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Los pergaminos de Ur-Nammú

El incendio del puerto de Alejandría sorprendió al mercader Ur-Nammú bajo el cuerpo quieto y semidesnudo de la hetaira Tashwa, pasmada por las llamaradas súbitas insufladas por el viento a la distancia.
Parecía concretarse así una premonición de Ur-Nammú horas antes, cuando daba las últimas indicaciones a su tripulación para resguardar los dos triacónteros recién llegados la víspera anterior luego de un periplo por el Mare Nostrum en el que se abastecieron de miles de rollos de pergamino y papiro en toda la cuenca del mundo civilizado.
Algo había intuido Ur-Nammú cuando un grupo de legionarios se detuvo cerca de él. Serían unos quince individuos robustos y de rostros endurecidos ornados por cicatrices antiguas y tatuajes, mismos que escuchaban las indicaciones de uno menos alto, vestido igual que ellos, con cáligas raídas y la túnica de lana ceñida por el balthus de cuero cuyas tiras rematadas en peltas cubrían el área genital.
Hombre cuyos rasgos se diferenciaban de los otros, quienes bajaban la vista ante él: tenía el cabello corto, la frente amplia con profundas entradas, la nariz abultada y las líneas de expresión marmóreas en franca contradicción con los ojos tristes y pequeños envilecidos por unas ojeras casi a tono con varios moretones provocados por algunos labios candentes en el cuello de nervios tensos.
El sujeto daba indicaciones con una voz precisa y baja, rematando cada sentencia con un ademán lento de la diestra nervuda en la que Ur-Nammú notó un anillo de oro con la figura de un águila emblemática que el mercader había visto en los estandartes romanos encajados en la popa de los trirremes que obturaban el puerto junto a las naves egipcias donde hacían malabares algunos pájaros de picos curvos al disputarse la tripamenta de algún animal.
Con todo, Ur-Nammú desprendería esa imagen de su mente ante lo absurdo de que el propio Iulius Caesar se hubiese rebajado a mezclarse con sus legionarios para ordenarles algún asunto de poca monta. Y los mismos eventos se le olvidarían horas después, al desembolsar el áureo con la efigie del emperador para pagar el servicio generoso de Tashwa, una de las hetairas más cotizadas de Alejandría, quien lo empujó a su lecho al iniciar un baile lúbrico acompasado por el ritmo metálico del sistro con figura de diosa Bast, misma que mostraba sus facciones de gata en el menat de fayenza y lapislázuli que pendía del cuello delicado de la ninfa, sobre los senos turgentes, bajo la túnica de seda que apenas y velaba el cuerpo desnudo.
De tal suerte, la mente de Ur-Nammú había borrado incluso las facciones de su esposa Naunet y su hijo Orikatón al prendarse del rostro hermoso de Tashwa, cuyos ojos negros refulgían como gemas entre el kohl y el sombreado verde de malaquita, a tono con el óxido de hierro que enrojecía sus labios delgados y laxos en un gesto de éxtasis, mientras balanceaba el cabello largo hasta la cintura, contenido por una diadema en la que parecían desfilar los jeroglíficos rematados por el ojo udyat, donde se daba cuenta de la fuerza y poder de la diosa Sejmet.
Y ni qué decir del instante en que la mujer se montó en él abriendo sus muslos untados de natrón, terebinto y cardamomo para desquitar con creces el áureo que Ur-Nammú no dudaría en volver a pagar por ese instante escamoteado al paraíso.

