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Es día de júbilo este domingo primaveral del año de gracia 1792 en Santillana del Mar y repican a gloria las campanas de la Colegiata.

Por las adoquinadas calles de la villa se adelanta un cortejo multicolor. Lo va acompañando una cohorte de chiquillos ruidosos y andrajosos a los que echa moneditas.

La más bella niña del lugar, hija única del molinero, acaba de desposarse con el rico indiano Don Rigoberto del Pozo Salvatierra, de vuelta de las Indias Occidentales. Camina la boda hacia su vivienda de la Calle del Cantón, comprada por vil precio a un marqués arruinado por el juego y las mujeres.

La bella apenas acaba de celebrar sus diez y ocho primaveras. Y desde el noviazgo, cada noche, durante sus insomnios, su padre mentalmente cuenta que te cuenta su nueva fortuna.

No sólo se libró de abonar a Clara una dote, sino que logró una importante compensación. Desde su enviudamiento, era su hija quien mantenía el hogar y ahora conoce una doble afflicción, ¿verdad?

Lo consuela pensar que con esta cantidad podría mandar construir un segundo molino en la loma de las Yeguas y arruinarle el negocio a su rival del pueblo vecino.

Después de todo, era su hija y ninguna otra más a quien quería por mujer este negociante. Por cierto, tiene a su favor el caudal ganado por su padre en la industria azucarera, pero también, ¿cómo os lo diría? un físico peculiar al que no estamos acostumbrados por aquí. Eso bien merece la familia verlo compensado ¿no?

Desvanecidos, pues, los planes que formó para Clara y los esponsales acordados con el notario. Pero no tuvo que convencer a su hija. En seguida supo ella dónde residía su interés. Incluso sospecha que lo hizo todo para que la notara este acaudalado heredero. Quien quiere los fines acepta los medios ¿no? Con lo cual, hoy se pavonea, con porte altanero y frente serena, en este vestido de terciopelo azul marino con escote generoso y adornos de encaje.

Aquellos son los pensamientos del molinero Pedro Mendoza Trueba, mientras acaba de pagar lo debido al canónigo cura. Quien lo guardó con prisa en una de sus numerosas faltriqueras. Buena pinta tiene hoy Pedro Mendoza con el vestido verde de faldones, medias blancas, chorrera de batista y sombrero negro de tres picos en la mano. Por poco perdería el recuerdo de la diformidad de su cara, esta doble excrecencia que le abulta la mejilla izquierda desde hace varios meses ya y que el barbero cirujano quería operarle. « Permítame casar a mi hija primero, Maestro Lorenzo, luego lo pensaremos ».

Ya está y bien puede el pueblo desparramar habladurías, le importa un bledo. A su hija la tiene establecida con rico caudal y va a morar en el palacio del difunto Señor Marqués. ¿Qué padre digno de serlo no echaría las campanas al vuelo? ¡Sólo los afancesados de toda calaña encuentran peros a eso! ¡No faltaría más que el "sí" de las niñas se dejara a su sola inclinación! Deo gratias, Clara adelantó sus aspiraciones. Detrás de esta carita linda, siempre supo que tenía una chica calculadora. Le echa una mirada. Sólo la ve de medio perfil, pero le parece que presenta aire de gran contento. ¿En qué estará pensando en este momento?

***

Así, pues, de ahora para adelante ¡soy Doña Clara Mendoza Trueba del Pozo! Suena bien, ¿no?

Todas las chicas por casar del pueblo mueren de envidia. Las oigo chismorrear a derecha mía. Ni falta que me hace mirar: a ojos cerrados, sé que está Paca, la hija del panadero, Conchi, la del alcalde, Lola la del aparcero del difunto señor marqués y Mari Carmen, la chica del herrero, quiero decir de su viuda. Yo era la más joven. Y la primera casada soy yo. Y ¡qué desposorios! ¡Lo bien que les corté la pisada! Por cierto, éramos amigas desde la infancia, pero, en esto de partidos, cada una en su casa y Dios en la de todas, como dicen.

