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Van Gogh, claro, era un genio. No podían pensar otra cosa cuando empezó a poner toda su atención en los cuadros del atormentado, y mientras más miraba y estudiaba sus cuadros, más lo admiraba.

Estudiaba y estudiaba y practicaba y practicaba pero sus dibujos a veces, muy pocas, lo complacían. Y por lo general ese esfuerzo no se veía recompensado por algo que considerara en realidad bueno.

Era apenas un novicio en el dibujo pero era un profesional consumado en el arte de disfrutar las otras de los grandes maestros.

Desde muy niño, viendo a su padre en el caballete, sintiendo los olores de las trementinas, disfrutando la manera como los tubos de pintura se deformaban, desde muy niño, hay que decirlo, amó la pintura. Y algunas veces durante su vida había emprendido la tarea de dibujar. Con resultados desalentadores.

Se había arrepentido de no haberle pedido a su padre que le enseñara. Pero muerto él y enterrado hacía más de veinte años, ya su arrepentimiento empezaba a desvanecerse y a convertirse en la mayor frustración de su vida.

A veces, en la soledad de su trabajo, su mano izquierda le servía de modelo. Pero los trazos que la hubieran hecho parecer real estaban lejos de su menguado talento y su mano, en el papel, no era una mano.

No perdió nunca la esperanza de aprender a dibujar y un día como cualquier otro emprendió por enésima vez su camino hacia los dibujos.

Esta vez, empero,se armó de todos los libros que pudo conseguir. Y empezó a estudiar. El contorno, las proporciones, las gradaciones de luz fueron otra vez su realidad. Pero por más que se esforzaba los resultados eran apenas algo mejores, menos malos, pensaba, que todo lo que había dibujado durante toda su vida.

No se desanimó. Hacía ejercicios de volumen y se imaginaba la posición del cuerpo en diferentes posiciones. Lo dibujaba. Y repetía y repetía los dibujos hasta que algo ya más cercano a la realidad emergía en el papel. Pero aun estaba lejos. Demasiado lejos.

Se encontró con un libro de dibujos de Miguel Ángel y quedó abrumado. Eran de una belleza conmovedora. Toda la población bíblica saltaba de esos dibujos hacia una realidad mucho más verdadera que la misma realidad que veía todos los días. Los cuerpos se representaban con una magia poderosa y todos, todos eran bellísimos.

Hasta que encontró un dibujo que le cortó la respiración. En la representación de un ángel. La musculatura de la espalda era perfecta. La brazos se extendían con la gracia y naturalidad con que debían extenderse en la cohortes celestiales. Y la figura era sorprendente. Pero la cabeza de aquel ángel, aquella hermosa cabeza... era muy pequeña comparada con el cuerpo.

Se trataba de un esbozo, pero se trataba también de un esbozo de Miguel Ángel.

No salía de su asombro.

Así que el gran Miguel Ángel también había tenido que luchar con las proporciones y no siempre había vencido. Miró con más detalle los demás dibujos, si esto fuera posible, y descubrió tenues líneas borradas que hablaban de cuerpos que no eran perfectos pero que a fuerza de correcciones habían logrado convertirse en más que humanos.

Así que Miguel Ángel tampoco había logrado en su primer intento crear figuras perfectas. Y cayó en la cuenta de que estaba más hermanado con el pintor que con cualquier otro ser humano y se le hizo un nudo la garganta y las manos le temblaron y un sentimiento de ternura lo envolvió cuando se dio cuanta de que el gran maestro Miguel Ángel había sido tan humano como él.

De afanó con más empeño en aprender a dibujar y estudió los aparatos que habían usado Durero y Holbein para capturar las proporciones con propiedad.

Pero su sorpresa fue enorme cuando leyó en las cartas a Theo que Van Gogh había usado un aparato similar cuando se propuso aprender a dibujar.

Con el afán de quien ha descubierto el remedio para la locura construyo una versión simplificada del aparato de Van Gogh con cartulinas e hilos. Era tan solo un marco un poco más grande que una mano al que había añadido dos hilos negros que dividían el espacio del marco en cuatro partes. Y miró a través de él hacia un mundo que le pareció totalmente nuevo.

Por fin las líneas tenían un significado claro. Por fin los brillos y la oscuridades tenían una función definida en la vida. Por fin las proporciones podían se comprendidas dentro del pequeño marco que le mostraba el mundo tal como era.

Durmió muy poco esa noche. Era como si hubiera descubierto el sentido de la vida y como si todas las cosas del mundo acabaran de ser creadas.

Pero la mañana siguiente lo encontró envuelto en los afanes cotidianos. Debía, ante todo, enviar a su hermano las pulseras que había tejido hace ya tiempo. Luego se ocuparía de todo lo demás que hubiera que hacer.

Salió hacia una tienda donde vendían sobres grandes y compró tres. Le pereció que con eso bastaba. Pero le bastó con uno cuando marcó el sobre y envolvió las pulseras. Tomó la bicicleta y se dirigió hasta la oficina de correos. Al frente, un vendedor más que vender regalaba salpicones y compró uno. Mientras las encargadas despachaban sus pulseras, saboreó las frutas y apenas en ese momento cayó en la cuanta de que el día era soleado y bello.

Mientras se terminaba de hacer el envío miró al otro lado de la calle. Era un espacio donde no había construcción alguna y un camino sin pavimentar conducía a una casas lejanas que relucían con un blanco diáfano.

Y tal vez influenciado por los soles y las lunas que había en las frutas de su vaso, tal vez porque todos los pintores grandes y pequeños de todos los tiempos se hicieron ante sus ojos en ese momento tan hermanos suyos como lo era Miguel Ángel desde la noche anterior, vio en es momento que las líneas que formaban el camino sin pavimentar formaban unas líneas de perspectiva que se unían al horizonte de un verdor bellísimo. Que las casas blancas formaban otras líneas en perfecta armonía con todos los objetos que estaban ante sus ojos. Con el cielo, con algunos caminantes que venían, con los árboles lejanos a la izquierda del camino. Como si el mundo se representara a través de un dispositivo imaginario de perspectiva como los que usaron Van Gogh o Durero o Holbein o muchos otros.

Y lo que miraba dejó de ser una calle sin pavimentar y un terreno sin casas cercanas, para convertirse en un cuadro, en un cuadro hermoso y palpitante que pedía a gritos ser pintado.

Volvió la mirada a las empleadas y las encontró ahora de una belleza suprema. Miró su vaso aun a medio llenar y la frutas formaban un atardecer de amarillos y rojos marinos. Su mano izquierda, su eterno modelo, era ahora tan bella como las manos que dibujó Miguel Ángel. Había, por fin, aprendido a ver.

Texto agregado el 23-05-2014, y leído por 84 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-05-2014 Hermoso. Con calidad de pintor maestro. Rentass
24-05-2014 Emborrono oleos, y puedo entender la desolación y la frustración cuando lo que intentas pintar no te obedece y sale algo absurdo sin proporción, perspectiva o volumen, cuando eres incapaz de captar la luz y las sombras y el color se te escapa de las manos, resumiendo me ha encantado. elisatab
 
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