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LA PICADA DE DON JUACO

El viento del atardecer golpea mi rostro con esa suavidad que caracteriza las tardes quietas de invierno y me trae a la memoria, sin saber porqué, la temperatura de tus manos. Qué absurdo puede parecer; sin embargo, cuán real es para mí.
He regresado al lugar que en las novelas de misterio señalan como: “la escena del crimen”. Es el escenario natural donde todo comenzó o al menos, se inició la trama vivida por dos personajes que solían encontrarse en aquélla virtual atalaya oceánica, refugio de pescadores, soñadores, pintores y poetas.
Dicen que esos roqueríos como pintados de negro y blanco por el guano de las gaviotas, han sido testigos de muchas cosas, incluso de un crimen que nunca se aclaró. Tú los conocías desde siempre o tal vez desde hace un par de años, cuando descubriste el viejo restorán de tablas despintadas que a diferencia de muchas otras picadas costeras, guardaba entre sus muros – además de lo pintoresco del lugar – una cuota de magia que entregaba la cercanía de la rompiente, la arena húmeda y el sonido lejano de las aves marinas, que buscan donde anidar o dormir lejos de la ciudad.
Llegué hasta este rincón del litoral casi movida por una inercia de recuerdos y me di cuenta que nada había cambiado: todo estaba como la última vez que vine y pensé que sólo Neptuno era capaz de evitar la contaminación de los humanos y sus desperdicios lanzados a cualquier parte. Afortunadamente no genera votos electorales el inyectar cemento a la antigua senda utilizada por contrabandistas y antes que ellos por piratas y corsarios.
El restaurante con su letrero chueco por el viento y sus tablas pintadas, sigue teniendo esos manteles a cuadros y casi sin colores definidos. También mantiene el extraño techo que da la impresión que el viento weste – en su próxima ráfaga – se lo llevará a cualquier punto del océano. La terraza continúa mirando el ocaso y la rompiente, mientras el estacionamiento une piedras, tierra y arena, equitativamente.
No. Nada ha cambiado, todo sigue igual, incluso parece que el tiempo se hubiese detenido justo cuando el astro rey comienza a coquetear con el horizonte y para ello le pinta de colores las nubes del atardecer. Hoy no hay arreboles que presagien un nuevo día soleado; por el contrario, el sol baja hasta las olas sin dar visos de una noche estrellada o de una luna nueva. Será una noche oscura, casi negra, como esas que cuentan los pescadores, en las que cualquier cosa puede suceder, y estoy segura que a pesar de eso, vendrán los enamorados a disfrutar de la oscuridad cómplice de sus juramentos de amor. Dirán te amo, con la seguridad de que no habrán oídos intrusos escuchando, y mentirán, vaya que sí, mentirán como tantos otros lo hicieron anteriormente.
Me parece ver a lo lejos la figura del pintor desgarbado, aquél que esperaba el atardecer para pintar su obra maestra. Sólo amaba ese momento cumbre del sol en el horizonte, y me pregunto si es él, el que está allá a lo lejos y si habrá logrado su objetivo. Lo recuerdo con un pucho en la boca y una cerveza semi-enterrada en la arena, mirando el faro lejano que destellaba como hoy. Es jueves, un día como cualquier otro de la semana, pero en el pasado era especial. Llegábamos hasta este lugar y juntos mirábamos lo que ahora veo sola y no éramos los únicos que disfrutamos del atardecer con un trago preparado por don Juaco. No sé por qué lo apodaban así. Era el dueño, el barman, el mozo y el vigilante del viejo restaurante; medio loco y más mentiroso que cualquier pescador; extravagante y a veces sabio. Decía conocer todos los mares en los cuatro continentes y haber dejado en cada puerto de ellos... un amor esperándole.
Sus cuentos los respaldaba con versos escritos y colgados como cuadros en los muros del restaurante; en uno de ellos decía:
“Zarpé de Ceilán una tarde
dejando tras de mí,
el recuerdo destronado a posteriori
de una colorina con ojos verdes.
Y al arribar a Tokio
una japónesita de kimono
amarillo limón
alegró mi corazón..
Crucé el Canal de Panamá,
