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Una mañana fui a un poblado aledaño. El paso de la yegua, resonó en el empedrado dos horas después. El pueblo de Zozocolco Tan rico en paisaje. La iglesia grandiosa, algunas casas donde la opulencia había dejado pisadas. Ahora yacían abandonadas, la maleza crecía en los jardines y, las enredaderas, trepadoras indomables, subían por las paredes. En los tejados, como tordos centinelas se balanceaba uno que otro helecho. Las puertas cerradas, las ventanas con vidrios rotos y la madera quemada y retorcida. Supe que sus dueños se fueron a la ciudad de México, que hicieron riqueza comprando y vendiendo vainilla y que cuando ésta bajo de precio, simplemente tomaron su capital y se fueron.
El campo no da para tener todos los hijos en el ejido, y es simple, las tierras no se estiran y para cultivarlas requieren de asistencia técnica y capital. La gente se va, unos por que nacieron para la aventura, pero la mayoría para no morir de hambre y soñar con la esperanza de una vida mejor. Me puse a escribir de la angustia de la madre que una mañana se da cuenta que el hijo mayor no está.
LA MADRE
El agua fría sobre la espalda le arrancó un resoplo que borró los hilachos de un sueño inquieto. Pero la mañana no se desperezaba, el resplandor de la luna bañaba el dormitorio de su madre. Dejó en su mesa un desayuno frugal; la intención de un beso en la frente y una nota de despedida. A través de la ventana contempló el patio y perfiló los árboles con la mirada y, por un instante se vio jugando con sus hermanos mientras su madre le daba de comer al cerdo. Tomó su breve equipaje y se fue. Habían pasado dos años y la madre seguía puntual con la manutención de la prole, pidiéndole a la virgen por el hijo ausente y llevándole, cada quince días, una veladora al templo.
Hacia dos años que ella tallaba la ropa con furia, deseando fragmentar la tristeza, aunque sólo conseguía erizar el dolor; anhelaba sacar del pensamiento al hijo ausente.
Una mañana, al despertar, encontró sobre la rústica mesita, al lado del rosario, su taza con leche y una nota. Supo que él había vuelto cobijado por la madrugada y fluyeron sus lágrimas, formando un regato por donde corría el dolor de dos años; ¡sus ruegos no habían sido en vano! Lloviznó sobre su alma y la piel tornó luminosa, como si dentro tuviese una luna en floración. Suspiró dándole gracias al Señor y la vigilia de dos años se transformó en un manto placido y restaurador.

Texto agregado el 02-01-2010, y leído por 497 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
25-05-2010 Grande, Rub. Con el sentimiento que caracteriza tus letras y ese ambiente cotidiano, rural, que obliga al ector a vivir unos instantes de esa vida. Genial :) nayru
03-04-2010 Un trabajo bien realizado. Letras claras que hacen sentir esa amargura. 5* Catman
10-01-2010 El dolor más grande que toca el corazón de una madre es la partida del hijo. Su ausencia, su recuerdo, su olor, sus prendas, todo sabe a tristeza. Pero el sol viene a iluminar el alma enferma cuando aparece. Por un momento me vi reflejada en tu relato cuando el distino quizo que pisara suelo americano. Me has hecho soñar, amigo poeta. inkaswork
03-01-2010 Me recordó mi historia.Estoy viendo llorar a mi madre por mi partida. Y ahora me pregunto donde se habrá escondido mi padre para no verlo llorar. Gracias por el recuerdo. azucenami
02-01-2010 Como en hijo prodigo él llego a ti amigo me encanto tu texto mis felicidades ***** y besos para vos Ruben NILDA yo_nilda
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