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Se llamaba Presentación, pero le decían Prishi por cariño y por representar el diminutivo de su nombre, así como Crisho a Crisóstomo y Shesha a César. No le molestaba que le llamaran Prishi, porque además sonaba gracioso. Le encantaba estar en la orilla del río sintiendo el golpeteo monótono que le arrullaba. Decía siempre que éramos gente que vivía del río y que soñábamos cada día con ella.
Después de la cena, la familia se reunía en la vereda a contar historias de aparecidos o de duendes que protegían el bosque. Los cuentos del abuelo eran lo que más llamaban la atención a pesar de ser una constante repetición: sus épocas de juventud de cuando enamoraba a la abuela, o era el mejor pescador de la región, o cuando daba serenata a las muchachas con su viejo acordeón; sus historias de difuntos, de aparecidos o de duendes del bosque. Prishi quería vivir las historias del abuelo, y a veces soñaba que se perdía y tenía un encuentro con los duendes que habitaban el bosque.
Una mañana contrataron peones para cultivar la chacra donde sembrarían cacao. Entonces Prishi decidió salir al monte para chapanear y traer un poco de carne extra. Afiló su machete, agarró una talega grande donde podría entrar un sajino o un pequeño venado y sacó del escondido una vieja retrocarga con municiones.
—Prepárense —dijo mostrando sus dientes—, esta noche vendré con mucha comida. Y ya verán quién es el que contará las nuevas historias.
Después de caminar un trecho largo escogió una colpa donde se reunían los animales que debía cazar para regresar feliz. Se hizo un tambo sobre un corpulento árbol y preparó hojas para cubrirse y camuflar su cuerpo. Estaba feliz pues las huellas que dejaron los animales le aseguraban una buena caza. A las cinco de la tarde, cuando ya empezaba a oscurecer, se cubrió de hojas y se echó un poco de infundio de gallina para evitar que pudieran olerlo. Su mano lista en el gatillo y sus piernas colgando encogida entre las ramas.
No se dio cuenta en qué momento se quedó dormido. Le despertaron el sonido de las ramas agitadas por el viento. El cielo se puso oscuro y daba la impresión que iría a llover en cualquier momento. Debía ser como la media noche y no escuchaba ningún ruido de animal que se acercara a la colpa. Había un silencio sepulcral que le obligó a juntar sus manos. El viento amenazaba con levantar las hojas que lo cubrían. Sintió unas gotas de lluvia, pero no se alarmó porque eran gotas traídas por el viento. Prendió un mapacho hecho de puro tabaco sanmartinence y arrojó el humo hacia las ramas. Cuando terminó buscó nuevamente el sueño pero los mosquitos no le dejaban. La oscuridad que había en el bosque no le permitía ver nada. Quiso alumbrar con su linterna pero se detuvo al escuchar un murmullo que nacía en alguna parte del bosque. Esperaba ver los ojos brillosos de los animales llegando a la colpa. Pero el silencio le decía todo.
De pronto un silbido le hizo estremecer. Un poco de ruido. Luces apartando las ramas y alumbrando el camino. Eran muchos los que se acercaban. Eran seres pequeños, algunos tenían pelo largo, otros eran calvos. En medio de ellos se encontraba una muchacha que solo levantaba las manos para señalar algún lugar. Balbuceaban palabras que no entendió. Se apostaron cerca del árbol donde estaba el cazador e hicieron un círculo. Pusieron las luces delante de ellos: eran farolitos hechos de tarros de leche o de atún. De pronto empezaron a cantar y a danzar, saltando, dejando al descubierto la pierna que la tenían fallada: eran los chullachaquis. Sintió escalofríos. Sabía que ellos protegen al bosque y a los animales, y que castigan a todo aquel que se atreve a lastimarlos, confundiéndolos en medio del camino. No sabe cuánto tiempo estuvo ahí, en una posición que le lastimaba. Ni siquiera podía dejar que su sudor llegara al suelo, así que con una mano lo cogía y le llevaba a sus labios. Hubo un momento en que la muchacha levantó la vista hacia su posición y creyó, con toda seguridad, que había sido descubierto. Luego, la muchacha se puso en medio y empezó a danzar, se balanceaba con lentitud, con elasticidad, moviendo su larga cabellera. Era una muchacha muy bella que emitía un gemido suave, delicado, cerraba los ojos y levantaba la cabeza como dando gracias a la naturaleza. Le siguieron los demás: algunos danzaban sin tener un orden, otros solo querían saltar, los demás aplaudían y se reían. Era la única bulla que el cazador escuchaba. ¿Estaban cuidando el bosque y evitando que los animales fueran cazados? Se quedaron toda la noche, dueños de la colpa, riéndose descaradamente, mientras la muchacha, por momentos, fijaba sus ojos en algún punto del bosque como presintiendo la presencia de intrusos. Al poco rato se aparecieron los sajinos, venados, picuros, sachavacas, ronsocos y todos los que se atrevían, y empezaron a alimentarse. Prishi estaba quieto. Sabía que si lo descubrían sería un cazador más extraviado en el monte. Recordó a María, la muchacha con quien se había casado; al abuelo que nunca dejaba de contar las mismas historias. Empezó a morder la manga de su camisa. Ellos seguían danzando. Adoraban a la muchacha, pero ella no decía una palabra, solo levantaba las manos para indicar algo. Un trueno le anunció la llegada de la lluvia. Llovió sin misericordia. Los duendes dejaron de danzar para acurrucarse entre las ramas y los troncos. Un relámpago estalló alumbrando la selva. Se asustó y empezó a murmurar una oración. Pero un segundo relámpago lo dejó al descubierto. Entonces la muchacha apuntó con sus dedos hacia el árbol donde se encontraba Prishi y entonces el terror se apoderó de él.
Apenas tenía el tiempo suficiente para escapar, aprovechando el desconcierto de los chullachaquis. Se arrojó hacia un montón de hojas secas mientras lanzaba un grito que estremeció la selva. Fue un grito agudo. Se prolongó por todos los caminos confundiendo a los animales y a los primeros campesinos que salían hacia sus chacras. Corrió sin tener en cuenta a las ramas que le lastimaban los brazos y las piernas y le golpeaban la cara. Ni siquiera intentó voltear el rostro. Corrió y corrió con desesperación. Se detuvo cuando llegó a un claro donde dormían las vacas. Detrás quedaba un bosque oscuro. Y entonces estallaron risas alocadas que le obligaron a taparse los oídos. Gritos y risas que hicieron volar a los pájaros y asustaron a los monos. Recién volteó y descubrió que pequeños faroles se escondían en las ramas y se elevaban entre los copos de los árboles. El último relámpago que alumbró descubrió a la muchacha ordenando el alejamiento de los duendes. Iba montada sobre un caballito destellante. Y se perdieron en el bosque.
Prishi divisó su casa y respiró tranquilo. Por la noche tendría una historia diferente para contar.
Empezaba a salir el sol.

Texto agregado el 22-05-2017, y leído por 77 visitantes. (1 voto)


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