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LINDAURA, LA SIRVIENTA que trabajó en casa de tío Filiberto durante mucho tiempo, y que tantas veces amaneciera en brazos del hombre que mejor le sonriera, había empezado a deambular de puerta en puerta, preguntando por el padre de su hijo, sin tomar en cuenta el parecido que pudiera tener con Jorge García y que la abuela reconoció apenas abriera los ojos y soltara el primer grito, la mañana de un jueves que llovía como nunca se había visto en la selva. Lindaura ni siquiera alcanzó a gritar como acostumbraba a los "forasteros" que llegaban a la casa pidiendo posada, soltándoles sus insinuaciones, reclamándoles atención, sonrojándolos, enseñándoles las piernas, y ellos, riéndose, atreviéndose a seguirla hasta el puerto, para luego perderse entre el follaje, rompiendo tinajas, asustando a las palomas y enredándose entre las lianas y bejucos.
Apenas lo escuchó gritar, Lindaura dijo que era el hijo de Jorge García, y que Dios lo perdonara, porque podía ser loca pero se acordaba muy bien de él. Nunca pudo establecer si Jorge era realmente Jorge García o cualquier "forastero" que había pasado por su vida y su lecho. Con el correr del tiempo, la abuela identificaría algunos rasgos de su nieto en el hijo de Lindaura. Jorge no tiene idea de cómo pudo suceder a pesar de reconocer, entre nosotros, que las locuras de la mujer iban parejas con sus locuras en la cama.
Antes que empezaran las lluvias de enero, la mujer dejó de frecuentar los puertos para encerrarse en su cuarto sin permitir que nadie se acercara a su puerta. Era una agonía de todos los días que los tíos vivían con la esperanza de encontrarla muerta junto a su pequeño que apenas dejaba escapar gemidos fantasmales perdiéndose entre los rincones. Una que otra caridad se dejaba percibir entre los comensales de las pensiones, que, con cuidado, le alcanzaban platos de sopa de frijoles por entre las rendijas, sin comprender el comportamiento de Lindaura.
Durante años los habitantes del pueblo recordarían su aparición, su extraño regreso a este mundo disfrazado de agonía: abrieron la puerta y vieron una mujer avejentada, atravesada de largos y enredados recuerdos que preguntaba por nombres que alguna vez pasaron por el pueblo y que nadie recordaba, esgrimiendo a un hijo desgreñado, que apenas dejaba escapar un quejido y alzaba los brazos como buscando una gratitud que no se atrevía a enfrentar. Muchos la recuerdan, ofreciendo a su hijo como se ofrece una baratija que nadie quería. Entonces la veían enojarse, soltar el grito más largo escuchado en el pueblo, y las maldiciones eran el complemento a su rabia. La abuela contaría después que estuvo tentada de aplicarle un par de bofetadas y hacerla entrar en razón, pero al verla con los ojos inyectados de ira, sólo atinó a coger al pequeño y llevarlo a casa. Antes de cruzar el pequeño puente que dividía su terreno, escuchó una frase que le atormentaría hasta el último de sus días: te lo regalo antes que cualquier hombre lo venga a reclamar.
Durante el tiempo que pudieron verla en el pueblo siguió pregonando que su suerte estaba echada: no tenía un hombre en la cama porque hacía tiempo habían dejado de buscarla y que los últimos en aventurarse en su cama solo le habían servido para recordarle que era una hembra barata. Al finalizar el invierno y cuando las lluvias se hacían menos largas y los jóvenes empezaban a adueñarse del puerto y a realizar competencias sobre quién cruzaba el río en el menor tiempo posible, Lindaura desapareció. Nadie supo dar razón de su paradero. La última vez que la vieron estaba inhalando flores cerca al puerto, cerrando los ojos, sentada en medio de las topas, sonriendo al ver pasar un bote con el motor fuera de borda. Vestía un traje transparente que los muchachos vislumbraban con entusiasmo y le decían frases que le recordaban su intimidad. Eso lo recuerda mi amigo Silvio. En una pequeña nota que alcanzaba en la palma de la mano, escribió con letra apenas legible y con una pluma remojado en tinta de achote, que sus ojos se aventuraban más allá del horizonte, y que ella hacía tiempo había dejado de "caminar", y que si seguía en este pueblo era porque estaba esperando una oportunidad que no tenía nombre.
Los viejos pescadores, aquellos que dormitaban en las veredas todas las tardes mientras el sol sombreaba sus techos; aquellos que vivían en la entrada, echados sobre una dormidera, cerca de los guayabales; y los que habitaban por la salida, descansando en medio de las hamacas, tapados por taperibales y limoneros, no lograron verla atravesar el pueblo.
Lindaura desapareció y entre nosotros quedó la duda si no estaría muerta en alguna casa abandonada, por las afueras, cubierta de mala hierba, carcomida por hormigas rojas que buscaban sus ojos; porque, a veces entraban olores que no nos eran desconocidos ni nos llamaban la atención: la muerte y la pestilencia se daban la mano.
(extracto del libro "Historias de amor desesperado")

Texto agregado el 11-08-2011, y leído por 213 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-08-2011 Olvidé decir, mejor cuando se leen con ilustraciones o tomando en cuenta pinturas de Orlando Izquierdo Vásquez "el tigrillo". cvargas
11-08-2011 Siempre me han gustado los cuentos de la selva. Me recuerda a narraciones de Luis Salazar Orsi, Raúl del Águila Rojas o de Ludwig Cárdenas Silva, estimados amigos residentes en Rioja. Me hizo bien leer el extracto. Saludos. cvargas
 
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