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Inicio / Cuenteros Locales / danielkm / PERFUME DE ROSAS NEGRAS

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Después del baño placentero y perfumado de cada noche y de vestirse lo más cómoda que pudo, Vanessa preparaba minuciosa la cena, cocinar era una de sus pocas debilidades, definitivamente era su cable a tierra, como ella misma lo definía, era el único momento del día donde su mente dejaba de lado el poder absoluto, el mando, los números, los porcentajes, las inversiones, los riesgos, las ganancias, el dinero y reinaba gustosa su paciencia, su bondad.

Con tiempo todavía a su favor, puso paciente los platos sobre la mesa, los cubiertos, las copas, después el pan, luego el vino, mientras de reojo observaba impaciente el constante latir del reloj de péndulo empotrado en uno de los muros de la cocina.

Su otra mitad, aún no había llegado.

Ellas solían discutir cada tanto, en los últimos años con mayor asiduidad, aunque las inevitables discusiones siempre llagaban a un acuerdo, a una mediación en bien del equilibrio de las dos: según argumentaba Vanessa.

Su otra mitad, entendía desde hacía tiempo que Vanessa se beneficiaba más que ella en los acuerdos, pero nunca se animó a revelarse. Era ella la que siempre tenía que ceder, el poder de convencimiento de Vanessa era realmente imperial.

No tan solo ella padecía su crudo manipulo, desde hacía años la ciudad entera era testigo de cómo Vanessa acrecentaba el poder que relucía bajo sus pies, siendo todos conscientes, al mismo tiempo, del enorme placer que esto le provocaba.

Vanessa era implacable, la mayoría de sus empleados, sus clientes, e incluso de sus competidores, le rendían pleitesía, y muchos, hasta le temían. Pero de un modo u otro, todos sabían que ella era la única capaz de sostener, y mejor aún, acrecentar mucho más el poderío de su imperio.

Ya eran pasadas las diez y media de la noche y Vanessa no tenía la menor idea del porqué del retraso de su otra mitad. Hermética, enloquecía de a poco. Había apagado afligida las hornallas dejando de lado el pináculo de su cena y ya estaba fumando su cuarto cigarrillo en cuestión de minutos. Nunca fumaba en la cocina, era otra de sus reglas inquebrantables, pero el contexto la absorbía. Y eso empezaba a fastidiarla de sobremanera, a sacarla de quicio.

Al cabo de unos minutos volvió a observar el palpitar del reloj, ya habían pasado cuarenta y cinco después de las diez de la noche y un escalofrió le atravesó el cuerpo, su otra mitad aún no daba señales de vida. Era la primera vez que sufría ese tipo de retraso desde que tenía memoria. Pensó en la discusión que tuvo esa misma mañana y se sintió culpable por eso. Sabía bien que si algo le sucedía a su otra parte, le sucedía a ella misma, y ese pensamiento la aterró.

Apagó un cigarrillo a la mitad y en cuestión de segundos volvió a encender otro. Entonces pensó lo peor. Ahogó el cigarro que acababa de encender en el cenicero, corrió hasta su habitación, tomó un abrigo y salió rápidamente en busca de ella misma.

Mientras el descenso del ascensor se volvía una tortura inevitable, se juró nunca más vivir en un décimo sexto piso. Ya casi llegando a la planta baja cayó en la cuenta que, debido al horario, no tenía a su chofer a disposición, por lo que, una vez en la calle, buscó una taxi para poder trasladarse. Subió en uno y en ese instante se dio por enterada de que no tenía la menor idea por dónde empezar la búsqueda cuando el taxista preguntó adónde se dirigía.

Después de basilar unos instantes dentro de lo perturbado de sus pensamientos, ordenó al chofer del taxi que la llevara urgente a la avenida Santa Fe y Anchorena, lugar donde se arraigaba imponente el edificio Lamond Lecò, sede incuestionable de su sólido imperio textil.

Sería un buen lugar por donde empezar, pensó. Después de todo, era el lugar donde su otra mitad se ganaba la mitad de su vida.

Seguramente el trabajo la había retrasado como a ella en un sin fin de oportunidades, sentenció su pensamiento pensando como ella misma.

Bajó del taxi no sin antes ordenarle al taxista que la esperara, subió las escaleras de ingreso al edificio, llegó hasta los ventanales de acceso, y, al reconocerla, uno de los guardias del Lamond Lecò corrió para abrirle la pesada puerta de entrada. Ni bien ingresó preguntó si quedaba alguien en el edificio.

—No, señora —respondió el guardia, sorprendido.

Vanessa, ignorando la respuesta del uniformado, se dirigió hasta los elevadores embutidos a un costado de los bufetes de recepción. Impaciente, golpeó una y otra vez el botón de su ascensor privado hasta que las puertas se abrieron, entró en él repitiendo dentro lo mismo con el botón que la depositaría en lo más alto del edificio. Las puertas del elevador se abrieron en su despacho, el ostentoso piso de su reinado estaba en penumbras, encendió las luces, la llamaba a los gritos, enajenada, mientras recorría su esperanza de encontrarla por cada rincón de su despacho, luego por el de su secretaria, luego por la sala ejecutiva, luego por la biblioteca, por el salón de gimnasia, por su privadísima sala de arte, por su habitación personal, por su petit atelier donde ocasionalmente pintaba luego de algún logro inusual, hasta por su baño privado buscó desesperada. Pero no existía rastro alguno de ella. Vanessa empalideció. En un segundo se le congeló la sangre resistiéndose a llegar hasta donde su pensamiento ya estaba instalado.

