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JUEGO AEREO

La vi desde lejos. Estaba sentada en esas típicas e incómodas sillas plásticas mal llamadas anatómicas y que tanto abundan en los aeropuertos del mundo, las que al final resultan brutalmente incómodas para una permanencia prolongada. Leía un libro y lo hacía concentradamente sin que le afectara o le molestara el movimiento de personas y equipajes que había en los alrededores de su asiento.
Desde mi punto de observación – el descanso de la escala que lleva al segundo piso del recinto – era posible apreciar el ir y venir de los viajeros. Experimentaba la sensación de tener en mi mirada una suerte de lente especial, con un gran angular que registraba la amplitud del lugar, y un zoom que me acercaba hasta el último detalle de lo que estaba observando. Mis ojos se movían de un lado a otro: peinaba cada rincón, pasillo, puerta, mesón, asiento o ventanal del lugar. Junto con rastrear el gran hall, registraba y catalogaba caras, expresiones y movimientos que hacía la gente. Era para mí como un juego, lo hacía siempre mientras cumplía con mis obligaciones de rutina.
Ella estaba tan absorta en su lectura que no la inmutaban los gritos de despedida o de bienvenida de los pasajeros que llegaban como oleadas al amplio hall cada vez que se abría una de las puertas de acceso al recinto. Vestía un traje-pantalón de buena marca de color negro y ribeteado de rojo, tonalidad que le restaba seriedad al práctico conjunto. A su lado en la butaca vecina descansaba un maletín más bien pequeño, de esos utilizados para trabajar mientras se está en viaje y que en su mayoría contienen un computador personal. Un maletín aparentemente fácil de transportar gracias a su larga correa casi cubierta por un abrigo de color rojo intenso, que complementaba su elegante vestuario. Me llamó la atención que llevara gafas de sol en un día de lluvia, porque aquella mañana de finales de julio – pleno invierno en el hemisferio sur – había mal tiempo y por alguna razón técnica o tal vez relacionada directamente con el clima imperante, los vuelos del aeropuerto habían sido cancelados hasta nuevo aviso.
Algo había en su concentración que me obligaba a mirarla continuamente. En los inicios de mi observación me costó descubrirlo, pero a medida que pasaban los minutos fui experimentando la sensación de que ella – pese a su tranquilidad e inmovilidad – estaba alerta o atenta a algo o a alguien, lo que naturalmente me hizo suponer que debía ser el próximo anuncio de la salida de su vuelo.
Debo reconocer que a diferencia de muchas otras personas que también esperaban lo mismo, ella nunca miró el reloj que llevaba en su muñeca derecha. Simplemente estaba allí: sentada, tranquila, leyendo y con el maletín semi-cubierto por el abrigo, mientras sus bien cuidadas manos sostenían el libro.
El mediodía había pasado y hasta el recinto llegó una nueva ola de pasajeros que ingresaron apresuradamente, casi corriendo, al tiempo que arrastraban bolsos, mochilas y maletas. Pensé que formaban parte de una delegación o de algún tour, porque grupalmente se dirigieron hasta uno de los mesones de atención de una compañía aérea y una vez allí, sus bromas y risas terminaron: habían sido advertidos del retraso sufrido en las diferentes salidas de los vuelos de ese día. Fue divertido observar cómo sus gestos y expresiones cambiaban abruptamente: algunos se tomaron la cabeza a dos manos, otros dieron pequeños golpes sobre la pulida superficie del mesón como intentando manifestar su contrariedad, y varios que no sabían cómo justificar la carrera contra el tiempo que habían realizado por las carreteras para llegar a la hora al aeropuerto, en un taxi que además les cobró tarifa doble por los riesgos de la prisa. El desánimo se adueñó del grupo y no fueron pocas las expresiones verbales de subido tono que se escucharon, pero no tenían más remedio que esperar como tantos otros desconociendo la hora de su próxima partida, y menos aún, el arribo al destino final, y así fue como muchos se desperdigaron por los salones de espera, iniciando algunos un recorrido por las tiendas, mientras otros más tranquilos o con más experiencia buscaban un asiento libre y cómodo que les permitiera esperar con cierta tranquilidad la salida del vuelo.
Tanto observar de un lado a otro en el aeropuerto, he podido aprender que aquí se vive un mundo diferente, donde no sorprende que un pasajero en el último minuto cambie de opinión y cancele su viaje. Nunca he tenido tiempo como para investigar el porqué de una determinación de esta naturaleza. Pese a ser un tema interesante, me parece privativo de quién la toma y aquél día una situación de ese tipo no me preocupaba. Desde lo alto continuaba observando las caras de los que recién llegaban y de pronto recordé la figura de la lectora que como grabada a fuego permanecía en mi memoria: pelo oscuro y ondeado; gafas de sol que me impedían descubrir el color de sus ojos y pantalones que ocultaban unas piernas firmes y torneadas. El movimiento de sus manos me recordaba el de un abanico y al verlas en movimiento, creo sentir un cosquilleo interno, un deseo intenso de sostenerlas apretadamente entre las mías. La busqué en el amplio recinto, temiendo que hubiese cambiado de lugar, pero ella continuaba en la misma silla anatómica.
