastimó esa misma herida, el día que se cayó al suelo mientras jugaba a los patines encima de una botella de vidrio y tampoco estuvo para ayudarlo; ni siquiera para mandar a callar a los muchachos cuando lo asustaban diciéndole que por ahí se le iba a salir el mondongo. Ella tampoco se dio cuenta cuando en una ocasión el niño malo del vecino fue a su patio a hacerle coca (2) a su comida y se quedó el día entero sin probar bocado. No le valieron gritos, nadie le hizo caso. Quizás porque pensaban que los más chiquitos siempre lloran por cualquier cosa.

Luego pensó en su padre. Lo recordó en sus afanes para buscar el sustento de la casa; los tantos oficios que tenia éste que hacer para que no tuvieran que acostarse sin comer por lo menos una vez en el día. Lo miró empujando una carretilla de madera, recogiendo botellas y desechos metálicos como medio de vida; y las veces que lo vio salir machete en manos a desherbar patios por paga. Recordó la vez que lo vio llorar de impotencia, el día que lo desalojaron de la casa que había hecho con tanto esfuerzo cocinándoles a los soldados americanos. Fue en esa casa donde pasaron la guerra y donde escucho la palabra “Viet Nan” y la Palabra “Revolución”, y fue por esa última que tuvieron que dormir en el suelo por mucho tiempo a causa de las balaceras que se producían durante la noche. Allí le enseñaron que los policías no eran amigos de nadie y que unos llamados constitucionalistas eran los amigos del pueblo.

Ahora pensó en sus hermanos y hermana, y se dio cuenta de que al pasar el tiempo se habían hecho cómplice de la misma tristeza, y que compartían la pobreza al igual que el único bocado. Miró a su hermana haciendo de ama de casa cocinando un guiso de tripas de pollo con sus demás amiguitas. No la imaginó caminando por esas calles del pueblo vendiendo maní tostado como de costumbre, quizás porque para ella prefirió elegir el recuerdo que a él le resultara menos doloroso. Sabía que a las hembras se les daba un trato especial en la familia, y que cuando la madre faltaba, ellas ocupaban su lugar en el cuidado de la casa. Pero su hermana era apenas una niña, sólo le llevaba dos años y medio a él que era tan chiquito.

Se imaginó a sus dos hermanos; los vio levantándose a las cuatro de la madrugada para vender café colado, o limpiar zapatos por esas calles de Dios, tratando de conseguir el peso para ayudar a su padre con la manutención de la casa.

Entonces recordó a su abuelo. Su tierno abuelo, su amigo abuelo; compañero de aventuras en la costa del malecón. Con él aprendió a agarrar cucarachas marinas en las arenas de la playa de Güibia, para entonces pescar mojarras y blanquillos; y aprendió que la batata asada tiene mejor sabor que cuando está hervida. Todas esas cosas, y muchas más se las había enseñado su abuelo, por eso no tenia dudas, su abuelo había sido su mejor amigo antes de la pandilla. Cuando su abuelo llegaba a pasarse unos días en la casa, nadie se atrevía a vocearle “mamadeo” y los días eran más bonitos y le parecía que pasaban más rápido que cuando él no estaba. Nunca lo olvidaría. Como tampoco olvidaría la forma en que se inició en el vicio. Aún podía sentir el picor del primer trago de ron que se bebió y que se lo dio su abuelo un día de Navidad. Fue tan desagradable, que no entendió cómo alguien podía echarse eso a la boca. Luego se dio cuenta que eso era algo normal que la gente grande hacia, y que con el tiempo también él tendría que hacerlo. Tampoco entendía por qué cuando su abuelo bebía, se ponía a echar vivas a un tal Trujillo que se había muerto un año antes que él naciera, y del que luego escuchó fue el dueño del país. Se imaginó que el abuelo habría preferido que ese señor no se hubiera muerto, para no pasar por la pena de ver su casa destruida, por orden de los que, según supo, heredaron las tierras donde ellos vivieron tanto tiempo.

