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Aun no había llegado a la cima y el silencio de la montaña lo cubrió por completo. Era un silencio extraño. Casi se podía tocar y pensó que era el preludio de la muerte.

Exhausto y con la respiración entrecortada, sudoroso y con la boca seca, no resistió más y se empezó a derrumbar.

Si un suelo caliente y rojizo no se hubiera apiadado de él y no lo hubiera recibido con su abrazo generoso, alcanzó a pensar, habría muerto en ese momento.

Tendido en el estado calamitoso en que se encontraba no quiso pensar en nada, pero los recuerdos del ascenso empezaron a bullir en su mente, con una dulzura que le hizo creer que estaba entrando al paraíso.

Allí estaban los senderos de helechos luminosos que lo acariciaban a cada paso. Allí la luz difusa del sol que se colaba por entre los techos de hojas. Allí las corrientes de agua que sin pedir nada a cambio le refrescaban generosas el cuerpo y el espíritu.

No hacía mucho había estado recorriendo bosques de eucaliptos que despedían sus aromas hacia un universo verde que lo envolvía todo. No hacía mucho se había dejado embelesar por los reflejos de la luz en hojas diminutas de una belleza tan intensa que hacían temblar de emoción a quienes se detuvieran un segundo a verlas ser felices.

El camino había subido y bajado por las laderas de unas montañas portentosas, como jugando con ellas. Y él lo había seguido sin importarle a dónde lo conducía, pensando tan sólo que la vida era como esos caminos: a veces áspera, a veces llena de maravillas.

Al fondo, un rumor casi inaudible de una corriente golpeando unas peñas que adivinaba negras lo animaban a seguir adelante.

Había agradecido que el día fuera nuboso. Aún así, el calor se iba adentrando en sus músculos y sentía que el trayecto era difícil.

Tendido como estaba, esperando que su alma se saliera por sus poros, de cara al sol que había salido sólo para concentrarse en quemar su cuerpo demacrado, su siguiente pensamiento fue para su hijo.

Si había de morir este era el momento adecuado pues a lo largo del camino había visto cómo el muchacho disfrutaba de las mismas cosas grandes y pequeñas que él. Se había dado cuenta de que su hijo todavía conservado intacta una intuición natural que siempre había tenido para percibir las cosas bellas de la vida y eso le había llenado el corazón.

Aún tratando de encontrar su respiración, se emocionó al pensar que el orden de la vida estaba empezando a hacer su inversión natural, pues era su hijo quien había cuidado de él por los senderos de la montaña y sin su apoyo hubiera caído mucho más abajo, donde el camino de barro se unía con el de guijarros.

Trató de levantarse con el apoyo de su hijo pero tuvo que ceder a la debilidad de su cuerpo y debió tumbarse de nuevo en la tierra roja que lo llamaba. Sintió que su alma lo había abandonado.

En efecto así había sido. Su alma de naturaleza juguetona, distraída y soñadora estaba en ese momento abstraída con el brillo de las alas de las mariposas, con los hongos anaranjados de cubrían los troncos muertos y con el vuelo de bandadas de colibríes que llenaban el aire tibio con mil iridiscencias.

Cuando la respiración lo había empezado a abandonar, su alma se encontraba distraída, sentada al borde de un arrollo que fluía bajo la sombra de la bromelias, mojándose los pies con un agua que traía todavía el aroma helado de las orquídeas de las altas montañas.

Apoyado en su hijo logró por fin recobrar algo de su ida energía y prosiguió el ascenso, lento y penoso, sintiendo que el sol seguía ensañado con su cuerpo y así, más muerto que vivo, apretó los dientes y continuó.

Vio arriba, casi en la cima, una cabaña de bahareque donde los demás caminantes, preocupados, lo esperaban. Logró llegar como pudo, más por el aliento y amor de su hijo que por sus propios medios y fue recibido con una bebida dulce que apenas tuvo aliento para sostener.

Unas muchachas que habían ascendido sin ningún problema y para quienes las caminatas por senderos tapizados de margaritas y por caminos que tocaban las nubes eran un juego de niños, le preguntaron con los ojos llenos de ternura que cómo estaba. Él levantó la mano, les sonrió como si nada hubiera pasado y trató de tranquilizarlas con la mentira inocultable de que ya estaba bien.

Su hijo lo condujo a un sitio con sombra a un costado de la cabaña, donde pudo volver a tomar aire.

Alguien le pasó unas naranjas que tenían todo el sabor de los senderos montañosos, de los arroyos vivificadores, de los bosques de helechos.

Pero fue cuando se incorporó y logró empezar a refrescar sus brazos, a mojar su cabeza con el agua cristalina de la montaña que los campesinos de la cabaña recogían en una alberca que rebosaba de transparencia y frescura, fue entonces cuando le volvió el alma al cuerpo.

El sol se había transformado en una fuente de tibio calor que lo acariciaba. Y pudo sentir como ese mismo sol que antes lo había torturado, extendía ahora su mano generosa y terminaba de acomodar el cabello desordenado de su alma que por fin ahora terminaba de acomodarse con el suyo.

Le bastó ver el brillo de la mirada de su hijo para saber que era feliz.

Y en ese momento descubrió que él también, en cuerpo y alma y a pesar de estar destrozado, se había convertido en un caminante.

Texto agregado el 03-10-2010, y leído por 118 visitantes. (0 votos)


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