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¡Oh Tú qué hiciste al hombre de deleznable barro
y en el Edén pusiste la serpiente ¡ Por negro
de pecados que veas al ser que Tú creaste,
perdónale y procura que él también te perdone.

Omar-El-Khayyam


Para nada necesito la jubilación, pensé con amargura esa mañana después de desayunar, mientras observaba con cierto desdén el jardín de mi residencia, a precio de oro un arquitecto en jardines lo había diseñado y le daba mantenimiento. Sonreí cuando recordé la cara que puso el arquitecto, al verse obligado por mi mujer a poner una estatua de Jesús niño en el fondo del jardín. Un jardín al estilo de Omar-El- Khayyam, lleno de delicias: una fuente con una réplica de la Venus de Milo con sus senos enhiestos (como los que me persiguen en mis sueños), flores cuyo colorido están más en consonancia con motivos paganos que religiosos.
Maldita regla de la judicatura que te separa de tu trabajo cuando cumples 75 años, ni que fuéramos curas católicos. Me arrellené en la cómoda silla marca “Terrazia” que tanto trabajo nos costó encontrar, ya que el arquitecto quería la mejor, aunque para su desgracia, no hacía juego con la estatua de madera de Jesús niño (carísima por cierto). No asimilo todavía a qué voy a dedicarme, y qué me queda ¿mis recuerdos? Para pinches recuerdos.

¡Otra vez!, otra vez siente de cerca las llamas del infierno, no sólo en sus sueños repletos de mujeres desnudas, y la vergüenza de mojar la cama sin despertar, “poluciones nocturnas, es normal a tu edad”, le dijo sonriendo el anciano médico de la familia. “Por tus pecados, el maligno te acecha, debes implorar perdón al Espíritu Santo que te aleje del mal”, dijo su padre confesor.
Ahora, en la misa dominical no puede separar sus ojos de los pechos de miel y de serpiente de su prima Leticia. “Padre nuestro que estás en los cielos… y en la cama de mi prima”, le sugiere el mismo diablo. Cierra sus ojos presa de remordimientos que atiza el recuerdo de sus compañeras de aula, olorosas a flores de primavera y deleites sin fin.

Recordarás con agrado cuando te recibiste de abogado en la Universidad Iberoamericana de Torreón. Fuiste de la primera generación de licenciados en derecho de la joven universidad, fundada cinco años antes. En tu catoliquísima casa, tus padres habían invitado a cenar al Señor Obispo para festejar tu recepción, y al Señor Ministro de Justicia de Coahuila, padrino tuyo, que te llevaría a ocupar tu plaza de Juez de distrito con sede en Torreón, a pesar de tu juventud.
Traerás a tu memoria las palabras del ministro: “la riqueza no va en detrimento de la verdad y la justicia, con dinero todo se resuelve con facilidad y prontitud”. Estarás consciente de que por un tiempo los pecados de la carne te dejaron en paz, mientras te enriquecías con las miles de triquiñuelas que tu puesto te ponía en bandeja de plata: la compañía constructora que hiciste quebrar y tú la obtuviste casi por nada, los contratos, que en connivencia con los regidores del ayuntamiento, obtenías para “mejorar” a Torreón.
Agradecerás que tu iglesia haya establecido la confesión, la comodidad de lavar tus pecados cada semana, claro, tratarás de suavizar la voluntad de tu padre confesor con cajas del más fino whisky. “La confesión es como cambiarse de camisa”, pensarás convencido.