Cuando el abuelo murió sintió que se quedó completamente solo.
Fue allí mismo, en el cementerio, precisamente el día del entierro, que se dio cuenta de esa rara soledad, cuando miró a su lado y no vio a nadie; lo habían abandonado, estaba solo con el Zacatecas. En ese momento intuyó que le esperaban días difíciles, que tendría que elegir entre los pleitos con el hijo del vecino, o los cocotazos de sus hermanos.

Fue entonces que tomó la decisión, - si el abuelo no está, ya no volveré a casa.
Recordó que esa noche su papá y su hermano mayor lo encontraron durmiendo en la Oficina Municipal, donde prácticamente vivía el Zacatecas, y aunque no le pegaron, lo llevaron hasta la puerta del cementerio halándolo de las orejas. Pero a él no le importó, había pasado la prueba. Ese día se dio cuenta que si quería podía coger por esos caminos de Dios –como decía su abuelo- y regresar cuando ya fuera un hombre; además, no le había ido tan mal, esa noche comió yuca con arenque, y conoció a Andrés, el hijo el Zacatecas, quien después de ese día sería su amigo inseparable. Días después volvería a aquél cementerio, y además de ir a la tumba de su abuelo, iría también a visitar a Andrés, quien luego le presentaría a sus amigos Félix, Carlos y Manolìn; y más adelante al resto de lo que seria la pandilla.

Su familia no se dio cuenta cuando fue que comenzó a beber y a oler cemento. Pero cuando el hijo del vecino le fue con el chisme a su papá, ya no había nada que hacer; la pela que le dio apenas la sintió, porque tenia el cuerpo anestesiado por ambas cosas. Cuando la pandilla se dio cuenta de lo ocurrido, agarraron al hijo del vecino, y el mismo Andrés se encargó de darle tantos golpes que le rompió tres dientes. Ese día no fue a su casa y se quedó a dormir en el cementerio.
Aquella fatídica mañana se les ocurrió picar algo (2) con los turistas del hotel “El mirador del Mar”, y no se dieron cuenta que lo estaban siguiendo desde que salieron.

Los agarraron de sorpresa.
A Andrés lo esposaron inmediatamente, pero él pudo escabullirse, gracias a que era un solo policía el que los perseguía; además, su amigo que ya era un hombrecito le hacia resistencia y no lo dejaba avanzar mucho. Estaba seguro que si lo agarraban, jamás volvería a ver a su familia, y que lo matarían al igual que matarían a su amigo hecho preso.
Ya no pensó más nada. Sólo vino una larga oscuridad…
La conciencia comenzó a llegarle junto a un frío intenso, arrastrando consigo, como de ultratumba los sonidos y los pasos del verdugo cada vez más cercanos. Y salida de un lugar muy escondido de su ser se dejó escuchar la voz de Andrés que lo llamaba angustiosamente,-Tomaaaaàss…, Tomaaaaaàsss…
Cuando creyó que era inminente su captura sintió que una mano poderosa lo sujetó zarandeándolo con violencia, haciéndolo despertar bruscamente dejando salir del fondo de su alma un alarido de terror – No me mate… no me mate…no me mate…
- Vamos, mi pana despierte. No se me vaya a morir ahora, soy yo Andrés su panal, míreme…
Los ojos lagañosos del moribundo dejaron de dar vueltas sobre su órbita y tranquilizándose, fijó la vista sobre el rostro de quien le hablaba de aquella manera tan fraternal. Cuando por fin sus ojos se aclararon, pudo contemplar aquella figura barbuda y harapienta, en cuyo rostro maltratado se dibujaba la angustia amorosa de quien está a punto de perder lo único que le queda en la vida..
-Qué le pasa varón, ¿me va a dejar solo? Venga, levántese de ahí pa` que se quite tò esa baba -decía Andrés, mientras le apartaba del cuerpo la sabana mojada ya podrida, sucia y maloliente.

