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Me encontré su cuerpo entre los cañaduzales. La boca se me hizo agua; yacía desnuda y agarraba con su mano derecha el prado mientras con la otra pretendía ocultar, de las miradas de quienes hallasen su cadáver, su entrepierna. Sangre coagulada no dejaba ver las comisuras de sus labios mientras sí se veían los dientes a punto de caer. La lengua parecía demasiado grande para el conjunto de su cara. Las rodillas estaban juntas mientras los tobillos se empeñaban en separarse. El cabello era una mezcla de barro y algo semejante a semen. Éste último era quizás demasiado por lo que parecía, había sido ultrajada por toda una pandilla. Me quedé contemplándola un buen rato. El espectáculo era delicioso y desgarrador sobre todo por la opulencia de su desnudez y por el sufrimiento que aún delataban sus ojos terriblemente abiertos. Esos ojos aún brillaban, aún miraban. Algo de morbosa excitación me hormigueaba por todo el cuerpo. Pese a que quería quitarle la vista de encima no lograba hacerlo. Prolongaba el momento, aplazaba le decisión de largarme dejando el cuerpo para las aves negras. Si no descubrían pronto sus restos vendría cada tanto a disfrutar del espectáculo, de la caricia olfateable de sus podredumbres.

Hasta que vino el desvanecimiento. Sí me había asombrado hacía unos instantes el no sucumbir a mi sempiterna debilidad a la sangre. El entorno se me fue haciendo amarillo. Lucecitas se me manifestaban aquí y allá. Me maldije por la pusilanimidad justo cuando descubrí la tristeza que me embargaba. Los ojos me ardían por lo que las lágrimas que pronto aparecerían se me antojaban como un alivio, tanto para el dolor ocular como para el del alma, el curioso dolor del alma. Luego vino la sed; tuve la sensación de haber lamido varillas durante horas. La boca me sabía a hierro. También el olor a fango me sacudió. Olor a blanqueador. Con lentitud me fueron doblegando los síntomas hasta que caí de rodillas. Después, de espaldas. El azul cristalino de un cielo lavado por la lluvia reciente me hirió las retinas y los tercos globos oculares, aún así, permanecieron abiertos. Fue ahí cuando lo entendí todo. Empecé por sentirme sola. Pronto vendrían los buitres a picotear mis senos expuestos a la intemperie. Quise moverme pero era inútil; permanecería quieta la eternidad y el frío me calaría en los huesos mientras punzadas con mi hediondez surcarían el aire de aquél paraje solitario. Y sin embargo, el aroma no sería tal para nadie pues pasaría mucho tiempo antes de que alguien encontrara mis ojos abiertos, mis dientes rotos, mis rodillas juntas, mis manos y las hebras que sujetaban.

Texto agregado el 12-12-2009, y leído por 317 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
23-02-2012 Lo he leido, deprisa, hasta el final. Me quedó una terrible inquietud. Volví a leeerlo más despacio porque algo se escapaba. Es díficil y cruél. Esa mirada neutra de camara fotografíca da mucho más miedo que los gritos. ******* larsencito
27-12-2009 buen texto que despliega la alegoría del desdoblamiento final de la muerte. saludos, camarada. quilapan
23-12-2009 Parece que la idea confundir al lector es totalmente intencional y es muy creativa tu narración. Al principio un tanto perversa y luego muy conmovedora. Muertelenta
 
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