Fue como aprender a caminar. Como tomarse un té en una taza y lavarla para servir un café. Con ese no sé qué de sabor amargo y cargado a ambos que me hacen olvidar cuando me tomo el líquido pero recordar cuando vuelvo a servirlo. Porque aprender a caminar es un proceso amargo, pero no lo recordamos.

Como aprender a caminar, dije. Mover un pie delante de otro y avanzar. Tambalearse un poco, mover los brazos y buscar el balance. Sentir las manos de tu madre o padre. Irse para adelante y caer sentado con algún deje de dolor temprano. Esos dolores de bebé que ya no se recuerdan tampoco, como cuando me tomo el té o el café. Y afuera las bocinas y los aullidos y las cortinas que me tapan la vista de querer verte todos los días y por qué no también todas las noches, así mismo riéndose de lo poco y nada de conocerse y de lo poco que sabemos y nos acordamos de cuando aprendimos a caminar.

Recordar. Levantar una pierna. Apoyar el pie sobre el suelo de la pieza. Mirar dónde vamos a poner el siguiente paso y darlo con seguridad. Y me paro. Camino a la ventana y corro las cortinas. El sol y la luna estuvieron increíbles ese día. Y el mar. Y la risa. La abundante risa de nuestros rostros estúpidos de querer hacer del tiempo algo y lo hicimos nada. Ahí abrazados. Caminando. Porque aprendimos a caminar tarde o temprano. Y también aprendimos a mover cortinas para poder observarnos. A mover nuestras piernas y a menudo los brazos. Intentando buscarnos. También aprendimos a abrazarnos.

Y ahora que lo pienso... me gustaría correr algún día.