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Inicio / Cuenteros Locales / Pierre-Alain / La Bata Rosa (Homenaje a Joaquín Sorolla)

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Valencia, 1916-1976

Lucía la playa de Malvarrosa bajo el sol de abril y los fragores de la guerra rugían muy lejos de Valencia. Había que prestar el oído al voceo de los pregoneros de periódicos para enterarse del curso de la contienda. La batalla de Verdun cruzaba las portadas en letras de molde de dos pulgadas de alto y se desgañitaban los vendedores a voz en cuello. Vagamente culpable de no estar donde debiera, yo me sentía extraño en aquel ambiente. Pero la caricia del sol primaveral, añadida a la fragancia del azahar venida de los naranjales vecinos, era más poderosa que ese sentimiento y sorbiendo el vermú como cada mañana de Dios, en la terraza de la cafetería del hotel, estiraba las piernas con gusto bajo la mesita redonda. En aquel tiempo fumaba Pall Mall en boquilla y gastaba un bigote fino a la Kaiser.

Lo primero que noté en ella, al verla cruzar la calle, fue su porte de cabeza. Altanero, pero sin el menor atisbo de desprecio hacia el resto de la humanidad de la que no parecía formar parte. Después, no pudo dejar de asombrarme su esbelta silueta, de estatua griega. Como si el número de oro de los arquitectos se hubiera aplicado en sumo grado y con total éxito. Lo tercero que notó mi instinto de cazador novel fue ese andar despreocupado de mujer de bandera que no sólo asume los riesgos a los que su belleza la expone sino que los va solicitando, se diría.

A ello estaba dispuesto yo, ¡qué duda cabe!

Dejé con prisa el precio de la consumición en el platillo con algo de propina, me puse el canotier, cogí el bastón y me levanté a por ella. Llevaba un vestido de moda, ceñido en la cintura, que le enfundaba caderas y posaderas a las que, al andar, imprimía un vaivén muy sugestivo. Debajo del ancho sombrero cargado con flores y fruta, asomaba el pelo castaño recogido en esmerado moño. Andaba con pasos cortos, por la estrechez del vestido, y éste dejaba ver por abajo pies diminutos en botines de gamuza con tacón alto. De momento, sólo podía imaginar su cara, pero tal silueta no podía ser desmentida.

Lanzado su anzuelo, me traía hacia ella, sin mirada alguna por atrás, consciente de su descomunal poder de atracción. Me paseó así por la ciudad durante media hora y me daba la impresión de que todos nos observaban. Llegamos a los soportales de la Plaza Mayor y durante unos segundos, tragada por la sombra manañera del lado norte y el gentío de las doce, la perdí de vista.

Decidí cruzar la plaza para adelantarme a ella y tropezármela.

— ¡Por fin! me contestó su boca carmesí con exquisita sonrisa cuando me disculpé por el atropello.

Entonces supe que me había topado con una mujer de armas tomar que bailaba a los hombres como a los vals y durante una fracción de segundo dudé si me iría mejor quedarme o esfumarme. Pero no me dejó tiempo a sacar decisión válida.

— Vd me sigue la pista como perro perdiguero y mo me ofrece nada, ¡qué descortés!
— ¿No le parece tiempo para acercarnos a la Malvarrosa? le contesté con voz algo ronca por la emoción.

Así lo hicimos, en el desvencijado tranvía azul y amarillo cuyo traqueteo hacía tocarse nuestros cuerpos en alerta, sentados en la ruda madera de la jardinera. Cuando llegamos, el sol de la una nos caía de plano, signo de que era tiempo de acercarse a la tentadora sombra del merendero de la Marcelina.

Yo era entonces lo más parecido a un señorito y venir así a comer bajo cañizos playeros era desprestigiarse del todo, hubiera dicho mi madre que siempre me veía como un angelito con aureola. Pero aquel día, ¡cuánto me gustaba encanallarme bajo la luz dorada de la Malvarrosa!

Encargamos calamares en su tinta y una zarzuela de mariscos que regamos con tinto de verano como si fuéramos novios del pueblo más cercano, aunque nuestro atuendo lo desmintiera.

Ella iba mojando su pan en la salsa de las fuentes y se chupaba los dedos con deleite casi infantil, indicio si no de modestos orígenes, por lo menos de un comercio antiguo con los usos populares.

