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Había logrado conservar algo de calma mordiéndose el labio inferior, pero cuando cruzó la esquina de los costeños y miró al fondo de la calle hacia la casa de doña Hortencia, se derrumbó del todo. No pudo seguir hablando y las lágrimas no lo dejaron ver con claridad. Pero no necesitó sus ojos para ver un mundo que se había transformado de manera súbita. Ya no era un hombre maduro y curtido por la vida. Se vio a sí mismo, con diez años, sentado en el borde de la puerta de la casa de Jairo con sus amigos, inventando mundos.

El viaje hasta sus orígenes había sido inesperado. Muchas veces había visitado su ciudad y aunque había deseado recorrer el barrio de su infancia nunca le había urgido hacerlo. Con cierta frecuencia pasaba por la ciudad en escala hacia otros lugares y sólo de vez en cuando se quedaba unos día, cada vez menos y nunca se dio cuenta de que ya no pertenecía a ese lugar y que sus raíces de viajero no se habían instalado en ningún lugar.

El viaje en esta ocasión había sido también extraño. Su propósito era participar en el congreso de Esperanto, pero sólo hasta el último minuto había decidido viajar pues las lluvias de estropicio que cada año arrastraban ciudades, descuajaban montañas y destrozaban carreteras, habían sido las peores desde que se tenían noticias y no había manera de viajar por tierra.

Hubiera podido hacerlo por avión, pero se trataba del congreso de Esperanto y sus amigos esperantistas, apenas unos muchachos, no podían costearse el pasaje aéreo. Así que decidió acompañarlos en su aventura por las carreteras inundadas de su país.

No contó, sin embargo, con el hecho de que el día del viaje las madres de los muchachos dudaran sobre sus permisos cuando las noticias mostraban que los naufragios se habían adentrado en las carreteras y él mismo, la única persona mayor de la expedición, se aunó a la voz de alarma para decir que el viaje se aplazaba hasta que bajara la marea de las vías.

Esperó durante la noche noche. Estuvo pendiente de las noticias. Llamó a las autoridades y a media noche se enteró de que había paso restringido. Llamó a los muchachos pero ya el miedo había hecho correr la aldaba de la angustia en los corazones de las madres y los permisos habían sido negados.

Pasó una noche amarga y decidió no ir al congreso. Se levantó de mal humor y mientras desayunaba se acordó de una muchacha que le había dicho no hacía mucho: “Sólo se vive una vez”. Y sin pensarlo más, sin comprobar si las inundaciones habían cedido y con la resolución de los suicidas se levantó del comedor, se vistió y se puso su estrella de esperantista en el pecho y dijo: “Me voy”.

Hizo un último intento de convencer por teléfono a los muchachos que al oír su voz resuelta prometieron insistir una vez más por el permiso. Llamó a Katino y ella, que estaba pendiente de cualquier noticia, no preguntó nada. Dijo sólo: “Vamos”.

Se vieron en la estación de buses. Llamaron a los muchachos. Pero las madres no había dejado de serlo y la expedición al mundo del Esperanto, tan largo tiempo soñada, se terminó de derrumbar. Tomaron el primer autobús que salía hacia la ciudad del congreso y sin preguntar nada se dejaron llevar. Tan sólo eso. Se dejaron llevar...

Su ciudad los despidió con un medio día fresco que no recordaba nada de las lluvias sin misericordia de los días anteriores. El cielo, parecía increíble, estaba despejado y brillante. Las rectas interminables de una carretera que iba rasgando los cañaverales permitían ver a lado y lado las dos cordilleras que reposaban a lo largo de la carretera con ademán protector. Y para completar el milagro, un atardecer oceánico se instaló en el valle y las pocas nubes que se habían resistido a los vientos tibios de una tarde de paraíso comenzaron a brillar con destellos azulados y rojizos de una belleza arrobadora, como si el resto del país no se estuviera hundiendo en la catástrofe anual de las inundaciones.

Con un clima que envidiarían las huríes, atravesaron los ríos de torrentes endemoniadas; los cafetales que tapizaban con hileras de damero las montañas ondulantes donde los amores se acompañan con un tinto; los campos bellísimos que se iluminaban con los últimos rayos de un atardecer por el que habría valido la pena morir.

Cuando menos lo pensaron, se dieron cuenta de que el autobús comenzaba a ascender por los vericuetos de la cordillera.

