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El camión de la mudanza se estacionó pegado a la vereda y abrió su puerta posterior dejando salir una cuadrilla de cargadores, que penetraron en la casa con el vivo deseo de terminar pronto su tarea.
En el interior, expertos embaladores trabajaban desde temprano protegiendo los muebles con gruesos cartones y la loza con fino papel de seda, colocándola luego en fuertes cajones que además contenían una delgada paja.
La casa era como una colmena, gente que va y viene por todas sus habitaciones, alternando cajones con muebles que parecen no pesar sobre los hombros de los cargadores. Cuando los hombres salen al antejardín pisotean sin miramientos el sendero de orejas de oso y abollan los cojines, que con los años, la dichondra tejió para escapar por debajo de la reja del jardín.
El camión recibe su carga que calza como un rompecabezas en su interior; el chofer vigila y registra cada bulto, nada entra allí sin su visto bueno.
Un suave aroma se desprende de los muros desnudos de cuadros y adornos; no hay libros en los anaqueles del escritorio, sin embargo, como en todo el resto de la casa, un aroma a viejo perfume, como esos que usaban las abuelas: suave, enigmático y cálido lo impregna todo.
Hasta el día anterior había sido una casa activa, con gente joven ocupando sus habitaciones; la escala con algún juguete olvidado en un peldaño y la cocina, el lugar preferido de los pequeños, con dos puertas que les permitían escapar después del saqueo al refrigerador.
Era una construcción antigua, cálida, con rincones e historia. Al menos así se contaba en las tardes de invierno: grandes amores, éxitos y fracasos se habían vivido allí. Cambió muchas veces de mobiliario, cortinas y adornos, pero sin importar quién la habitara el cuadro del salón jamás se movía de su lugar. Era una pintura antigua, de marco dorado y gran tamaño. Una mujer de bellos ojos y manos aladas presidía toda reunión que allí se efectuara. Alguna vez, los mayores, la nombraron con unción y con respeto: era la fundadora de la dinastía y la primera ama de la vieja casa. Según sus expresos deseos ese cuadro debería siempre permanecer allí...
Antes de que un nuevo morador viniera a la casa habrían de pasar muchos años. Los tiempos habían cambiado y era difícil mantener sus jardines y sus múltiples habitaciones. La vieja empleada, enfundada en un uniforme azul, con el pelo fuertemente atado en la nuca, miraba con espanto el desorden los cargadores. La preocupaba su patrona, la crió desde niña, sabe que cada vez que pasa frente al cuadro, silenciosamente suscita una disculpa.
Los niños más pequeños partieron temprano a otra casa, más funcional y cercana al colegio. Pronto olvidarían el viejo caserón familiar, sus balcones y su jardín. Su patrón al partir había dicho que finalmente vivirían sin fantasmas que nunca conoció y ella no había respondido. Junto a esos muros se quedaba una larga infancia y para sus patrones, susurros nocturnos y el fru-fru de un largo vestido de seda blanco.
Con tantos años encima no recordaba ya cuándo la pequeña la vio por primera vez, pero siempre le aseguró que, nunca tuvo terrores nocturnos... porque siempre estaba acompañada. Incluso una vez le guardó un pedazo de torta de su cumpleaños número siete y le aseguró que ella había reído. Tenía tanta imaginación su niña...
La actividad había decrecido, su patrona revisaba todas las habitaciones y ambas sentían que el aroma las inundaba y rodeaba, recordándole años pasados. Debían despedirse de los viejos muros, también del retrato. El sol penetraba blandamente por los ventanales, acariciando a su paso los desnudos y fríos pisos.
Ambas tienen lágrimas en los ojos cuando caminan en dirección al salón, se detienen frente al muro que soporta el magnífico cuadro, dándose cuenta sólo en ese momento, que... está extrañamente vacío: la mujer de las manos aladas y bellos ojos, se había borrado de la tela...había desaparecido.




Texto agregado el 04-04-2013, y leído por 387 visitantes. (0 votos)


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