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Ella pasaba por las tardes frente a mi negocio empujando un cochecito azul. Era joven, frágil y maternal. Me llamaba la atención el cuidado que ponía en sus movimientos, sobre todo cuando arreglaba el cobertor de su guagua o impulsaba el cochecito para cruzar la calle rumbo al parque. Su figura se perdía por entre esos senderos y luego del paseo, se sentaba en el escaño y leía a la sombra del viejo y frondoso naranjo, mientras mecía al niño bajo el tibio sol.
Cuando abandonaba el parque, yo me ubicaba tras los cristales de las ventanas de mi tienda. La esperaba, me gustaba ver cómo caminaba y trataba de descubrir el manto de misterio que la cubría.
Me llamaba la atención cómo desandaba su camino, siguiendo una línea inexistente en senderos y veredas.
Debió ser un cliente el que me dijo, que la joven madre vivía en las cercanías, a pocas cuadras del parque. A mi negocio no había entrado nunca, ella sólo visitaba la tienda vecina, que vendía ropas pequeñas y animales de peluche.
En realidad ella no necesitaba de productos agrícolas, que además olían mal y que a mí me permitían tener un buen pasar. Mis clientes eran escasos en las tardes, por ello me entretenía en observar lo que ocurría en el parque, que quedaba frente a mi vitrina, al otro lado de la calle. Los juegos de los niños, la vigilancia de sus madres y las niñeras con delantales blancos, acortaban las horas.
El parque era visitado por otras personas, además de la joven madre y el cochecito azul, muchos de ellos llegaban todos los días y a una misma hora, ocupando siempre los mismos escaños, como las dos solteronas o las dos estudiantes. Otros visitantes eran como el señor que sobrepasaba el medio siglo y que venía una vez a la semana. Él esperaba siempre a su joven compañera, que bien podría haber sido su hija, diferencia de edad que no impedía que todo el parque supiera que se amaban. Cuando ellos venían, la joven madre no cruzaba la calle y me llamaba la atención, obligándome a preguntarme qué relación podía existir entre ellos.
Las que nunca faltaban eran las dos solteronas, que llegaban con sus canastos, desde donde extraían lanas, agujas, hilos y también comida. Pasaban toda la tarde bajo el castaño, masticando y tejiendo. Tejiendo y hablando. Saludaban a todos los que pasaban y yo desde lejos me percataba, que sentían una tremenda necesidad de comunicarse, para así olvidarse de su soledad.
Las dos estudiantes llegaban siempre corriendo, en días de sol tiraban sus libros y mochilas sobre el pasto y pasaban la tarde entre el humo de los cigarrillos y las largas miradas a los muchachos de los alrededores.
Durante el invierno el parque perdía casi todos sus visitantes habituales, desaparecían las cotorras, la joven madre no cruzaba la calle y ningún niño perseguía a las palomas. Porque en el parque habían palomas, que solían jugar con el cincuentón que esperaba a su joven amada, invierno o verano y siempre en el mismo escaño.
Cuando llegaba la primavera el parque revivía y llegaban nuevos niños, que le aportaban más belleza al cuadro que se formaba en la vitrina de mi tienda. Los senderos recuperaban las risas y las palomas, las migas de pan.
Debe haber sido la primavera la que me hizo pensar que el bebé del cochecito azul pronto cumpliría un año y que yo podría hacerle un regalo. Decidí comprar para él un osito de peluche en la tienda vecina y con el regalo primorosamente envuelto en papel esperé a que la joven madre reiniciara sus paseos, a la vez que me ilusionaba volver a la inusual pareja, para que ocupara otra vez el mismo escaño.
El primero que apareció y en un día no acostumbrado, fue el cincuentón. Ocupó el asiento de siempre y espero toda la tarde, luego cruzó la calle la joven madre y tomó asiento frente a él. Con un libro en su regazo y el cochecito al alcance de sus manos, entonces dejé mi negocio, fui hasta ella sin saber muy claramente lo que hacía ni qué fuerza me obligaba a hacer lo que hice: entregarle el paquete de regalo.
Sus grandes ojos me miraron con sorpresa y el hombre mayor, que esperaba en el escaño solitario, lo abandonó con una rapidez que me asombró, interponiéndose entre el cochecito y yo, tratando de impedir, que mis ojos descubrieran que, en el interior había un osito blanco de peluche, igual al que yo había comprado.

Texto agregado el 15-06-2011, y leído por 245 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
20-02-2012 Esta narración habre te deja muchas preguntas que la imaginación intenta responder chanypia
 
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