En contra de lo que siempre sucedía, las altas montañas no estaban cubiertas con su constante capa de neblina. Una luna llena que hubiera hecho suspirar a las todavía preocupadas madres, iluminaba los precipicios y una paz simple y perfecta envolvía la carretera.

Se enteraron de que el congreso ya había comenzado cuando recibieron un llamada telefónica. Pero era tan escarpada la carretera y eran tan altas, tan altas las montañas, que sólo le permitían a la luna llegar hasta los viajeros que se asombraron con una llamada entrecortada que les anunciaba que navegaban en un río de luz de luna mientras el resto del país seguía destrozado por las lluvias.

Se despertaron en la madrugada cuando el autobús paró en una ciudad cubierta de luciérnagas. Ya había quedado atrás la zona de los derrumbes y el autobús había pasado justo a tiempo para no tener ningún retardo cuando los ejércitos de obreros iban reabriendo la carretera.

Recordarían después que entre sueños pasaron por túneles larguísimos y por pueblos dormidos que apenas se percataban de la belleza de la noche.

Cerca del amanecer llegaron a la ciudad gigante y fría del congreso de Esperanto y no la sintieron ni tan gigante ni tan fría. Lamentaron tan sólo que los muchachos que no habían viajado estuvieran a esa hora entregados a sueños de desespero mientras sus madres roncaban con la felicidad de haber salvado una vez más a sus hijos de los rigores de la vida.

Apenas durmieron dos horas en la casa de Chris y salieron muy temprano, en una mañana de domingo radiante y transparente, rumbo al congreso.

La casa de Chris, que no había encontrado otra manera de sobrevivir al desorden que hacerlo conmovedor, se encontraba cerca de la parte de la enorme ciudad en donde él había nacido, así que el autobús que los llevó al congreso recorrió las calles que él había recorrido en su infancia. Cuando vio a lo lejos la torre de la iglesia donde había hecho la primera comunión quiso acomodarse para verla con más detalle, pero el tumulto de la gente que atestaba el autobús no le permitió moverse. Pero allí estaba la torre de su iglesia. Y allí, muy cerca de la torre, cruzando la esquina de los costeños, la calle de su infancia. Mucho más cerca de lo que había estado en los últimos cincuenta años...

Cuando llegó a la estación que marcaba la cercanía del congreso ya se había disipado el recuerdo de su barrio y una ansiedad creciente lo fue recorriendo. Al atravesar el umbral de la sede del congreso se dejó llevar por la felicidad de volver a ver a viejos conocidos, por la alegría de conocer a nuevos hablantes una lengua de fantasía y por la magia única de un idioma hermoso que fluía con la naturalidad y belleza con que la luna había iluminado su universo la noche anterior.

La contundente lógica del idioma lo fascinaba. Pero también su elegancia. Y a medida que se desarrollaba el congreso comprobó por enésima vez lo que sabía con certeza por experiencia propia: que el Esperanto era un idioma extraordinario con una rara belleza y una utilidad práctica admirable que solo quienes no lo conocían no podían imaginar.

En los descansos entre las conferencias aprovechó para caminar por los alrededores de la sede. La casualidad había querido que los hablantes del idioma internacional se encontraran en un lugar cercano al colegio de su juventud.

Parecía que las circunstancias se unían para hacerlo revivir su pasado, pero estaba tan ensimismado disfrutando de sus amigos, de un sol acariciador y dulce que seguía desafiando a todas las inundaciones, entregado de un congreso hermoso y emocionante, que no se dio cuanta del reencuentro sutil de su vida con el pasado.

Como sabía que la felicidad es de naturaleza nómada y no se place en asentarse por demasiado tiempo en un solo lugar, no le extrañó que el congreso hubiera pasado como si hubiera sido un sueño. Sus pensamientos se llenaron de tristeza cuando se clausuró el evento. Y no terminó de lamentarse sino hasta mucho tiempo después de que sus amigos no hubieran venido.

Pero el pesar de dejar a sus colegas esperantistas dio paso a una emoción nueva y extraña. A una especie de vacío. No la supo definir y ni siquiera notó que se había ido acumulando durante los últimos días. Pero cuando Katino y Chris vieron su mirada anegada dentro de él mismo y le preguntaron que qué quería hacer, descubrió como si fuera una revelación que se había ido llenando de nostalgias cada vez que su autobús se acercaba a la iglesia de su infancia y no hubo una sola brizna de duda en su voz cuando contestó: “Quiero ir a mi barrio”.

Tomaron de nuevo el autobús de los recuerdos pero esta vez no siguieron de largo.

