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El almacén es pequeño. Entre el mesón y la estantería hay apenas un delgado pasillo por donde se mueve la mitad superior del vendedor. El hombre es moreno, de cara huesuda y se nota de buen humor. A su espalda la estantería está abarrotada de conservas, cajas de té, bolsas de arroz, de azúcar, botellas de aceite y detergentes. El tipo se toma todo el tiempo del mundo para arreglar el pedido de la señora a la que atiende. Conversa con ella animadamente de la familia, de los vecinos, y hasta la mira con ternura y espera que ella termine la historia de su nieta. Lo último que pide la doña es una botella de vinagre y mantequilla de un octavo. El tipo echa las cosas en una bolsa de plástico y se la pasa con cuidado. Conversan otro poco. En esto se demoran otros cinco minutos. Yo los aguanto sólo porque es el único local que hay cerca y no tengo tiempo de ir a otro. El Tito, mi hermano, mi hijo Fabián y unos parientes me esperan afuera. Vamos al parque a pasar el día.
Al fin termina con la anciana, que se va, y ahora es mi turno. Estoy algo molesto por la tardanza así que uso las palabras justas y precisas. No quiero perder más tiempo.

- Deme una bolsa de pan de molde por favor.

El vendedor sigue con su buen ánimo, me mira con una sonrisa de oreja a oreja y se toma un par de segundos en procesar lo que le he pedido. Mientras gira y levanta la mano para desprender una bolsa del paquete me pregunta que cómo estoy, que qué me parecía el calor que hacía, que si vivía por acá porque no me había visto antes. Trato de ser amable y respondo a sus preguntas insulsas. Se mueve con lentitud mientras escucha. No comprendo su ir y venir buscando cosas, sacando y moviendo objetos que no tienen relación con mi pedido. Se demora en las mismas pantomimas que con la clienta anterior. Cuando me entrega la bolsa con el pan me sonríe como invitándome a que le hablara de mi vida. Ya, pienso, en un rato vuelvo a contarte que a veces me siento solo e incomprendido, pero ahora sólo quiero pagar y salir. Con suma cordialidad me da el precio.

- Son 1.870 pesos.

Le paso un billete de dos mil. Abre la caja, deposita el billete y la cierra. Todo lo hace parsimoniosamente. Luego toma un sobre de pastillas del mostrador y me las deja enfrente. No entiendo. Tiene que darme el vuelto. Me dice que las pastillas son buenas para el dolor de cabeza y que levantan el ánimo, que las tome a cuenta de los 130 pesos. Esto me enoja más de lo que estaba y le digo que no quiero sus pastillas, que sólo me tiene que dar el cambio y ya. Sigue ocupándose en sus cosas, mira debajo del mesón, se agacha y mete el brazo para sacar algo. Todo lo hace de buen humor, y eso más me enerva. Me dice que no me enoje, que me tome las cosas con sabiduría, que no sea amargado.

- Bueno, si no quiere las pastillas, tome esto. Le harán bien. Son muy frescas para este tiempo.

Me deja enfrente una pequeña bolsita con dulces de menta. La situación me está hinchando los cocos. Pienso que me toma el pelo, que se está riendo en mi cara. No puedo creer que esté haciendo todo esto sólo para quedarse con unos miserables 130 pesos.

- No sea estúpido, deme las monedas.

Sonríe y me mira con ironía.

- Si está tan apurado, tome las mentitas.

El idiota no tiene la intención de darme el vuelto, lo veo en sus ojos, simplemente no se le antoja. Ni siquiera es una broma. Trato de comprender su actitud y me pregunto qué motivo tendría un pobre comerciante como él para no devolver esa miserable cantidad. Pero la rabia me ha invadido y le lanzo las mentitas en el pecho y le grito lo más alto que puedo que me dé el vuelto. Él quiere replicar, pero no lo dejo. Repito como niño con pataleta.

-¡Devuélveme mis 130 pesos!

Justo en eso momento llega otro tipo al negocio, pasa por detrás de mí y se pone al lado del vendedor. El tendero se sorprendió un poco cuando le lancé las mentitas, pero luego recobró su buen humor y con una calma inaudita las recoge y me dice que tenga cuidado, que no me ponga agresivo porque puede llamar a la policía y denunciarme por violencia injustificada. Es el colmo de lo incoherente. No quiero que el estafador se salga con la suya y se quede con mi vuelto, pero tampoco quiero armar un gran escándalo por esa roñosa cantidad. Además, es evidente que el tipo que recién ha llegado es amigo del vendedor. Se pone al lado de él en actitud de apoyo y ambos me miran como una pareja miraría a su hijo después de una insolencia, como si yo estuviera comportándome mal. He caído en un juego de complicidades, el vendedor y su amigo contra mí, y verme como el cliente jodido es lo que más me irrita. Aquí el abusado soy yo, la injustica la cometió el vendedor, y su amiguito no tiene pito que tocar. Todo esto lo pienso y estoy seguro que es así, pero luego me doy cuenta que si un policía entrara ahora mismo, me vería como el matón que grita y al vendedor como la víctima que sufre el agravio. No tengo manera de probar que me debe. Es mi palabra contra la de él. Una estúpida comedia de lo absurdo.
Tito, seguramente por mi demora y por mis gritos, entra al negocio, preocupado. Estoy agitado y respiro como toro en ruedo, tenso de la cabeza a los pies. El problema está en un punto crítico. Quiero mis 130 pesos a toda costa y estoy a punto de meterme al otro lado del mostrador y repartir golpes. El vendedor y su amigo me miran como si yo fuera un demente. Mi hermano percibe que estoy a punto de cometer una tontería, me toma del brazo y me dice que salgamos, que no importa, que afuera hay un vehículo policial. Miro y efectivamente en la calle hay una patrulla. Los tramposos del sucucho tienen todo a su favor. Se me revuelve el estómago de rabia. Siento la presión del brazo de mi hermano y poco a poco cedo a su petición. Apenas puedo caminar de lo aturdido que estoy. Salgo en silencio, humillado. Mientras nos alejamos vuelvo la cabeza para echar un último vistazo a ese antro. A través del vidrio veo a los tipos reírse y abrazarse detrás del mostrador, como si celebraran un gol de su equipo. Hago un último esfuerzo para volver, pero Tito me toma de la cintura y me arrastra al grupo. Fabián me pregunta qué pasó. Le paso la bolsa con el pan y murmuro.

-Sólo eran 130 pesos.

Texto agregado el 25-08-2017, y leído por 138 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
06-03-2018 para pasar el trago amargo, mejor se hubiera llevado las mentitas... Me encanto tu historia y cómo la presentaste. Un abrazo, sheisan
28-08-2017 Bastante bien. guy
26-08-2017 Es un botón de muestra que evidencia el abuso, ya normalizado, que vivimos a diario.¡Notable! Curufmapu
 
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