Se abre el cielo, como un manto etéreo de felicidad, que pincela las torres del mundo.
Allí se desparrama, la piel henchida de mis pechos, en innumerables senderos carnosos. Uno, atrevido y erecto, que desviste su magia para ser mirado; otro, pudoroso, que navega las cumbres que tallan su cuerpo. Ambos nacen de mi fuente; acalorados y sensuales, sumergidos en las mismas aguas cristalinas, despiertos por las mañanas, como dos soles abiertos de luz, o entristecidos, cuando la soledad me habita. Han sido observados, halagados y recorridos en la finitud del tiempo; atrapados dentro de una boca enamorada, que no ha podido retenerlos, o liberados de la esclavitud, en un sin fin de galopes extenuantes. Vivieron en mí desde pequeña, subsistiendo cambios de formas y colores, temblando al derramar su lava por las paredes de mi vientre, o sonriendo al gestar un mutuo placer. Elevan mi sangre, para luego recostarse bajo mi cuello extendido, que los dignifica en prominencia. Laten sobre mi corazón, que en sístole y diástole, apura la delicia de ser vistos y sentidos.
Ana.
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