¡Perversa muchacha!, me coquetea con maldad, pues bien sabe que no puedo despegar mis ojos de su suéter tan ajustado, que me provoca imágenes del misterio femenino que tanto me acongoja. Además, su pícara sonrisa invitadora de placeres prohibidos, que por desgracia no podré tener y menos con una alumna de la “Ibero”. Pero, con el pensamiento en ella, calmaré mis ansias de varón con alguna de las bellas “daifas” que venden sus encantos en mis casas de asignación —desde luego, a nombre de mis corifeos—.
Respetar las buenas costumbres, y que mis hijos, mi esposa y yo seamos ejemplo en la comunidad, ha sido y seguirá siendo mi divisa. Nací como católico y la religión es mi ideal que norma mi conducta, por eso sólo envíe un ramo de flores a la familia del regidor que se mató de propia mano, no podía con mi presencia en el funeral legitimar tal pecado, y mi padre confesor —excelente sacerdote—, estuvo de acuerdo.
Y ese joven que siempre me lleva la contra en mi clase de filosofía, desde luego en la línea aristotélico-tomista como es lo correcto. Este cabrón me habla del disque filósofo Jean Paul Sartre y su peregrina idea de que después de la muerte no hay nada. ¡Ni que fuéramos marranos! En nuestra católica universidad no se admiten estos desvíos, lo malo es que no podemos expulsarlo, ya que el padre es la persona más rica de la ciudad y con quien hago tan buenos negocios.

Te afligirá recordar que cuando cumpliste sesenta años, en la fiesta que organizó tu esposa, tu joven discípulo —acompañado de su padre—, te obsequió el libro “El ser y la nada” de Sartre, y la sonrisa burlona de un compañero tuyo al decirte:
— ¡Ni intestes leer ese mamotreto, no le vas a entender ni madres!
Herido en tu amor propio, al ver la burla en la cara de tu compañero y considerar que no te creía inteligente, de inmediato le dijiste:
—Claro que lo voy a leer, y para que veas que soy tu amigo, te lo explicare en palabras sencillas para que lo entiendas.
Rememorarás el impacto que te causó la lectura de dicho libro, al principio inentendible, pero dada tu capacidad de síntesis y tu magnífica memoria, pudiste cumplir tu palabra, y a tu amigo burlón se lo comentaste en forma peyorativa, desde luego un católico como tú no podía estar de acuerdo con las ideas del filósofo francés.
No comprenderás el porqué de tu inquietud en los últimos años de tu vida, tu mal humor y tu intolerancia hacía la gente que te rodea. Seguirás con tu vida de siempre, pues el tiempo habrá pasado rápidamente para ti y de repente sentirás la angustia de que te forzarán a jubilarte.

En la hermosa Catedral de Torreón, el excelentísimo Obispo oficiaba la misa de cuerpo presente de uno de los más preclaros hijos de la ciudad, el juez, que durante tantos años había servido a la comunidad. Su deceso había llenado de consternación a los ahí presentes que abarrotaban el recinto eclesiástico.
—Con la bendición de Dios todopoderoso, podéis iros en paz, la misa ha terminado —dijo el obispo.
—Qué excelente persona fue el juez —comentó uno de los presentes, al salir de la iglesia.
“Cuál excelente, si fue bien transa”, pensó otro.
—Tu papá, a pesar de su edad, se miraba sano y fuerte, por eso nos sorprendió la noticia de su muerte —dijo el presidente municipal.
—Así es, estaba ocupado escribiendo sus memorias —dijo el hijo.
—No cabe duda que era muy activo, trabajando hasta el final. ¿Sabes de qué murió?
—De causas naturales —contestó el hijo.
—Por la edad de tu papá es lo que se esperaba, pero, específicamente ¿qué diagnóstico pusieron en el certificado de defunción?
—Infarto agudo del miocardio —con profunda tristeza contestó el hijo.
No quiso aclarar que cuando encontró al juez sentado ante su escritorio, enfrente de él estaba una hoja con un recado póstumo: “todo vale madre”. Y mucho menos explicó que rompió este recado, y al mismo tiempo desapareció el sobre con resto de polvos extraños que se encontraba junto al recado.









Texto agregado el 09-10-2011, y leído por 271 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
03-07-2012 extraño el soliloquio! pero ameno! efelisa
 
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