A diferencia de otras, a mí no me gusta estar fija en una esquina: prefiero deducir – sin conocer ni hablar con la persona observada – cuál es su actividad, profesión u oficio, o bien descubrir sus características personales. Este juego me ha dado buenos resultados en otras ocasiones. No me doy cuenta cómo se pasan las horas, o como ahora para cuando no tengo otra posibilidad que armarme de paciencia y esperar a que los vuelos se reanuden. Según mis cálculos habrá – a lo menos- 3 horas de espera, tiempo suficiente para observar el ir y venir de la gente. Allí había material suficiente para unas cuantas horas de juegos en el aire, como suelo llamar a mi actividad de observación. Por ejemplo, la chica que se encuentra al fondo del interminable hall es lo que yo denomino una hippie harapienta o bien una hippie-loca, que es más o menos lo mismo. Siempre catalogo estas criaturas por los artículos que portan sobre sí: mochilas y bolsos.; además suelen sentarse como indios en el suelo y la chica estaba así, con sus largas piernas cruzadas y entre ellas su mochila, que virtualmente iba vaciando sobre el piso. Tenía el pelo largo, crespo y de un color cobre viejo; habría podido jurar que hacía mucho tiempo que no lo cepillaba, escobillaba o peinaba y que, el último lavado se perdió en alguna hoja del calendario en quién sabe qué país. Era una trotamundos internacional: llevaba encima todo cuanto había comprado en otros países: sombrero boliviano, bolsa peruana, bordados guatemaltecos, aros mexicanos y botas vaqueras. A sus harapientos implementos internaciones se sumaban un par de trajinados y desteñidos pantalones de mezclilla, unos calcetines de lana artesanal y un chaleco corto que se acompañaba de otro más largo. Sin lugar a dudas que la chica no era una Top-model, pero vivía o viajaba a su manera, seguramente mantenida desde lejos por sus padres o por la caridad interesada de algún pariente, que no la deseaba cerca. Vaciaba la mochila sin que le importara la impresión que causaba a su alrededor; lo hacía como una ave de rapiña, introduciendo sus brazos hasta el fondo de ella y con cierto grado de desesperación, según sus movimientos. Algo importante había perdido... No quise aventurar qué era aquello, pero no me habría asustado que fuese algún tipo de estimulante, porque hablaba sola mientras se recriminaba por su perdida. Sí yo fuese más crédulo y más inocente pensaría en un tesoro incaico, pero sabía que no había tal. Ella sin orden ni método hizo montones a su alrededor, separando papeles de bolsas plásticas y de ropas, y de pronto levantó los brazos al cielo, en un gesto casi teatral de agradecimiento a los dioses de la lluvia... Al parecer había encontrado lo que buscaba y regresó rápidamente al interior de la descolorida mochila todo cuanto había dejado sobre el piso. Se incorporó y en un solo movimiento – mil veces realizado- la colocó en su espalda. Una vez de pie sacudió su desgreñada cabellera y se alejó a grandes zancadas, tal vez en dirección a los baños de ese sector del aeropuerto o bien, en busca de la salida. Se perdió de vista ante las miradas extrañadas de quienes se cruzaron con ella: su altura y aspecto era todo un espectáculo en su veloz desplazamiento y yo volví la mirada a la mujer del libro, pensando nuevamente que ya no estaba allí, pero me equivoqué... ella continuaba absorta en su lectura y a sus espaldas descubrí que se movía sigiloso un hombre vestido con un impermeable.
Me recordó esas viejas películas de corte policial; en su mano izquierda llevaba lo que me pareció como unos papeles enrollados, tal vez un periódico, quizás unas revistas, no estoy seguro. Se acercó lentamente a mi lectora, como intentando que ella no lo descubriera, y yo automáticamente me pregunté ¿qué ocurrirá? Seguí cada uno de sus movimientos y de sus pasos. Él estaba cada vez más cerca, siempre a espaldas de la mujer. Tal vez a sólo centímetros de su cuerpo y ella, ignorante de cuanto sucedía a su alrededor, continuaba semi-inclinada en su lectura.
