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El tránsito de su vida hacia el amor había sido largo. Atraído desde siempre por los dispositivos de cálculo, contaba con orgullo que había ido el último de los usuarios de la regla de cálculo.

Recién llegadas las calculadoras al mundo de los humanos, él se encontraba terminando el bachillerato. Todavía recordaba con emoción a primera vez que vio una calculadora. Era un aparato grande, con un aspecto robusto y números rojos que alumbraron su corazón. Le parecía imposible que en esa cajita de números pudiera estar guardada tanta magia.

Las reglas de cálculo eras bellísimas pero estaban desapareciendo sin remedio en un mundo donde máquinas fascinantes hacían cálculos con una precisión y una rapidez tan enormes que hacían pensar que cualquier meta que un humano se propusiera podría ser lograda.

Pero algo tan portentoso no estaba al alcance de su mano. Las calculadoras podrían ser fascinantes, podrían ser un recipiente de milagros, pero eran demasiado costosas como para que un muchacho como él pudiera siquiera soñar con una.

Así que tuvo que esperar a que su hermano le reglara la primera calculadora cuando ingresó a los estudios superiores. Era una maravilla. Sin saber cómo ni por qué, la cajita mágica se entremetía en las funciones trigonométricas y navegaba con ellas como si las conociera de siempre. Su pantallita de verdes intensos iba mostrando los resultados con la candidez de quien ha creado un mundo y le parece simple y bello.

Creyó morir cuando comprendió que se la habían robado. ¿Y qué haría ahora? Volver a las tablas de logaritmos era ya una locura. Buscar las funciones en las tablas impresas y hacer los cálculos en forma manual no era posible. Nadie le daría tiempo en un examen para seguir los procedimientos antiguos.

Casi dejó de comer para comprar una calculadora Casio fx-48. Era una miniatura primorosa que tenía la capacidad de hacer todo lo que necesitaba y que podía ser guardada en el bolsillo de la camisa. Fue feliz con ella. Y creyó morir de nuevo cuando desapareció.

Comprendió que le era imposible seguir usando calculadoras. Eran ahora artículos cotidianos que desaparecían casi tan rápido como eran compradas en una rebatiña de estudiantes desesperados que ya no eran capaces de usar los métodos de antaño.

Decidió dar un paso atrás y volver a las reglas de cálculo. Era una locura porque nunca las había usado y ya habían desaparecido. Pero le pareció que era la única manera de evitar los robos pues a fin de cuentas una calculadora se parecía a otra, pero una regla de cálculo, en los tiempos que corrían, no podía pasar inadvertida. Le gustaba, además, el sentido romántico de las reglas de cálculo. Compró una a un amigo que la conservaba por nostalgia y se empeñó en aprender a usarla.

Era una Faber-Castell 62/83 Biplex y era maravillosa. No sólo era bella, sino que usarla producía un placer inigualable. Se deslizaba con una suavidad única y le encantaba que para encontrar algún resultado tuviera que pensar. No tenía la rapidez ni la precisión de las calculadoras pero era un instrumento de ensueño que convivía en forma natural con los cálculos que desarrollaba y que le hacía pensar en los mundos complejos que los seres humanos son capaces de crear.

La conservó durante muchos años. De tiempo al tiempo la nostalgia lo llevaba a sacar su regla de cálculo. Recordaba su uso y la volvía a guardar con todo el cuidado posible, como quien guarda un mundo ya ido, lleno de fascinación y belleza.

Usó muchos instrumentos de cálculo. El más exótico fue un ábaco japonés que todavía conservaba y que había comprado en el Isezakicho de Yokohama. Sus compañeros de trabajo lo tenían por loco cuando ellos usaban sus computadoras y él su ábaco. Pero no podían más que admirarse de la rapidez del instrumento. El ábaco, o sorobán, como le gustaba llamarlo por su nombre en japonés, le proporcionó innumerables horas de gozo. Lo tenía en un lugar privilegiado de su biblioteca y de tiempo en tempo lo limpiaba y lo usaba. Recorría entonces otra vez el camino de sus nostalgias y en cada cálculo reaparecían en su mente amigos entrañables de tierras lejanas…

Tuvo, sin embargo, un amor secreto durante toda su vida.

