Al quinto día sin dormir, creía que no lo podría volver a hacer. Imaginé un mundo al que acabaría dando forma dada mi calidad de insomne a mi imagen y semejanza. De hecho, mientras los demás permanecieran en la retaguardia de Morfeo, uno urdiría nuevas estrategias con que conformar la vida de los otros. A la mañana siguiente los incautos soñadores descubrirían que las cosas no estaban igual a como las habían dejado, que sus esquemas se habían roto a la mañana siguiente.
Tanto poder acumulado, a modo de bola de nieve que rueda y rueda haciéndose más grande, no tendría límite. El mundo giraría bajo mis pies en cuestión de meses, pensé.
Cuando estrené el décimo día sin dormir comprobé que era al contrario; que la falta de sueño me había convertido en una marioneta de la vida; un ser articulado por los demás; un autómata sin dirección propia.
Al mes de no rematar faena en la cama apenas podía coordinar mis movimientos.
Hoy llevo diez años sin dormir significativamente: un duermevela que difícilmente puede catalogarse de sueño y la expectativa de condicionar la vida por aquel plus de aprovechamiento de se ha convertido en pura ilusión.