Por su maletín y forma de sentarse había tenido una primera impresión: era una mujer-ejecutiva, posiblemente una viajera frecuente; tal vez una empresaria, pero algo en ella me gritaba que era especial, como el desplazamiento del hombre me decía que la conocía. A partir de ese momento no dejé de observarles. Se acercaba como si estuviera jugando a las escondidas. Su cabeza prácticamente se hace una con la de ella, le habla o la besa en el cuello descubierto por la posición de la cabeza, no estoy seguro, y me sorprende una rabia sorda, nunca antes experimentada en mi viejo juego, que me envuelve sin explicación. Insisto en prepararme para ver algo increíble como resultado de la hazaña varonil. No alcanzo a tejer ninguna historia ni a esbozar una simple conjetura: ella se levanta y gira sobre sí misma en un rápido y único movimiento. Él abre los brazos y la refugia cálidamente entre ellos. Es un abrazo intenso, que me molesta profundamente. Presumo – porque no alcanzo a ver con claridad desde mi punto de observación-, que han intercambiado besos en las mejillas y musitado algún saludo que nadie escuchó, y después han iniciado un paseo por el amplio hall central del aeropuerto. A ratos sus cabezas se juntan, ríen o se detienen en uno de los múltiples locales de ventas de souvenir. Se miran a los ojos y sonríen, y yo sospecho que todo aquello es como una caricia lenta y continua. Es curiosa la pareja: un halo amoroso los envuelve y persigue por el aeropuerto y no puedo impedir que mi imaginación enloquezca: ella lo esperaba. Él vino a su encuentro.
El brillo de sus ojos la delata, tal vez se aman. Él es feliz a su lado, se siente cómodo en su compañía, parecen amigos, quizás amantes o bien sólo dos seres que disfrutan intensamente del placer de la mutua compañía. Son... ¿quiénes serán?
Me interrogo y quisiera acercarme a ellos y olvidarlo todo y simplemente preguntarles: ¿Cómo se llaman? ¿Dónde viven? ¿Qué hacen, cuánto tiempo se conocen, qué los une, por qué sonríen, por qué se miran tanto a los ojos?
Quisiera saberlo todo sobre ellos, pero empecinado y molesto continúo con mi observación y calculo que aún tengo una hora y media a mi favor. Un crío arrancado de las manos maternales aterriza entre las rodillas de ella y por sus movimientos me doy cuenta que es madre: deja de mirar a su acompañante y sé encuclilla hasta quedar a la altura del pequeño; le habla, lo tranquiliza, lo acaricia y luego levanta la mirada en busca de la progenitora perdida, que desesperada se acerca y agradece la protección brindada a su retoño.
Me siento feliz, he descubierto otra faceta en mi lectora y continúo tratando de descifrar la personalidad de su cinematográfico acompañante, lo bautizaría Bogart... pero aquél, el artista, era demasiado rudo, en cambio éste sonríe cuando habla y sus ojos se hacen pequeños e intensos cuando la mira. Tengo la impresión que disfruta de su cercanía, no hay dudas de ello. Protectoramente pasa su brazo derecho por sus hombros y detiene su mano en el cuello en un movimiento cálido e íntimo, que la hace mover la cabeza hacia él y cerrar los ojos. De pronto él mira el reloj, la coge de la mano, le habla algo y caminan en dirección al restaurante.
Desde la puerta veo que él busca una mesa cercana a los ventanales donde pueden mirar cómo la lluvia cae sobre la pista,... y a los aviones, que al igual que tantos pasajeros, esperan la hora del despegue.
Cambio mi posición: dejo atrás el gran recinto y me concentro en el restaurante desde cuya entrada puedo observar con comodidad. Hay muchas personas en el local, algunas comen, otras almuerzan, otras hacen una rápida merienda y me llama la atención un grupo de hombres de negocios que no pierden el tiempo e inician una junta entre postres, vinos y ensaladas. Papeles y portafolios se confunden con los servicios y los mozos se ven en apuros para colocar los platos sobre la mesa. En el rincón del ventanal se vive otro mundo.... Es la pareja que he seguido hasta el restaurante. Están lejos de quienes les rodean, tanto, que ni se percatan que el maitre les ha dejado la carta del menú.
Él deja de mirarla y algo le dice al mozo: rato después el hombre vuelve con dos copas que deja frente a ellos; brindan, sonríen y se miran a los ojos. Juntan las frentes como en un ritual especial y secreto, que a mí me parece más de entrega y de amor, que una forma común de brindar.

Aún no descubro qué es lo que me gusta o me llama la atención en la pareja; en ella vislumbro clase, señorío, buen humor y una calidez especial, que se refleja en cada uno de sus movimientos. En él veo impulsividad, atenciones y preocupación por complacerla hasta en los más mínimos detalles y siento celos de cómo la mira, de cómo le habla, porque aparentemente tienen tanto que decirse y poco tiempo para hacerlo.