Pero eso había sido antes del fuego y la tragedia, cuando Tashwa suspendió el vaivén de su pelvis al pasmarse por el fuego súbito en el puerto a través de un ventanuco donde se filtró una mosca que hizo paralelepípedos en el aire antes de salir zumbando con encono.
De manera que Ur-Nammú levantó la cabeza de la que colgó el cabello largo, y su rostro ornado por una barba rizada digna del dios Enlil se demudó al ver las llamaradas inverosímiles bajo el aire limpio en que apenas y deambulaban morosos algunos cirros cuyo reflejo se deformaba en el mar color esmeralda que hacía olas mansas por el viento.
Ur-Nammú se separó de Tashwa y tanteó de modo mecánico en busca del subligaculum con el que envolvió las nalgas y el miembro aún erecto e impregnado por los humores íntimos de la mujer. Luego se ató el faldellín kaunakés que aseguró con la fíbula abultada por una bolsita de cuero llena de áureos y denarios, echándose un sagum de lana a la espalda.
Salió a zancadas dejando a Tashwa como estatua de escayola ante el fuego que parecía expandirse. Llegó a la calle y volteó en busca de algo, hasta dar con dos camellos con todo y sus aparejos, junto a un par de ancianos que habían suspendido un juego sobre el suelo, donde se marcaba un área cuadriculada con pajas y bostas de cabra.
Los viejos veían las llamas en lontananza, igual que la gente, quien en cuestión de segundos corrió a refugiarse al prever un peligro oculto. Ur-Nammú llegó ante uno de ellos, arrugado como dátil y con la boca enorme y tirante de la cual asomaban pocos dientes como reliquias tenaces en las encías. Intercambió unas frases escuetas y terminó endilgándole dos áureos por los camellos que tironeó hasta hacerlos activar sus patas de pelambre áspero que parecían entumidas.
Minutos después, Ur-Nammú alcanzó el puerto y se dirigió apremiado hacia sus naves, donde sólo descubrió a cuatro de sus muchachos que no huyeron como los demás. El fuego se esparcía terrible y el viento acarreaba andanadas de humo. Las velas de los trirremes se deshacían bajo una combustión inmediata, hasta dejar el mero maderamen como esqueleto simple envuelto en llamas donde parecían danzar los cordajes.
Ur-Nammú apuró a los jóvenes estupefactos por la hecatombe, de manera que se precipitó hasta una de las naves, exigiendo las llaves a uno para abrir la tapa de la escotilla y entrar encorvado hacia lo profundo de la bodega, de donde comenzó a expulsar atados de rollos que zarandeaban en el aire los cintillos con los títulos y nombres de los autores.
Los ayudantes amontonaron los rollos junto a los camellos inquietos, luego vieron salir a Ur-Nammú, quien se deshizo de su sagum cubierto de telarañas y polvo para usarlo como saco para más rollos, ordenándoles retacar las barcinas de esparto con los papiros y pergaminos, mientras él se apoderaba de unas cuerdas con las que ató los más volúmenes que pudo.
Luego tironeó a uno y otro camellos, quienes se inclinaron en secuencias metódicas: primero doblaron las rodillas delanteras, luego las coyunturas de las patas traseras, después dejaron caer el pecho y por último el resto de las extremidades posteriores. Ur-Nammú cargó las barcinas repletas y los atados de rollos en las angarillas de los animales con movimientos enérgicos, luego se inclinó para amarrarse una cáliga y se quedó unos segundos en cuclillas, llevándose la mano callosa a la frente, con el semblante demudado y la mirada enrojecida que topó con la cara primitiva del camello, de ojos mansos ornados con unas pestañas tupidas, la nariz como tumor con los orificios cual valvas abriendo y cerrando ante las andanadas de humo aproximado por el viento, y los belfos enormes y densos similares a la goma.