La primera calculadora que había visto en su vida era una Hewlett Packard HP-55. Los hermanos de un compañero de colegio la usaban, eran entonces estudiantes de ingeniería, y el amigo se la mostró con una reverencia arzobispal. Entró de inmediato en un estado de alucinación y sintió el latir de su corazón cuando pulsó la primera tecla. Empezó a naufragar en un mar de emociones cuando su amigo le mostraba lo que la calculadora podía hacer. Era una fuente de prodigios envueltos en una belleza simple y perfecta. Los colores, la pantalla, el reloj, los programas... todo era irreal, todo asombroso. Jamás habría de olvidar ese encuentro…

Un día y luego otro se fueron acumulando en su devenir hasta hacerse meses y después años, muchos años. Y una experiencia se fue acumulando tras otra hasta formar toda una vida. Y todo ese cúmulo de vida y todo ese recorrer mundo lo habían hecho tan maduro, que llegó a pensar que ya lo había visto todo y que ya nada lo asombraría. Había encontrado tantas cosas, había visto tantos cambios, que la vida había perdido interés para él.

Los problemas cotidianos eran los de siempre y los resolvía sin contratiempos. Para los problemas de su trabajo, era ingeniero, habían sido inventados tantos artilugios, tantas herramientas, que todo se resumía a entender bien el problema, a buscar la herramienta de cálculo adecuada y seguir un procedimiento.

Un problema nuevo, sin embargo, le hizo recordar que las viejas calculadoras se podían programar y sólo por encontrar una manera distinta de resolverlo consultó cuáles Hewlett Packard existían.

Tan pronto se dio cuanta de que había una máquina que se llamaba HP 50g, se despertó de súbito un amor que había estado callado por décadas. Era la más bella calculadora que existía, la más potente, la más fascinante. Su corazón se dejó atrapar de nuevo y se sumergió en un mundo de esplendor desmesurado donde las cosas tenían nombres casi místicos como operaciones vectoriales o integrales múltiples o series de Fourier, y donde la felicidad venía en pequeñas gráficas tridimensionales que le hacían sentir tristeza pues hubiera querido que todos esos logros humanos hubieran estado al alcance de cualqiera, como el viento o la lluvia y no encerrados en una maquinita de teclas brillantes y pantalla luminosa.

El sistema de notación polaca inversa había sido inventado, parecía, sólo para que él lo disfrutara. El lenguaje de programación de la HP 50g lo cautivó de inmediato y los misterios que otros encontraban irresolubles los veía él con una transparencia desenfadada, como si del brillo de las estrellas en una noche fría y sin nubes se tratara.

Su destino final había sido escrito en las ecuaciones que habían desarrollado los matemáticos griegos.

Tan sólo por disfrutar de su calculadora se le ocurrió graficar la función y=seno(x). Era una función simple que todos los estudiantes de bachillerato conocían. Pero él la reconoció de inmediato como lo que era en realidad: uno de los pináculos del pensamiento humano.

Cautivado por la belleza exquisita de la función, la graficó una y otra vez. La curva sinusoidal aparecía de inmediato en su pantalla, con una rapidez que lo asombraba. Volvía a ser un niño admirándose por las cosas de la vida y disfrutando de las maravillas que el existir desperdigaba por todos los rincones. Había vuelto a ser feliz.

No necesitó más su calculadora.

Él se había convertido en un punto. Era un punto que viajaba en el plano cartesiano con cada variación del valor de y. Subía y bajaba por los valores positivos y negativos. Era el viaje más placentero de su vida y se dejaba llevar por las oscilaciones de la curva.

Comprendiendo ahora en todo su ser lo que era una ecuación, empezó a jugar con las diversas formas de la función y=seno(x) y descubrió sin dificultad como se podía expresar en términos de números complejos o con la contundente belleza de la forma de serie de Taylor. Volvió de inmediato en si cuando sintió que su pulso se desbocaba por su descubimiento.

Había descubierto, casi jugando, la esencia de la vida.

Había descubierto la realidad simple de que el amor es dejarse llevar por lo que uno tiene en su corazón…

Texto agregado el 26-12-2010, y leído por 131 visitantes. (0 votos)


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