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—¡Dile a tu tío que tu padrino no está presentable para pasar el domingo! —dijo la abuela.
No sabía por qué, pero, de pronto, pensó que el abuelo debía estar bien afeitado y con la ropa arreglada para pasar el domingo. Así que le puso la camisa que había estado cosiéndole durante toda la semana, con los dos bolsillos adelante, como a él le gustaba. Le obligó a ponerse el pantalón que su hijo le trajera de Iquitos, después de concluir su Servicio Militar Obligatorio. Oyó sus gruñidos mientras le iba enjuagando el rostro sosteniendo el agua en una palangana de aluminio. Cuando había concluido le dio dos palmaditas en el rostro.
—¡Dile que no tengo tiempo para esperarle una semana más! —dijo el abuelo, casi a gritos, haciendo saltar de su asiento a Dangler.
Entonces la abuela cayó en cuenta que era el último domingo de Setiembre. El había estado repitiendo que no aceptaría favores después del primer domingo de primavera. La abuela sintió calor. Agitó su falda y se perdió por la cocina.
—¡Estás muy revoltosa! —le dijo el abuelo.
Ella no hizo caso de su comentario. El abuelo prendió un cigarro y le invitó a darle una aspirada. Ella quiso renegar.
—¡No soy pordiosera de cigarro! —alcanzó a decir, poniendo su expresión dura. Sus ojos se llenaron de lágrimas por el humo. Sirvió el café entre regaños. El abuelo sonrió al decir algo que ella no entendió. Frunció la nariz. Entonces, el abuelo le dio unos golpecitos con su bastón.
—Nos estamos quedando solos —dijo ella.
—No tenemos de qué quejarnos —comentó él.
Ella respiró profundo. Dio un soplido y sorbió el café. En realidad él tenía razón: no tenían de que quejarse. El siempre había estado repitiendo: “Los hijos son de la vida, mujer”.
—¡Es mejor que se apure! —dijo la abuela al ver a Dangler parado en la puerta—. ¡Dime! ¿A qué hora vendrá tu tío?
—Posiblemente dentro de una hora —dijo, Dangler—. ¡No está seguro!
—¡Siempre lo mismo! —dijo el abuelo lanzando un escupitajo verde—. ¡Ya no lo busques! Total, la falta que me hace.
—Toda la vida me ha gustado verte bien afeitado —comentó la abuela—. ¡Especialmente los domingos!
El abuelo se sonrió, moviendo la cabeza. Ella lanzó una mirada hacia su huerto y recordó que, al menos, por ser el hijo que estaba viviendo cerca de ellos debía ser más considerado en el cuidado de su padre.
—¡Creo que ya no estoy para cojudeces! —gruñó el abuelo.
La abuela le alcanzó un trozo de plátano. Recién cayó en cuenta que los años se habían empozado en sus almas para obligarles a vivir de recuerdos y nostalgias.
—Anoche no pudiste dormir —dijo la abuela.
—¡Sí! —contestó el abuelo—. Estoy esperando el momento propicio para descansar en la otra vida.
—¡No empieces con tus tonterías! —gritó la abuela—. ¡No estoy de humor para aguantarte!
El se calló. Vio levantarse a la abuela y sacrificar un gallo, dejándole saltar hasta que sus brincos representaran pequeños espasmos. “¿Tienes que dejarlo saltar así?”, preguntó él, malhumorándose. Ella dijo que así se despedían las aves de este mundo, con danza y todo.
—¿Tú crees que venga Fulgencio? —preguntó el abuelo.
—¡Qué más da! —gruñó ella—. Si no viene, yo misma te cortaré la barba.
—¡Déjame como estoy! —argumentó él—. ¡Lo prefiero!
—Eso de ser viejo y renegón es una gran tontería —concluyó la abuela.
El abuelo no hizo caso. Trató de alcanzar al gallo con su bastón.
—¡Viejo! —llamó la abuela—. ¿Quieres decirme por qué estás triste?
—No estoy triste —contestó el abuelo, sin mirarle.
—Si nos quedamos solos es porque no tuvimos más hijos —dijo la abuela poniendo al gallo dentro de una olla con agua hervida.
