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Peinpot visita a Castillo.

Como tenía que ir a Buenos Aires a buscar unos resultados de los análisis de una de mis pacientes, aproveché para llamar a Castillo y recordarle que nos debíamos un encuentro de camaradería entre dos escritores, ambos medios chiflados. Trataríamos también de ubicar a Primo y nos iríamos a un lugar de Palermo Viejo que conozco a comer una pizza y tomar un par de cervezas.
Castillo tuvo una mejor idea. Porqué yo no iba primero a la casa de él en Derqui , donde me mostraría esos libros antiguos que tiene y que me gustaría mucho ver. Se trata de los cuatro tomos en cuarto menor de La Ilíada de Pope, unas joyas para los anticuarios y sería una gran emoción para mí tenerlos en mis manos y poder hojearlos.
Después iríamos a visitar a Nilda que vive por ahí cerquita y luego me llevaría a la Capital a hacer mis trámites. Ante tal panorama acepté enseguida.
A la gente de mi provincia no le gusta ir a la casa de nadie con las manos vacías, así que decidí llevarle a Castillo algo de acá, de mi tierra, de mi Corrientes Porá.
No hay nada mejor para los de la Capital que los pescados de Corrientes, así que decidí llevarle de regalo un lindo dorado o algún hermoso surubí.
Preferí el dorado, porque pesaba menos que el surubí. Era un dorado mediano, tirando a chico. Pesaba 14 kilos.
Lo hice envolver bién, con hielo seco en su interior porque me esperaba un viaje de seis horas en el ómnibus.
El bus salió de Corrientes a las 6 de la mañana y había un sol abrazador que prometía un día espléndido.
Llevábamos una hora de viaje cuando pinchamos un neumático, el que fue cambiado dos horas después.
Cuando todo estaba listo para proseguir el viaje, el conductor no logró poner en marcha el motor del bus. Pidió ayuda a su compañía por radio y luego de tres horas más al sol, que derretía al ómnibus logramos seguir viaje despacito, a unos 30 Kms por hora.
El dorado estaba guardado en el compartimento de equipajes del bus y a mí me parecía que el olor del pescado ya estaba penetrando al interior. Me pareció que varias personas arrugaban la nariz con desagrado. Cuando llegamos a Derqui y debía bajarme, decidí ignorar el pescado y no reclamarlo a los choferes, pero estos que no encontraban el momento de deshacerse de semejante equipaje, me lo entregaron muy cordialmente. Le pregunté a uno de los choferes si no quería quedarse con el dorado, pues era muy pesado para cargarlo, pero el hombre se largó a reír a carcajadas y me dijo que no le gustaba el pescado y mucho menos si estaba podrido.
En una mano tenía mi bolso de viaje con mis cosas y con la otra arrastré el paquete hasta la parada de taxis. Había una fila de seis coches, pero en cuanto me vieron llegar, salieron todos a toda velocidad, seguramente escapando de mí. Me senté en un banco de la plaza, apoyé el paquete en el suelo y distraídamente con el pié, fui empujando el paquete debajo del banco. Se había juntado un verdadero enjambre de moscas y el olor ya era francamente insoportable.
Tenía ganas de llorar y cada vez que siento ganas de llorar, recito unos versos de Paul Elouard, pero me pareció tan ridícula la situación que no pude acordarme de ninguno.
Me paré y ya me estaba alejando como una vulgar delincuente, cuando el guardián de la plaza, un hombre vestido de verde y con una horrible gorra me advirtió que me olvidaba el paquete.
Lo agarré de los hilos y me fui arrastrándolo una vez más.
Para peor estaba perdida. Castillo me había dicho que al bajar del ómnibus tomara un taxi y le dijera que me llevara a la Quinta Castillo, que todos la conocían, pero no veía otro taxi por los alrededores.
Decidí caminar una cuadra más, hasta el semáforo y preguntarle a alguien , porque no había ni un solo negocio abierto. Todos los comerciantes de Derqui cierran sus tiendas al mediodía y no las abren
sino hasta las cinco de la tarde.
En el semáforo se detuvo una camioneta con varios hombres
en la parte de atrás. Seguramente trabajadores.
A los gritos le pedí al conductor que me llevara hasta la Quinta Castillo, porfi, por favor, por favorcito. El hombre accedió y yo de un envión tiré en la parte de atrás el paquetón que ya estaba todo húmedo y olía espantosamente. Me subí a la cabina junto al conductor, mientras los obreros en la parte de atrás gritaban y maldecían.
La Quinta Castillo estaba a solo tres cuadras de ahí y el buen samaritano que me llevó, detuvo la camioneta justo frente a la puerta.
Abrí la portezuela y bajé de un salto, cayendo con tan mala suerte en un enorme bache que había ahí. Encima me cayó el paquete con el pescado que me arrojaron los trabajadores y se fueron. Salí dificultosamente del pozo, toda embarrada y fétida y con los ojos llenos de lágrimas. Golpeé las manos, porque ni timbre había y salió una mujer anciana. Era la mucama quien me dijo que Castillo me esperaba mañana, no hoy. Seguramente había una confusión en la fecha.
—Edy quería esperarla mañana con un rico almuerzo y por eso se fue al Puerto de San Isidro a comprar un pescado. No sabía si traer un dorado o un surubí...




Texto agregado el 22-07-2012, y leído por 238 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
25-07-2012 Jájajaaaa...decíle a la Peinpot que la extraño. Quisiera preguntarle muchas cosas sobre su trabajo, jejejeje...Besotes!***** MujerDiosa
24-07-2012 con l humor que te caracteriza has escrito la odisea de peinpot me alegra leerte*********** yosoyasi2
23-07-2012 Siempre es un placer el pasearme por tus letras, es hilarante, creativo, cargado de imaginación. Nada mejor terapia diría la doctora que unas buenas carcajadas. Mis saludos desde el otro lado. Un abrazo. Stromboli
22-07-2012 Bien escrito sin complicación. Me gusta tu estilo. umbrio
22-07-2012 ¡ Genial ! Merece que los invite a un cebiche de surubí (que no se qué es, pero suena rico) ZEPOL
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