Ur-Nammú apremió a uno de los jóvenes para que sacara los rollos que pudiera, cuidando que nadie se acercara, lo cual parecía algo innecesario, pues las personas del puerto estaban más ocupadas en escapar a donde fuera, sin importarles chocar con los legionarios de rostros pétreos que parecían vigilar el curso terrible del incendio, rígidos con sus gladiums, pilums y cascos de cimeras; algunos con las clámides paludamentum rojo cardenal cubriéndoles las espaldas musculosas.
Luego el mercader se enfiló hacia su casa, en el otro extremo del sitio donde retozara con Tashwa, flanqueado de los tres jóvenes que daban zancadas volteando de vez en vez. Y mientras tironeaba a los camellos, Ur-Nammú maldecía la negligencia de los burócratas de la Biblioteca que no quisieron recibir los rollos sino hasta el día siguiente; mismos que habían sido impuestos por Iulius Caesar desde meses antes, cuando se apoderó del palacio del faraón para tomar posesión del cuerpo y alma de la meretriz Cleopatra “¡A quien los dioses desprendan del Ka, y del Ba, y de su puta madre!”, masculló Ur-Nammú soltando más imprecaciones.
Así fue como Ur-Nammú anduvo varios minutos hasta llegar a su casa, donde ya no se extrañó de no hallar a su mujer Naunet y su hijo, quienes debían haber huido al interior de Alejandría, lo cual Ur-Nammú soslayó, más ocupado en descargar a los camellos cuyas narices casi obturadas por el moco jalaban aire en tanto los hocicos desprendían una baba espesa donde merodeaban varias moscas horripilantes.
Ur-Nammú apremió a sus acompañantes para que cargaran los rollos hasta la parte trasera de la vivienda, donde el mercader levantó unas tablas que fungían de piso, y que daban acceso a un sótano bien disimulado en el que solía esconder los cargamentos de telas finas, tapices y damascos que a veces ocultaba entre los rollos recogidos de las costas del Mare Nostrum desde años atrás, por encargo de los funcionarios de la Biblioteca.
Ur-Nammú ordenó a los otros que esperaran afuera, mientras retacaba los rollos en cajas de cedro de las que sacó a la mala ánforas griegas y baratijas del Peloponeso. Ocultó todo, cubierto de sudor. Se pasó la mano por el rostro curtido en el que asomaban algunas arrugas, y sus facciones parecieron soltar sus amarres; pero se contuvo: inhaló y salió del lugar sellando las tablas tal y como estaban.
Poco después Ur-Nammú y los jóvenes retornaban al puerto, ahora sí convertido en un infierno. A lo lejos se escuchó el rumor sordo de cientos de soldados de Aquilas, el general del eunuco Potino, visir del adolescente Ptolomeo XIII que mandara decapitar a Pompeyo; general que montaba un caballo imponente dando órdenes a diestra y siniestra mientras las huestes romanas reculaban hasta más allá de las murallas, donde se atrincheraron.
Ur-Nammú no pudo distinguir el gesto colérico por la impotencia de Aquilas al ver la destrucción de las naves, ni supo de las terribles maldiciones dirigidas a Iulius Caesar, pues más bien se enfiló con prisa a la nave de la cual había huido su centinela, al igual que hicieron los jóvenes que lo seguían en cuanto él atravesó la tapa de la escotilla, ya caliente por el fuego que abatía la vela y el maderamen luego de devastar su otro navío.
Ya dentro, Ur-Nammú arrojó con desesperación varios rollos, cegado por el humo que lo sofocaba, sin reparar en los títulos que semanas antes lo habían hecho sonreír con delectación: “De la quietud del sol y el decurso del planeta”, de Miriástocles; “Sobre los varios mundos y su fragor”, de Fikles el argivo; “Gesta del dios oculto” de Hundeka el Daimon, a quien plagiara el autor de la tosca “Gesta de Gilgamesh”
Luego Ur-Nammú ya no pudo respirar y salió casi a gatas, sin percatarse del mástil en llamas que se quebró como hueso viejo pegándole en la cabeza, para dejarlo quieto y sangrante, con la mirada de la que se desprendía el ánima ya fija en el maremágnum de los recuerdos de su vida: sus proezas en el lecho de Tashwa; su rostro beatífico ante la cara rechoncha de su hijo en el regazo de Naunet; él mismo jugueteando de niño con un perrito tripón y polvoriento en las arenas sagradas donde se incrustaba el templo de Ekur, en la lejana Nippur donde ya no retornaría.



Pocos temas del pasado nos remiten a la nostalgia, o “el dolor por el regreso” en su sentido más profundo; uno de esos temas es el de la Biblioteca de Alejandría.
Quizá tal sentimiento es el que movió los “nervios y tendones” a Gustavo Guerrero (Gatocteles) y a mí (Alfredo Luqueño) para escribir “Los pergaminos de Ur-Nammú”. La novela está en un concurso organizado por Amazon, el Mundo y la Editorial la Esfera de los Libros. Está en venta en Amazon, nos interesa conocer su opinión.
Un abrazo.

Texto agregado el 19-08-2014, y leído por 340 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
21-08-2014 Es fenomenal el relato, un placer para cualquier lector. Se nota una gran erudición en el tema que, a la vez que provoca admiración, también cautiva, además de un manejo magistral del arte narrativo y del cuento, donde por momentos pareciera que se está mirando una película. Felicitaciones a los escritores, que, como dice un comentario más abajo, parecieran ser uno. vaya_vaya_las_palabras
21-08-2014 Decia Cortazar que un libro que no mereciera ser leido más de una vez, no debio leerse ni una. Un placer acompañarlos de nuevo en este viaje. Cinco aullidos complacidos. yar
19-08-2014 Sin duda es uno de los placeres más exquisitos, leer a Gatocteles y a Umbrio, sino son la misma persona. Es magistral la manera que escriben, el manejo de sus personajes, la acción misma. rentass
 
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