Y me dices que establezca relación,
me dices que me acepte
sin tener siquiera una idea
de qué debo aceptar.
¿Qué debo decirme para convencerme?
Y sobre todo para qué
Para que debo obedecer a mi voz
si callado me observo
y la expectativa me augura
un destino que no quiero
y quiero que no me predestines.
Mi dudosa cordura me tranquiliza,
me eleva a lo más bajo
y me dejo llevar por ella.
Lamuria presentida, valorada y consolidada.
Mi autoconsejo es mi voz lisonjera.
El espejo de una emoción contenida
y la clarividencia de mis dudas
me tranquilizan lo suficiente
como para no angustiarme
y no precisar de consolación.
Si un día me rebelo contra mí
me avisaré antes,
que la sorpresa me asusta
y el beneplácito del grito
no es licito cuando se huye.
Altera el estado inerte,
pervierte el silencio,
desestima la honradez
de no pretender nada más
que la hostilidad retórica
como forma de ahuyentar
el seguro consejo
y la amistad generosa
de aquel que viste su egocentrismo,
me mira con la pena
y con su propia penitencia proyectada,
revertida en autocatarsis
que se alivia con su solidaridad,
en la mirada cenital y asimétrica
de quien enarbola un estandarte
y dice que me libera de mi prisión.
Ah. Misero de mí,
que yo mismo había escondido la llave
y fui descubierto.
Me holgaba de mi celda,
de mi razonada soledad
y no conseguí explicar
que yo mismo compré al juez de mi sentencia.
Mi sueño de libertad
siempre me angustió.
Mi voz que clamaba en el desierto
nunca nadie la entendió
y aun así quieres
que establezca relación.