—Tuvimos lo suficiente —contestó el abuelo—. Todos tenemos que cumplir con la ley de la vida ¡La vida es una sinfonía de ilusiones que alimentamos cada día que levantamos los ojos al cielo! Cada uno ejecuta el instrumento adecuado —sentenció.
La abuela volteó a mirarle. De pronto le vio joven, con una barba espesa cubriendo su rostro, como cuando se apareció por el pueblo.
—¿Sabes que me gustaron tus ojos cuando te conocí?
—No te creo —dijo el abuelo— ¡Siempre has sido una mentirosa!
La abuela puso la olla sobre el fogón. “Demasiado tarde para que me llames mentirosa” , dijo.
—Ahora ya no tiene importancia que me creas o no —concluyó la abuela soplando el fogón.
El abuelo se incorporó. Apoyó una mano sobre el bastón y la otra sobre el respaldar de la silla.
—Tal vez el próximo domingo —dijo él.
—¿Qué quieres para el próximo domingo —dijo ella.
—¡Mi afeitada! —gritó él—. ¡No te olvidas que quieres verme afeitado!
Llamó a Dangler para que lo ayudara con la silla. Se acomodó cerca al huerto, tratando de evitar el resplandor del sol. Tenías ganas de agachar la cabeza y dormir: una pesadez le empezaba a dominar, amenazando con propagarse por todo su cuerpo.
—¡No te vayas a dormir —gritó la abuela—. ¡Esa mala costumbre que tienes!
Aún así cerró los ojos. Por momentos oía gritar a la abuela, dando golpes a la mesa. “Vieja chiflada”, murmuró. Una ligera frescura invadió su cuerpo.
Hacía más de cinco años que vivían solos. El último de sus hijos se marchó con la intención de conquistar el mundo. Dangler, uno de sus ahijados, solía visitarlos con cierta frecuencia para llenarles las tinajas con agua de río, cortarles la leña, traerles maíz para los pollos y limpiar el huerto de mala hierba.
Años atrás, la abuela al verle ejecutar las tareas, solía gritarle con esa voz que a él le gustaba: “ese es mi viejo”, pero ahora... con el bastón ayudándole a continuar su camino, ella no observaba más que a un pobre viejo; pero más que viejo, el abuelo se veía cansado y agotado, con una ganas de cerrar los ojos y relajarse.
Trató de imaginarse a sus nietos correteando por el huerto. Se sonrió sin abrir los ojos.
A él ya no le importaba mantener nada. Tampoco le importaba oír los comentarios que le largaba la abuela. Nunca había sido de la idea de morir siendo un inútil pero de un tiempo a esta parte se sentía, realmente, un viejo inútil. Sus hijos le recordaban cada vez que le visitaban. Y eso le dolía más que los golpes que había sufrido en todo su recorrido por la selva. ¿Cómo no iba a ser un inútil si había perdido tres de los dedos de la mano derecha con una explosión de dinamita? ¿Cómo no iba a sentirse inútil si el reumatismo le obligaba a doblar la espalda y a caminar apoyándose en un bastón? Pero lo que más le dolió fue oírles decir que ya estaban cansados de él, que de una vez por todas debía morirse para que no tuvieran que seguir soportando sus impertinencias...
Fulgencio le despertó cerca del mediodía. Le tuvo que jalar de los hombros para que pudiera abrir los ojos.
—¡Por fin te acordaste de tu padre! —dijo el abuelo.
—¡Hay que tener cuidado con este pelo! —bromeó Fulgencio.
El abuelo no contestó. Se acomodó buenamente en la silla, dejando que su hijo le remojara el pelo y la barba.
—¡No molestes a tu padre! —le gritó la abuela.
Nadie quiso quedarse a vivir con ellos, ni siquiera los que habían sido arrullados más de la cuenta.
No le gustaba pedir favores, pero la abuela se estaba volviendo ciega y sorda. De pronto quiso llorar. Oyó que Fulgencio renegaba contra el abuelo, exclamando que no se estuviera moviendo. Agachó la cabeza sintiendo que el peine recorría sus rulos plateados. Nuevamente volvió a sentirse pesado: una languidez invadía su cuerpo y unas ganas de dormir como un niño bueno.
