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Cuando cursaba el cuarto teórico en el antíguo liceo Ercília Pepín de mi pueblo, con agrado descubrí sentada sobre la baranda de la entrada de una casa de la calle Bonó, a una compañera de áula. Que, aúnque, su espalda se adaptaba a la rectitud de la columna que apoyaba su cuerpo, no impedía que sus muslos se elevaran hasta dónde sus piernas, al quebrarse, trazaban un perfecto triángulo equilátero.

Al buscar sus ojos, tuve la sensación de que éllos no habían seguido, el diseño de mi mirada. ¡Hola Miledys! ¿Qué haces en mi barrio? -Pués nada, Pedro, es que ahorita vivo aquí.- Su respuesta disparó mi humano e intruso archivo acerca de los hogares a los que no teníamos acceso. Y lo que se decía, era que ahí habitaba un par de miembros del servicio secreto, premiados por ser lastres remanentes de la pasada tiranía.

Entonces, lo que la prudencia me aconsejó fue, tratarla sin salirme del marco escolar. Nada de preguntas familiares y menos que tocasen su relación con la pareja de marras. Pero con los días, de tánto Miledys pronunciar el nombre del único jóven del sector que la trataba, los niños de la casa lo aprendieron.

Y la mañana de un lunes veraniego, mientras compartía con un grupo de vecinos, cinco militares vestidos de paisanos nos abordaron: ¿Quién es Pedro? -Preguntaron- Yo -respondí- Pués síganos que álguien quiere hablar con usted. Lo hice y al borde de un poste del tendido eléctrico me esperaba un gigante, tan alto cómo los que me condujeron. -Seré breve- me interpeló.

Sin girar mi cabeza, percibí que estaba en el centro de seis hombres a la distancia de un brazo. Oía sus resuellos y sentía la tensión de sus venas. También, me estremecía el silencio preocupante de mis vecinos, que seguían la escena desde veinte metros. Seguros, por supuesto, de que serían testigos presenciales del ultraje a un ser indefenso.

Fue el instante en que, una interrupción del cielo, permitió que cesara el golpeo de los cascos de un caballo, al otro lado de la calle. Seguido por el estallido de una voz con estridencia de campo: ¡ Pedro ! ¿Qué está pasando aquí? Por primera vez, déntro del trance, viré mi cara hacia el lugar de dónde venía el vozarrón.

Y ví un machete a medio sacar de su vaina, un saco de carbón a ambos lados de la montura y sentado al centro, un cuerpo ennegrecido, con piernas que apuntaban hacia el cuello de la bestia. Para, en su parte superior, recibir el remate de una gorra curtida por las huellas del oficio. ¡ Nada ! -le contesté-. ¿ Estás seguro ? -Volvió a retumbar la fuerte voz- ¡Sí, estoy seguro!.

Y, posiblemente, después de una codificada orden, el corcel reanudó la marcha. Seguido por una estruendosa carcajada de mis vecinos, que colmó el tenso vacío. Sin que éllo lograra que mi tío Juancito volviése la mirada.

Texto agregado el 12-10-2018, y leído por 120 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
22-10-2018 Pero y que pasó?? libró para siempre o sólo por esa vez? Muy bueno y me deja con gran curiosidad de saber mas carmen-valdes
14-10-2018 Muy buena tu historia. ome
13-10-2018 Buen relato, muy ameno. Un abrazo sheisan
13-10-2018 Me quedé esperando más!! No puedo hacerme una idea del susto del joven si esos hombres eran del corte de la dictadura. Lo cual deja entrediho también el nivel de inteligencia con relación a su edad según sus razonamientos en el cuento. Abrazos, Roxanna unabrazo
12-10-2018 Tremendo susto en una historia muy bien contada. No hubiese querido estar ni por asomo en tu lugar. Un abrazo, Peco querido. SOFIAMA
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