Yo la imitaba, sorbiéndomela con los ojos, a la par que me relamía con los sabrosos mariscos del Levante.

Ella, de vez en cuando, entre medio vaso de vino y bocados marisqueros, volvía a poner en su sitio un mechón escapado del recogido pelo.

Se llamaba Matilde y me dijo ser hija de verduleros, haber cursado algo de humanidades en las Escuelas Pías de la ciudad y andar buscando estado cerca de los hoteles con estrellas.

¡Difícilmente podía ser una más directa!

Terminamos la comida con flan casero, como era de prever. Y por ser su encuentro motivo señalado de fiesta la convidé a café, copa y puro. Aceptó los tres, riendo a carcajadas mi cara de asombro. La casa no estaba para vender Partagas y nos contentamos con caliqueños baratos.

Su boquita algo despintada ya por la comida echaba aros de humo tan diminutos como perfectos y el destello verde de sus ojos brillaba frente a mí, como una muda invitación.

Así fue como alquilé para la tarde una caseta de lona en la Malvarrosa que nos hacía frente y allí di mi primer combate contra la misteriosa vestimenta de las mujeres de entonces: los diminutos botones del vestido, la intricada lazada del corsé, las gomas de las ligas, las bragas bombachas...

Al final, la impacientó algo mi torpeza, decidió echarme una mano, y quedamos como nos parió nuestra madre en un dos por tres.

Primero fue una lucha desigual: ella tenía la experiencia y yo el deseo, pero conforme pasaban las horas muertas, tornaron las cosas y por mutua ayuda cobré yo algun capital amoroso y ella sació un descomunal apetito hasta tal punto que por miedo a que llamara alguien a la Autoridad, le pedí que moderase el entusiasmo.

Deshecho ya el pelo, reposaba en mi regazo, con una mano en mi sexo por ver de despertarle una vez más, pero yo, derrengado por nuestro ajetreo, huí de nuestras toallas tendidas en la arena, hacia el mar rielante.

— Oye, Josep, yo no me puedo bañar en paños menores.
— Claro, Matilde, espérame un momento, ¡ya vuelvo!

Subí hasta las pocas tiendas que bordeaban la playa. Había una de artículos de playa, desde juguetitos para niños hasta veleros de buen tamaño, pasando por trajes de baño para ambos sexos. Allí compré una bata rosa, de batista fina.

¡Qué anticuado eres! me dijo con sorna al ver que mi adquisición la cubría hasta los pies. ¿No sabes que lo que se estila son trajes de baño ajustados que descubren brazos y pantorrillas?

Mano en la mano, corrimos hacia los olas espumeantes, yo en calzón blanco, ella con la bata rosa puesta y nos bañamos largamente, entre juegos y besos. El sol poniente doraba las aguas y alargaba nuestras sombras en la arena. La luz tenía tonos de malva y rosa y por primera vez entendí el nombre de la playa. Pero de todas las sorpresas de este día milagroso, la mayor sin duda alguna y la que queda grabada para siempre en mi mente es la de Matilde, saliendo del agua, cual ninfa oceánica, con la empapada bata rosa pegada a la piel, haciéndola más indecente que de haber estado desnuda.

— ¡Qué bonita es esta historia! No la conocía. Nunca me la contó.
— No te la conté, porque esta historia la vivimos los dos, Matilde, sesenta años habrá en abril.
— ¿Yo le conocí a Vd antes de hoy? No creo.
— Mira lo que te he traído, la bata rosa, ¿no la reconoces?

En la luz del atardecer de la residencia, los ojos castaño claro de Matilde relucieron un instante con destello verde. Palpó el fino tejido asalmonado.

— ¿Cómo ha recalado aquella prenda en su poder?
— Te la regalé yo para que te pudieras bañar aquel día, Matilde.
— ¿Fue Vd?
— Yo mismo, ¿no te acuerdas?
— Varias partes de mí recuerdan a un señorito joven y novato y muchas picardías más, pero no me puedo creer que fue Vd. Y, de todas formas, no sería conveniente que le contara lo que viví el día en que recibí esta bata rosa.
— No importa, Matilde. ¿No le parece tiempo para acercarnos a la Malvarrosa antes de la cena? Ya viene el tranvía.

©Pierre-Alain GASSE, marzo de 2011.
http://pierrealaingasse.fr/esp/

Texto agregado el 02-04-2011, y leído por 121 visitantes. (0 votos)


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