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A la caída de la tarde se reunían allí como dándose ínfulas de estar acompañados.Divisaban quién pasaba de arriba a abajo y todos los movimientos de las dos calles pues se aposentaban sobre un escalón que había en el cruce de una especie de "t". Se reunían unos cuantos a hacer como que eran amigos y a dar envidia de compañía. Yo los llamaba por aquel entonces "los torileros" pues semejaban la figura encargada de las puertas del toril en las corridas de toros. Desde aquel privilegiado lugar veían quien entraba y quien salía con la ventaja de no sentirse raros solitarios al ser un grupo, como decía.Yo, en cambio, por aquellos tiempos, jugaba al juego de ver figuras en las nubes. Con el paso de los años- de haber querido- me hubiera convertido en torilero pues iban quedando plazas vacantes en el escalón de marras, pero no lo hice porque me quedaba un tanto a trasmano y, sobre todo, por carecer de afición taurina que había que tener para el desarrollo de aquella operación aparentemente inocua pero llena de matices. Desde allí le daban a la lengua cosa mala forjando y alimentando rumores de según la conveniencia de los concurrentes sobre la base de no herir la susceptibilidad de ninguno de los miembros de aquella colla veraniega y circunstancial. Como siempre que ocurre esto allí se allegaban pocas verdades formando como la ostra sobre el cuerpo extraño capas y más capas que forman- allí- la perla y- aquí- un batiburrillo de informaciones contradictorias de las que era imposible o muy difícil sacar algo claro.Por si fuera poco, además, se sospechaba que detrás de la puerta conexa había alguien escuchando: una especie de subtorilero que había de sacar partido de todo aquel mejunje verbal. Desde la distancia, aposentado en la calle, sobre una silla, trataba de discernir lo que allí se debatía, y entre esto y las nubes pasaba las tardes divisando- como ellos a mí- a aquellos productores de envidia.
De hecho, era inevitable, que se generara cierta rivalidad, como a ver quién podía más. Aquel combate de fortaleza mental estaba servido: nos mirábamos- el grupo- y yo, enfrentados, como quien lo hace a un feroz enemigo. No todas las tardes recibía el baño de la derrota. Algunas veces, pese a mi inferioridad en cuanto a número, capeaba con solvencia aquel temporal vespertino. Recibía alguna visita o alguien se paraba a pegar la hebra conmigo. Entonces, su superioridad manifiesta no lo era tanto. Ahora, varios años después, mientras alguno de los torileros ha desfilado camino del cementerio, contemplo mi vida vacía y lo que era encono frente a los de la escalinata ha adquirido otros matices incluso cordiales e imagino a los concurrentes con cierta ansiedad y temor de que salga yo también templando gaitas hacia el cielo.

Texto agregado el 18-08-2014, y leído por 168 visitantes. (1 voto)


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