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Inicio / Cuenteros Locales / Rubeno / Lo que tal vez fue un milagro de amor

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Como todo lo mío. Sin revisar. Incompleto.

Pero si no lo pongo aquí pronto desaparecerá...

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Vivió toda la vida con la duda de si aquello había sido un milagro, un milagro de amor, o tan sólo una más de las maravillas de la naturaleza. Pero lo cierto es que le gustaba recordar lo que había vivido en esa tarde extraordinaria y cada vez que lo hacía la escena llegaba a su mente con más claridad.

...

Habían llegado al puente del pueblo y ella, que había estado muchas veces en su ribera, no recordó el camino.

El sol abrazaba cuanto estaba a su alcance pero ellos no lo sentían. De tanto en tanto, a medida que subían por la orilla del río, se iban metiendo al agua y se dejaban llenar del frío tremendo que portaban
sus aguas.

Era un río pequeño y los puentes que lo atravesaban no llegaban a los diez metros. Pero su corriente bajaba con fuerza de las altas montañas y había que tener cuidado para no dejarse llevar por la fuerza de las aguas.

Cada vez que se sumergían, lo hacían con el cuidado de quien sabe que después del primer latigazo de frío el cuerpo empezará a agradecer lo que antes temía. Al principio caminaban el un vado y se miraban con una sonrisa y un gesto que mostraba el frío intenso que se abrazaba con las aguas. Luego, con cierta duda, sumergían la mitad del cuerpo y la sensación era tan fuerte que no quedaba más remedio que sumergirse por completo para que el calor huyera despavorido y se entrara al mundo misterioso y placentero donde los nevados y las pampas heladas se fundían con los caminantes.

Se hacía difícil respirar. Luego de un rato los antebrazos empezaban a doler y había que sacarlos del agua para que el sol espantara su sufrimiento. Pero el cuerpo sabía que lo que ls corrientes le hacía era para su disfrute y se dejaba llenar del deleite único de lo nuevo.

Todavía con la piel fría después de varias inmersiones en el río, llegaron al puente del pueblo y ante la duda de ella él dijo: por aquí.

Y por allí empezaron a subir tomados de la mano.

Pronto desaparecieron las casa y pronto el camino terminó. No era ese el sendero conocido pero a ella no le importó. Siguieron subiendo por brazos más pequeños que alimentaban el río y llegó el momento en que el río también desapareció convertido en un hilo de agua que apenas mojaba los pies.

El esfuerzo del ascenso les calentó el cuerpo y el sol, ahora furioso e inclemente, tostaba sus pieles sin
remordimiento.

Buscaron algún sendero sombreado, pero los árboles también habían desaparecido. Y así como antes habían sido uno con el helaje de las montañas, ahora lo eran con el horno sofocante que lo dominaba todo.

No sólo buscaban sombra los cuerpos. También lo hacían las almas. Almas que sabían que el amor era suyo pero que poseerlo era como tener lo más frágil del mundo, asido con manos temblorosas.

Habían aprendido a amarse sin decirlo, como si con solo nombrarlo se abriera la jaula en que el amor se había metido por su propia voluntad y con llamarlo se diera cuenta de que podría irse en un momento.

Y así, en silencio, buscaban el arrollo perdido y ansiaban su frío.

Se adentraron de nuevo a la espesura y buscaron el murmullo del agua.

Se preguntaban, cada uno para sí, si después de toda una vida de desencantos por fin habían encontrado lo que sus soledades tenían por efímero y caprichoso.

Y apareció el arrollo. Era uno de los muchos brazos que más abajo se convertía en río de espumas y de piedras gigantes, y que ahora bien podría cruzarse de un salto pero que ya traía el ímpetu de una vida corta pero plena.

No necesitaron decirse nada pues ya sabían que el frío los llamaba y ella, acomodándose en un espacio donde apenas cabía su cuerpo, entro al arroyuelo, se sentó en su cauce y por en momento se le cortó la respiración cuando un helaje con puntas de lanzas atravesó su cuerpo.

Disfrutó aquella sensación. Disfrutó esa lucha perdida de su cuerpo por retener el calor. Y una andanada de temblores la recorrió completa como en los momentos más intensos de la pasión.

No resistió mucho. Pronto empezó a perder la conciencia de sus brazos y, aterida y feliz, con una mirada pidió ayuda para salir del delicioso líquido glacial que la refrescaba más allá de la prudencia.

Al otro lado del arrollo una piedra enorme y alta, pulida por incontables golpes de frío del que no siempre había sido tan pequeño arroyo, la invitaba a descansar. El sol atravesaba la maraña que formaban los árboles del bosque y caía, acariciador y grávido, sobre esa piedra de gigantes que le decía ven.

Y se acomodó allí de la misma forma en que una sirena niña se había acomodado en una piedra de un puerto lejano y bello para mirar con nostalgia al mar.

El lugar que ocupara hace unos instantes era ahora ocupado por él. Los látigos del frío lo atormentaron ahora a él y una paz inmensa lo envolvió todo. Cuerpos y piedras. Árboles y aguas. Luz y frío...

Sentados como estaban, ella en la piedra y él en el agua, sus pensamientos eran los mismos. Ambos miraban loa pájaros azules que atravesaban el arrollo más abajo. El ruido de la corriente no dejaba oír
sus gritos, pero a cambio el sol los volvía saetas de luz brillante.

Se preguntaban a su vez y sin decirlo, si el mundo era de verdad tan perfecto y si aun en medio de tanta ensoñación habría espacio para el amor.

Fue entonces cuando él vio, en la base de la piedra donde ella estaba, muy cerca de sus ojos y en el borde donde el agua salpicaba la base de la piedra, fue entonces cuando vio una mariposa.

No podía ser más modesta. Era negra y estaba bebiendo de la piedra húmeda. Le costó trabajo ver las otras mariposas que acompañaban a la primera. Tan perfecto era su vestido de color de noche.

Pero cuando abrió sus alas para acomodarse, un destello de azul brillante exploto en la base de la enorme roca con la belleza de lo inesperado y maravilloso.

Ella, comenzando a entrar en calor, comenzó a exhalar vapor. Esa en vapor suave que se inició como un vaho casi transparente y que se fue intensificando hasta que la cubrió por completo y se hizo del todo
visible.

Una mariposa de alas ajadas revoloteó en torno a ella, como si su coraza tenue de calor la sedujera. Y cada vez que abría las alas los destello de un amarillo intenso adornaban el cuerpo de la sirena niña.

Llegó otra mariposa. Y otra. Y atraídas por las emanaciones de vapor de la bella sedente llegaron muchas, muchas. Y todas revoloteaban a una palma de distancia de su cuerpo, sin tocarla, ebrias de vapor, llenando el aire de destellos de mil colores cada vez que abrían sus alas.

En un momento quedo ella envuelta en mariposas volantes, rodeada en un manto sutil de colores que cambiaban con el centellear de las alas y que que formaban un halo perfecto de brillante belleza.

Y así, tan súbitamente como habían llegado, las mariposas se fueron.

Y los dos amantes, todavía en silencio, no salían de su asombro.

El salió del agua y ella bajó de la piedra. Y lentamente bajaron por el arroyo, hasta el puente, y retornaron a sus vidas de siempre.

La danza de las mariposas nunca los abandonó. Ni siquiera cuando fueron viejos y sus piernas no pudieron llevarlos más al arroyuelo mágico de la plenitud de su amor.

Texto agregado el 05-12-2011, y leído por 113 visitantes. (0 votos)


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