El primero de sus hijos se murió poco después de cumplir los doce años. Tuvieron otros hijos, buscando ganarle al tiempo. En total: diez. Dos más se murieron sin que pudieran evitarlo, y los siete restantes se fueron alejando apenas llegaban a la mayoría de edad, haciéndose de familia, dejándoles perdidos en la casa grande que habían construido al llegar al pueblo. De eso hacía tanto tiempo; entonces, no le importaba quedarse solo porque se sentía joven para continuar luchando. Pero, ahora...
Fulgencio seguía bromeando sobre su pelo. Tantas cosas habían pasado desde que llegara al pueblo y se hiciera de familia.
—¡No se esté moviendo, papá! —dijo, Fulgencio—. ¿Quiere que le corte el pellejo?
Recuerda el nacimiento de cada uno de sus hijos, la alegría de verlos crecer corriendo por el huerto, persiguiendo a las gallinas, añorando que algún día le darían los nietos que rondarían por la casa como una prolongación de sus hijos.
Quiso decir algo pero al sentir que Fulgencio rebanaba una parte de su piel, sólo dejó escapar un gruñido.
—¡Yo le dije, papá! Si no deja de moverse puedo seguir haciéndole daño.
En realidad no sabía si se movía o sólo era las impertinencias de su hijo. Le preocupaba más el recuerdo que le llegaba por torrentes. De pronto creyó escuchar las rabietas de sus hijos y los enojos de su mujer obligándoles a sentarse alrededor de la mesa.
Tal vez ni recuerde cuándo fue que se apareció por el pueblo la primera vez acompañando a su padre, cargando bultos que ofrecían en las chinganas, ni cuando fue que decidieron establecerse, definitivamente, en el pueblo, pero si debe tener presente, cuando en un arranque de entusiasmo y el amor encima, se metió de aprendiz de violín, con el único fin de llevarle serenata a la buena moza del pueblo, como llamaba a la abuela. Entonces dibujaba con sus manos formas que nadie entendía, para luego, cerrar el puño y estrellarlo en el suelo o la mesa.
De pronto recordó la muerte de su hijo mayor, una tarde de lluvia nubosa y triste mientras los grillos elevaban una monotonía que se perdía entre las hojas del tronco de retama, con una nitidez que le estremeció.
—¡Ya falta poco! —dijo, Fulgencio—. ¡Y después, a mejorarle la barba para que quede como un jovencito!
—¡No se mueva, papá! —volvió a gritar, Fulgencio—. ¡En un momento terminamos!
Pero él ya no se movía. Tampoco recordaba. No tenía necesidad de recordar. El destino había querido que de comerciante regatón se convirtiera en un viejo inútil. Eso repetían sus hijos. Y lo repitieron tantas veces que la frase golpeaba su mente, como un recio martillo, sufriendo en silencio una agonía que caminaba hacia un precipicio. “Se sufre para criarlos que no puedo aceptar ser tratado como un viejo inútil”, le había dicho a la abuela más de una vez. De tanto luchar sólo había logrado robarle al destino algo de vida para seguir ayudando a los suyos.
Ahora el recuerdo quedaba lejos. Sí, tan lejos. De pronto siente que todo empieza a borrarse lentamente, como si una nube le cerrara la mente para dejarlo en blanco: el recuerdo de la buena moza, el nacimiento de sus hijos, la pérdida de sus dedos, aquellas noches de pesca, y, al final, ser llamado, viejo inútil...
Pero ya no tenía necesidad de recordar. Aunque había empezado a llorar, porque dos gotas amenazaban tímidamente por sus ojos, ya no estaba recordando. Su mano fue alargándose hasta dejar caer el bastón por el suelo.
—¡El viejo se ha dormido! —gritó, Fulgencio.
La abuela al escuchar a su hijo, lanzó un gruñido. Apuró el fuego, soplando con mayor fuerza, y, antes que Fulgencio volviera a gritar, dijo:
—¡Échale agua para que despierte! ¡Tiene que almorzar!
Antes que Fulgencio le echara unos pocillos con agua cayó en cuenta que el abuelo no despertaría más. No podía despertar...

Texto agregado el 14-11-2010, y leído por 136 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-11-2010 Bonita historia y bien contada ,ligera y absorbente ***** Rocxy
 
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