Tomas empezó a darse cuenta de lo ocurrido: otra vez tuvo otra crisis; le había dado el ataque epiléptico. Miró el afán de quien además de ser su amigo, había llegado a convertirse en la única familia con quien podía contar, y dejó escapar la misma pregunta que le hacia cada vez que recobraba el conocimiento -¿y el policía?. Andrés, qué pasó con el policía, por qué no nos agarró presos, por Dios, dime…que me estoy muriendo…
Su voz era como un jadeo latigoso por la flema en los pulmones.
Andrés miró el rostro cadavérico de su amigo, y al ver los mismos ojos casi apagados del niño que conoció hacía algo más de treinta años, se dio cuenta que ya no valía la pena seguir callando.
- Lo matamos. Tomás, lo matamos. Tu papá y yo lo matamos. –Dijo.
- Qué fue lo que ocurrió – preguntó Tomás buscando comprobar lo que siempre se había imaginado.
- Tu vecino – continuo Andrés- había dado parte a la policía pa` que nos agarraran y nos mandaran a la casa verde (3) por los golpes que le dimos a su hijo. A tu papá se lo dijeron, y cuando vio que no llegaste a dormir, se fue temprano pa`l cementerio con su carretilla a buscarte, y cuando salimos, nos siguió atrás. Cuando el policía te iba a echar mano, que te dio el primer ataque, tu papá creyó que te había hecho algo y se acercó por atrás y le dio un palo en la cabeza; él no se murió de una vez y yo no tuve mas remedio que agarrarlo pa` que tu papá lo rematara…Por eso fue que se fue y no volvió más.
- Qué pasó con el cuerpo- preguntó Tomás.
- Lo tiramos en la carretilla, lo tapamos con unos sacos y cuando oscureció lo llevamos al cementerio y lo metimos con otro que mi papá había enterrado ese día.
Tomás intentó nuevamente recordar pero no pudo, la tuberculosis y el alcohol gastaron su cuerpo y le robaron su memoria. Sus recuerdos se habían convertido en aquel sueño que se repetía siempre después que le daban los ataques y era la única ocasión en que podía volver a vivir los momentos mas felices de su niñez,
y también los más amargos, como era aquella persecución que sólo terminaba en el momento en que iba a ser atrapado.

Ahora podía entenderlo todo, y confirmaba aquel presentimiento con que había vivido después de aquel trágico día. El sueño era un mensaje. Un mensaje de alguien que clamaba justicia por un crimen que quedó impune en el tiempo, que no tuvo razón de ser, y él fue el medio elegido para hacer pagar por ello.
Abrió los ojos lo más que pudo y contempló la claridad del nuevo día asomándose a la puerta de aquel edificio abandonado donde casi siempre pasaban la noche, y por primera vez percibió el hedor que lo envolvía todo y que comenzaba en ellos mismos. Intentó levantarse del chamuscado colchoncito que le servia de cama y no pudo; mientras, su amigo lo cobijaba con su propia sàbana como un padre tierno. Entonces dijo como el que va a morir – quiero que te entregues, el castigo que hemos padecido es mas grande que el que merecíamos, y la vida que hemos vivido no ha valido la pena, mira en lo que termina, anda, entreg…
Una tos flemática le entró de repente y el vaho a alcohol envolvió el cuarto por completo. Andrés se dio cuenta de que estaba llegando la hora y lo abrazó. Gruesas lágrimas mojaban su cara.

Se dejó escuchar la voz del moribundo que clamaba por última vez - entrégate…
Andrés se apartó enjugándole los ojos. Agarró la botella del ron que le había quedado de la noche anterior; se tomó un trago, se limpió la boca, y…caminó.
Desde la puerta miró cómo su amigo se iba encogiendo. Mientras, Tomàs tenía su último sueño para no despertar jamás.
Andrés se entregó.
Dicen que cuando abrieron la tumba, tan sólo encontraron un cuerpo; el del policía nunca apareció.



FIN


© Pablo Martìnez

(1) Hacerle coca: arrebatarle.
(2) Picar algo: Conseguir dinero; pedir.
(3) Casa Verde: Casa Albergue; correccional.
De:www.utopiasverdes.blogspot.com

Texto agregado el 20-07-2009, y leído por 257 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
13-09-2009 Conmovedor...què màs podrìa decir...muak! trixixita
13-08-2009 buen texto, muy bien narrado.¿Cuantas de estas historias pasan en la vida real? 5 ***** sumargui
29-07-2009 Un texto interesante, una combinación de tragedia, con recuerdos que motivaron la vida del protagonista, todo muy bien elaborado******* JAGOMEZ
 
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