Acabo de ver a Concepción alzando los ojos al cielo tras mirar a mi esposo como si la desolara lo que estaba viendo. No permitiré que se nos falte el respeto. Se lo comunicaré dentro de poco por muy hija del alcalde que sea. Las demás se interesan más por mi vestido que por mi marido. En esto bien reconozco a esas coquetas. Están patidifusas. Sólo tuve que pedir; mi padre y él dijeron sí a todo: terciopelo, encajes, zapatos y medias de seda, perlas como pendientes y el colmo, el adorno del moño: oro, plata y una enorme perla alargada. No quiso decirme el precio del conjunto.

Algunas dicen que esta noche las voy a pasar canutas cuando me cabalgue. Parece que los de su raza tienen un miembro de espanto. El cura y mi padre ya me aleccionaron con medias palabras sobre el tema. Otras me han dicho que de ser verdad no tendría ningún motivo de queja. Ignoran que sé más de lo que piensan. Rigoberto está loco por mí. Tengo interés en que lo siga. Pues, a mí me toca hacer lo necesario para que sea así. Antonio, el hijo del notario tenía mejor figura, por cierto, pero mi marido me lleva quince años y me han dicho que seguiría viajando mucho, así que ¿quién sabe...? Mientras tanto, voy a regentar una casa con cochero, jardinero, cocinera y un par de sirvientas. Así que ¡me paso por ahí los chismes!

***

Bajo el ojo de un puente, viendo pasar la comitiva, dos señores con casaca y tricornio comentan el suceso:

— ¡Lo bien que meneó el asunto la hija del molinero! ¡Vaya boda! ¿verdad?
— ¡Nunca mejor empleado el término! El esposo compró para ella la vivienda del difunto señor marqués. Cincuenta mil ducados, según dicen.
— El dinero sube a la cabeza, a menudo. Esos "indianos" tiran la casa por la ventana. En fin, los hijos del marqués podrán cubrir las deudas del padre y vivir aliviados. No hay mal que por bien no venga, pero esos nuevos ricos ya me dan jaqueca. Son demasiados por aquí.
— Y ¡no le digo nada de la pinta que tiene éste! ¿Ha visto la casaca que gasta? Hace más de treinta años que no se estilan vueltas tan anchas! ¡Y ese colorado! Con la tez que tiene, yo hubiera escogido un color más discreto.
— Oportunamente trae el tema. Por mucho que me digan que es hijo de uno de aquí, ese señor se parece mucho a un negro ¿no?
— ¡Es que le habrá venido todo del lado de la madre!
— Dar la más bonita chica del lugar a ese... personaje, es pecado, digo yo.
— ¿Dar? ¿Está para chanzas? Ni un solo escudo ha puesto el molinero en la canastilla de boda y además ha logrado cinco mil ducados para compensarle de la sirvienta que pierde casando a su hija; ¿no le parece fuerte?
— Le caerá la herencia del molino, con todo. Y puede que dentro de poco. Bien sabe que el molinero anda achacoso. Aquel bulto que tiene en la mejilla va creciendo de mes en mes.
— Sí, tiene la razón. Por un lado, es difícil reprocharle haber querido, mientras vive, establecer a su hija lo mejor posible , pero por otro, ¿piensa Vd que será feliz la chica con un marido de esta calaña?
— ¿Cree Vd que la felicidad es de este mundo, amigo mío? Además, me dijeron que en realidad fue ella quien lo tramó todo y no tanto su padre.
— No me diga.
— Sí, sí, por cierto. No le bastaba el hijo del notario. Bueno, no me inquieto por él. Todas las chicas le tiran los tejos por ser chico apuesto y tener caudal. Pero no se acabó el cuento. ¿Quiere que le diga un secreto?
— ¿Un secreto? ¡Por Dios!
— Aquel casamiento durará menos que una hipoteca.
— Y ¿Qué motivo tiene para decirlo?
— Que existe una seria causa de anulación del mismo.
— Significa que Clara habría...
— Mentido en cuanto a su estado, se lo puedo asegurar.
— Pero, ¡si me parece no haber roto un plato! ¡Vaya boda! Tenía Vd toda la razón.

©Pierre-Alain GASSE, junio de 2011.
http://pierrealaingasse.fr/esp/

Texto agregado el 17-10-2012, y leído por 122 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
18-10-2012 muy bueno, envidias, comadreos, describes con todo lujo de detalle ajuares e indumentarias. repito me ha gustado mucho elisatab
 
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