A ratos es ella la que conduce la conversación..., en momentos es él quién lo hace y ella lo escucha atentamente. Junto con beber el aperitivo también lo hacen con las palabras que se dicen; en la intimidad del rincón intercambian pequeñas porciones de la comida que ya les fue servida y lo hacen en un gesto tan especial y tan íntimo que por momentos me parece un beso apasionado. Hay instantes en que sus rostros están tan cerca el uno del otro que apuesto una caricia y gano premio: ella recorre lenta y suavemente su mentón; él aprisiona la mano y la acaricia con sus labios.
Me siento intruso, molesto y hasta enojado conmigo mismo. Regreso la mirada a los hombres de negocio, y experimento un escalofrío al volver nuevamente a mirarlos: soy testigo del encuentro entre dos seres, que por alguna razón que desconozco, no siempre pueden estar juntos. He descubierto que ellos sienten algo especial, pero lo ocultan incluso ante sus propios ojos. Cada movimiento, cada gesto comienza a delatarlos y yo no he perdido detalle de ninguno de ellos.
No sé cuánto tiempo ha pasado; de pronto escucho la llamada de un vuelo, y busco con la mirada a la pareja del rincón, y veo que caminan como despertando de un sueño. Él la mira, la toma por los hombros y la besa apasionadamente mientras avanzan. Ella abrazada a su pecho responde el beso de la despedida. Sonríen con un dejo de tristeza y mantienen las manos unidas. Es ella la que parte; es él quién se despide y se queda en tierra.
En la puerta de acceso al embarque sus manos se niegan a desprenderse y yo no puedo dejar de mirarles. Ella tiene la cabeza levantada, lo mira largamente y sus labios se mueven como musitando un te amo, siempre te recuerdo. No lo sé De pronto se suelta, gira y se aleja traspasando la puerta hacia la sala de embarque, sin volver la cabeza. Él se queda estático, cierra su impermeable, baja la cabeza, enciende un cigarrillo y a través del humo que expele, la ve ingresar al sector de pasajeros. Levanta la mano como iniciando un gesto de postrera despedida, pero la baja: sabe que ella ya no lo mira y entonces también gira sobre sus talones y camina hacia la puerta vidriada de la salida del recinto.
No alcanzo a ver su rostro, sólo me es posible apreciar su fuerte espalda desde lejos, y en un par de segundos desaparece entra la gente que evita la lluvia bajo los paraguas. Cambio entonces de posición, dirijo mi mirada hacia el umbral de seguridad donde está el túnel de los rayos X, y miro la sala con la ilusión y con la esperanza de encontrarla nuevamente.
Está sentada en un rincón. Ha encendido un cigarrillo y fuma pensativa. La miro largamente y descubro que sus ojos son tan oscuros como su pelo y que pese a llevarlos ocultos tras las gafas, están bañados por un velo de tristeza..., me atrevería a decir que una lágrima imperfecta se escapa suavemente de sus pestañas.
Es la última llamada para el vuelo demorado en tres horas. Quisiera embarcarme con ella, no me gusta que se vaya sola. Quisiera abrazarla, besarla y decirle lo que siento...
Ella se incorpora y comienza a caminar en dirección a la salida de su vuelo que la llevará a un destino que desconozco… Entonces siento que algo se rompe en mi interior y se me nubla la vista…Como a través de una intensa niebla alcanzo a ver como la alfombra de la manga de ingreso al avión la lleva hasta el interior de éste, la recibe una azafata que le indica su asiento… Es lo último que alcanzo a ver…
- - ¡¡La cámara 1 ha dejado de funcionar!! – exclamó el operador de seguridad del aeropuerto.
- Jefe, tendré que revisar el video. Algo debe haber pasado!, exclamó alarmado y agregó:
- Tal vez se desconectó o se le acabó la cinta….
- Todas las veces es lo mismo…
- Un día de estos habrá que darla de baja!
El jefe de seguridad comenzó a revisar rutinariamente lo grabado por la cámara 1 y luego de observar las imágenes dijo:
- ¡Otra vez lo mismo!
- ¡Qué extraño!
Esta cámara no obedece al programa de seguridad, hace lo que quiere y sigue a quién se le ocurre, como si estuviera jugando…
Dirigiéndose a su subalterno, dice:
- ¡Mira, por favor!...
Abandonando los controles del switch, el muchacho se acerca al monitor que reproducía las imágenes grabadas y exclama:
- ¡Cielos, Jefe…si esto no lo hubiera grabado una máquina automática… no lo creería…
- Es como una película o un cuento…
- No me atrevo a decirlo… pero…. pareciera que la cámara 1 se enamoró de esa mujer… la que leía el libro… ¡qué increíble!


Texto agregado el 11-04-2010, y leído por 169 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
12-04-2010 En los aeropuertos se dan las historias más intensas. Parece que el lugar es un símbolo perfecto de la vida. Unos nacen, mientras que otros nos abandonan para siempre. Tu historia me gustó mucho. ZEPOL
 
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