con una cubana entre mis brazos,
y en Ámsterdam dos bailarinas exóticas
me olvidaron por un capitán inglés. ”
Don Juaco mentía a su clientela proezas amatorias en sus versos, del mismo modo que en esos relatos... de viajes que nunca hizo:
Los vientos me llevaron
Por océanos sin límites
Y en más de una ocasión
en tierra me dejaron,
náufrago de barcos
y de amores
y deambulé por el mundo
hasta encontrar
este rincón
donde el güiro
reina en la rompiente.
Para los visitantes, el viejo marino era tema de conversación y también de cálculos; los más matemáticos aseguraban que era imposible navegar y amar al mismo tiempo, pero don Juaco insistía en sus versos y nadie tenía el suficiente valor para desmentirlo, tal vez porque todos, de una u otra forma, mentían también.
Nosotros éramos como todos: buscábamos el viejo casco del restaurante para las citas al atardecer. Lo mismo hacía esa otra pareja de los días jueves.... Ella de oscuro pelo recogido sobre la cabeza y anteojos. Él con el aspecto del típico empleado público, de aquéllos con manguilla y timbres, usaba un abrigo algo raído, algo arrugado y una carpeta de la que extraía papeles cada vez que alguien entraba al lugar. Encendía una pipa con aires de importancia y hacía durar su cerveza hasta la tibieza total.
Nuestros encuentros estuvieron siempre marcados por las inclemencias del tiempo: algunas veces fueron en medio de un soleado atardecer; en oportunidades noches de viento y neblina; en ocasiones lluvia o temporal; las más veces nos acompañó el viento, azotando las viejas tablas sin clemencia ni mesura. Hoy que he regresado, llueve lentamente como aquel día en que vestías gabardina y había pasado mucho tiempo sin que tu mirada y la mía enloquecieran diciéndose cosas, que frente a testigos no se pueden expresar. Esas que alguna vez murmuramos al atardecer..., esas que dejamos de decir y de escuchar en medio de la prisa y del caos de un encuentro inesperado.
Desde aquellos días han transcurrido cientos; todos ellos en un silencio cómplice porque yo no quise preguntar y tú nunca diste una explicación. Así, ambos dejamos que el calendario hiciera de las suyas.
No quise saber lo que te ocurrió aquélla tarde..., te esperé hasta la entrada de la noche mientras el viento me gritaba brutalmente: vete, él no vendrá. Me alejé de allí, como quizás muchas otras mujeres lo deben haber hecho alguna vez, sintiendo rabia, burla y traición. Una mezcla extraña de sentimientos y frustraciones. El día anterior me hablabas de amor, pero era sólo un juego que conocías de memoria: primero era la conquista y una vez obtenido lo deseado, perdías el interés. Lo supe tardíamente, te había amado con el corazón abierto, sin excusas, sin explicaciones, sin preguntas y sin respuestas. No deseaba promesas que ninguno de los dos podríamos cumplir..., tal vez sólo un poco de sinceridad en lo que sentíamos.
A ti te ocurrió algo diferente y a destiempo. Cuando todo lo tenías cómodamente olvidado, cuando nada del pasado te sacudía la conciencia, cuando todo era calma en tu vida, así, de improviso, te encontraste conmigo donde nunca habrías imaginado hallarme y entonces prestaste atención a lo que decía: escuchaste cada palabra tratando de encontrar un mensaje oculto que te diera alguna luz, que te indicara lo que sentía o lo que experimentaba al volver a verte.
Buceaste en mi mirada tratando de descubrir los restos náufragos de mi amor, pero me refugié en ese auditórium femenino, que sostenía en tu casa una reunión, que más que tal parecía terapia grupal, y entonces, para ellas, enfaticé, dramaticé y exageré esos encuentros clandestinos que me habían marcado, con ese misterioso y nunca vuelto a ver hombre casado. Tú cara era un poema y me sentí asesina de mis propios recuerdos y de mi sentir. Por eso he vuelto al lugar donde todo comenzó, tal vez intentando encontrar justicia que castigue el crimen que cometí: asesinar tu recuerdo…frente a tus propios ojos.



Texto agregado el 11-04-2010, y leído por 195 visitantes. (0 votos)


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