Ya se había asombrado viendo cuánto había cambiado su ciudad pero no tuvo que hacer ningún esfuerzo para ver que en sus muros iban pintándose los recuerdos de una época simple y feliz que se iban acomodando en su alma como su había acomodado en su corazón la luz de la luna de la carretera encantada.

Llegaron a la estación de la iglesia y se encaminaron a ella. Los recuerdos se iban acumulando con la emoción de lo redescubierto y se asombró de que fueran llegando a su memoria detalles que creía perdidos.

Estaba terminando el día y un atardecer hermano de aquel que lo había despedido de su ciudad, tan imponente pero despistado, que se había dejado llevar por los vientos de los páramos, echó sus amarras en la torre de la iglesia y atracó sin inmutarse en el atrio llenando con luz maravillosa las calles que volvían a ser las de su infancia. Su corazón se convirtió en un traductor de recuerdos y en lugar de las casas primorosamente cuidadas en que se había transformado su barrio, vio de nuevo las casitas simples de colores vivos que constituyeron su universo de niño.

Ya no caminaba entre Katino y Chris sino que le pareció iba con sus amigos de infancia por las calles de un barrio de casas de muñecas, plagado de maravillas, y se emocionó cuando creyó que los volvía a ver y cuando imaginó que volvía a hablar y a jugar con ellos y sus rodillas casi no pudieron sostenerlo cuando llegó a su conciencia, con plena claridad, el pensamiento portentoso y dulce de que había tenido una infancia feliz.

Apretó los dientes y entraron a al iglesia. El tiempo se había detenido en ella. La luz tenue era la misma de sus días de niño, el murmullo de las beatas seguía indemne, los confesionarios estaban tan oscuros como siempre y se vio otra vez haciendo la primera comunión en el momento justo en que iba a recibir la hostia. Sintio otra vez cómo chocaba contra la comisura de su labio y caía al suelo. Y veía cómo el padre la perseguía mientras rodada y rodaba. Y veía con toda nitidez cómo la recogía. Y veía cómo, le parecía otra vez increíble, le daba la misma hostia sin limpiarla.

Todo lo veía desde el muro de atrás, el que siempre fue su puesto de observación y el que siempre estuvo tan cerca de la puerta que le permitía escaparse a la vida real cuando la monotonía de la misa lo empujaba hacia el parque de ensueño donde lo esperaba la libertad de la vida.

Salieron de la iglesia y comprendió que le faltaba poco para derrumbarse, pues nadie podía resistir una carga tan grande de recuerdos, por más dulces que fueran.

Llegaron a la esquina de los costeños y por más que apretaba el labio inferior tratando de esquivar los recuerdos, no pudo hacerlo y los costeños se le aparecieron de nuevo, sentados en sus sillas en el anden de su casa al lado de un parlante enorme, llenos de harina y muertos de la risa escandalizando a los vecinos con una música distorsionada por el volumen que les devolvía la alegría de su patria Caribe y los reconciliaba con el universo.

Cruzó la esquina y vio la casa de doña Hortencia, al lado de la suya, y no pudo resistir más. Dejó de ser un hombre maduro que había dado mil batallas a la vida y se convirtió en lo que realmente había sido siempre: un niño de diez años que nunca había dejado de asombrarse ante las cosas del mundo.

Con los ojos llenos de lágrimas recorrió la calle de su infancia. Todas las niñas y niños que habían sido sus amigos salieron recibirlo y se conmovió hasta mucho más allá de las lágrimas cuando se percató de que no había pasado ni un segundo desde la última vez que los había visto y había jugado con ellos en esa, su calle.

Se sentó de nuevo con sus amigos en el borde de la puerta de la casa de Jairo, al lado de la suya, contemplaron el atardecer y sintieron una brisa marina que había llegado a ellos evadiendo las trampas de las altas montañas y que ahora refrescaba sus mejillas. Comenzaron otra vez a crear mundos dejándose arrastrar por una imaginación desbordada. Y llegaron sin ninguna dificultad a la conclusión de que no sólo el atardecer era bellísimo, sino que todo lo era. Y de que no solamente todas las cosas eran bellas, sino que además eran mágicas y maravillosas.

Y cayó en la cuenta de que había valido la pena vivir toda una vida, larga y muchas veces turbulenta, tan sólo para tener ese pensamiento...

Texto agregado el 28-01-2012, y leído por 171 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
28-01-2012 flojera leer tanto... lo siento psikotika
 
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