Ahora sí pensó lo peor, y eso definitivamente quebró sus fuerzas.

Vagó en la parte trasera del taxi con lágrimas ocultas en sus ojos por innumerables lugares de la ciudad rogando al cielo que pudiera encontrarla en cualquier sitio, menos ahí. Recorrió restaurantes, shopping, lugares emblemáticos, monumentos históricos, librerías, teatros, cines, la buscó hasta en lo lugares menos pensados, plazas alejadas, boliches bailables, ferias de baratijas. Su destino parecía sentenciarla otra vez al fracaso absoluto deambulando por acuosas avenidas invadidas por noctámbulos sin prisa. De pronto ya no tuvo opción, y ordenó al taxista que la regresara a la peor parte de su vida, a un pequeño bar donde su otra mitad solía refugiarse cuando la melancolía instalaba los recuerdos a empujones en noches espinadas. Vanessa odiaba ese lugar. Hacía años lo había borrado de su mente junto a otros recuerdos que todavía dolían en secreto. El palpitar de su corazón no daba tregua a medida que se aproximaba. Las calles traspiraban la humedad de un Buenos Aires enamorado de la llovizna. Su malestar aumentaba a medida que el taxi avanzaba para dejarla en el lugar más crítico de su historia. Sabía en lo más profundo que los encontraría ahí, y no soportaría esa traición de su sangre.

El taxi detuvo su caminar en un semáforo en rojo, Vanessa estuvo a punto de retomar el camino de regreso a su reino. No lo resistiría. Se aferró al asiento de atrás mientras sus ojos se adelantaban a la certeza de su corazón envuelta en una lágrima con mil preguntas. El taxi retomó su andar, apenas faltaban cincuenta metros para que el destino le abofeteara la vida. El taxi se detuvo, Vanessa bajó con los ojos húmedos como la mirada de la ciudad. El bar de su dolor pisaba la misma vereda que ella, los ventanales estaban empañados como sus ojos, como sus manos. Su corazón exigía una bocanada de aire, de paz. Se acercó temerosa a la ventana, el bar atestaba de gente sin rostro, borrados por el vapor opaco de la humedad. Con una de sus manos frotó el cristal para observar con claridad si ella estaba dentro, y fue lo último que hizo antes que se le paralizara la vida. Ella estaba ahí, con él, riendo a carcajadas. Él acariciaba su rostro detenido en los momentos anteriores a esa noche fatal, ella lo tocaba con esa mirada que se extravió con los años por la dureza de un corazón que presume ser invulnerable para siempre. Él estaba intacto, con su sonrisa, con su juventud, con su belleza intocable, imperecedera, como sólo viven los recuerdos que uno no puede ni desea matar. Vanessa contuvo el llanto en sus ojos, en su garganta, con la fuerza de no doblegarse ante su presencia, aunque él no la viera, con el orgullo ya vencido de una mujer que sabe esconder en los rincones ásperos de la nostalgia la única batalla perdida de la vida y al mismo tiempo, la más importante.

Su otra mitad llevaba en la piel la felicidad que a ella la desteñía, que la borraba deliberadamente arrojándola a la soledad y al olvido.

Todo estaba allí, todo su camino recorrido, toda su historia, en el bar donde su juventud perdida en hambrientas ambiciones abandonó el amor, y el camino elegido esa misma noche, hoy le rasguñaba el alma.

Vanessa volvió a su reino de portarretratos sin rostros en su mesa de recuerdos infelices, a su imperio de silencios tajantes y cicatrices ocultas bajo la alfombra de las desdichas.

Ella, sabía desde un principio que su otra mitad jamás volvería.

Parada en la ventana de su balcón, casi a oscuras, Vanessa observaba cómo las luces de una ciudad que antes fue albor, ahora se iban apagando de a poco, mientras el cristal le devolvía el crudo reflejo de una mirada gris, detrás de unos ojos consumidos, agrietados, rodeados por las arrugas de un rostro en otoño marchito por los años, sostenida a un bastón que la auxiliaba cada día a soportar el peso inhumano de la vida.

Texto agregado el 22-05-2012, y leído por 176 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
21-06-2012 Honestamente, tu estilo es de mi total agrado. Sigo leyendote, mientras saboreo esta frase que quedo grabada en mi memoria: "Las calles traspiraban la humedad de un Buenos Aires enamorado de la llovizna" Larryd
23-05-2012 El tema y la trama me parecieron muy buenos, inevitable asociarlo a un corto cinematográfico. No estoy de acuerdo con el estilo del relato, me parece muy formal y hasta frío por momentos, como si se tratara de alguien contando descomprometido, la película. ¿Qué pasaría si ese relato fuera más pasional o más sensible y no tan informativo? Saludos abulorio
23-05-2012 La soledad de la soberbia no tiene género...***** achachila
23-05-2012 Que horrible dejar de vivir,llegar a la vejez en soledad teniendolo todo sin tener nada. Excelente tu cuento,da para pensar.***** marisas
 
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