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LUNA DE OTOÑO

En el cielo otoñal hay una débil luna nueva a la que no quiero perder de vista. Soñadoramente y sin meditarlo le develo un secreto, un anhelo muy íntimo. Ella me mira desde la bóveda celestial donde se rodea de una corte de estrellas y tengo la impresión que sonríe divertida ante mi petición, aunque en cierta forma entiende y sabe de lo que hablo.
Otros, antes que yo se lo dijeron y posiblemente hasta lo imploraron. Durante unos minutos mantenemos un diálogo silente, hasta que titilan velozmente las estrellas cercanas y ella me otorga su venia para remontar ese vuelo onírico y loco que me lleva a sobrepasar los más altos contrafuertes cordilleranos, mientras bajo mis pies quedan inmóviles los profundos valles y las nieves eternas del paisaje Andino.
Rápida como el viento nocturno cruzo la lisa pampa argentina, me parece casi ausente de vegetación y largamente plana, como una llanura sin fin, pero no me detengo a observarla, busco afanosamente el Atlántico que está preocupado de besar y amar al continente y en ningún caso atento a mi vuelo nocturno. Más allá de las riberas ardientes del Brasil el oleaje cambia y aumenta al compás de los vientos; esporádicamente alcanzo a divisar una que otra embarcación a vela, una que otra embarcación mayor. No me interesan ni me preocupan. Mi ruta está marcada por la rosa de los vientos, quiero llegar hasta un ático frente a la Alhambra.
Antes de llegar recorro parte de los alrededores de la ciudad mora; mi mirada busca las casas blancas que parecen colgadas en algunas laderas o bien conforman pequeños poblados. La ciudad y sus calles plasmadas de historia, me hacen pensar en que algo quedó grabado del alma y del espíritu de muchas Sherezades de la época de los moros.
En un edificio que mira románticamente a la iluminada Alhambra está mi objetivo de esta noche. Tras un ventanal un sillón del tipo confortable me dice que suele acoger entre sus cojines de plumas a su amo cuando cae el sol y él medita con una mano en la sien y la otra sobre las piernas. Silenciosamente me poso en el balcón, hago a un lado la cortina blanca que cubre el ventanal de extremo a extremo, y entro. No conozco el lugar, pero pienso que todos los pisos son más o menos iguales, y me desplazo ante la mirada incrédula de una gata negra que al mirarme eriza los pelos de su lomo, en una actitud poco amistosa. Me sigue con la mirada mientras yo busco el dormitorio principal. Imagino antes de verlo que es un lugar ordenado, porque su dueño también lo es. Lo imagino cálido, porque también lo es. Entonces casi con timidez abro la puerta y ahí está él; duerme abrazado a una almohada.
Me despojo del abrigo que me sirvió de protección para el frío andino y que frente a esa noche cálida no es necesario. Me acerco en puntillas hasta su cama y lo miro en silencio. Me cuesta distinguir sus ojos porque su cabeza está semienterrada en la almohada y todo su cuerpo yace apoyado sobre un costado. Más que escuchar siento su respiración acompasada. Sus manos aferradas a las blancas almohadas están quietas y en posición de reposo total. Me doy cuenta que yo las deseo despiertas e idealmente sobre mi piel.
Lo miro, no puedo dejar de hacerlo, estoy como hipnotizada con su cercanía. No puedo dejar de desear tocarlo y de recorrer cada centímetro de su anatomía con una caricia sin fin. Se mueve y cambia de posición; me da la impresión de que sueña y yo ruego ser la protagonista de esa sonrisa que se le escapa. Me cuesta controlarme, quiero sentirlo a mi lado, conocer su calor y el sabor de su piel. Anhelo sus besos e imagino que su boca enloquece amando a la mía.
No puedo resistirme; con movimientos quietos, leves, busco su cuerpo tibio bajo las sábanas, inicialmente temerosa de despertarlo, luego audazmente mis piernas abrazan las suyas que se agitan junto a la suave tela de su pijama. Me apego a él, que dormido se deja acunar y abrazar. Sonrío al verlo tranquilamente entregado a mis brazos, recorro despacio su rostro con mis labios y me emborracho con la temperatura de su cuerpo. Él se mueve inquieto, parece sospechar quién está junto a él y bajo sus sábanas. Me abraza y puedo sentir el poder de sus brazos y la fuerza de su tórax.
Es tarde, pronto comenzará a amanecer, me siento culpable, pero devuelvo caricia por caricia hasta que brota un incendio entre su cuerpo y el mío. Lo amo y me ama sin preguntas ni respuestas. Sus sábanas se transforman en el único testigo de esos quejidos que grafican el placer de estar juntos...
Se vuelve a dormir, y al hacerlo murmura cálidamente en mis oídos un te amo y yo siento que nada me puede hacerme más feliz que eso, pero debo regresar, mi tiempo se acaba y me espera el camino que me marcó la luna. No puedo quedarme a ver el amanecer junto a su ventana.
Debo volver mientras exista la oscuridad cómplice de esta noche de luna nueva, y dolorosamente me despido de sus cobertores, de sus sábanas y de sus almohadas...Y me alejo en busca del camino que ya he recorrido horas antes...
Junto a él se quedan mis deseos y en su mesa de noche el último beso.
La frialdad de los Andes congela en mi cara la felicidad vivida y a la vez marca profundamente la huella del sollozo de la despedida. La luna – al verme de regreso - me mira fijamente, mueve sus cachos y casi puedo leer en sus ojos lo que está pensando:
- Todos los enamorados son iguales…
- Iguales de tontos…!



Texto agregado el 11-04-2010, y leído por 163 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
12-04-2010 Bonita historia quiza un sueño bien contado incluso la parte erotica un tanto sutil Rocxy
 
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