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Octubre del 2002.

Cruzaban el puente que colgaba perpendicular a sus vidas, como un grupo de sombras que se perdían lentamente en la mañana. Los tres hombres se detuvieron allí, junto a la cerca de madera, por encima del arroyo. Se los podía ver, uno al lado del otro, absortos en la única barca, que allí estaba pescando. Habían dejado la ciudad, junto a los negocios turbios, naipes y mujeres, para regresar a la chacra, en donde habían vivido de pequeños. Su aspecto, denotaba un dejo de fracaso y soledad. Habían sido amigos desde chicos, e ido a la ciudad en busca de un futuro, nunca hallado. Y ahora estaban aquí, en medio de la nada, observando estáticos la pesca risueña, que dos adolescentes, con sus torsos desnudos y cabellos ensortijados, disfrutaban. Mientras, el sol, abría su piel en brazas de diversos tonos, sobre el agua matutina. Jorge, el dueño de un salón de juego, había quebrado su negocio unos días atrás; Miguel, aún permanecía deprimido de su fracaso matrimonial, y Leonardo, desocupado, sólo lamentaba, el no haber comprado esa fábrica de hierros, a tan bajo precio. Los tres, estaban decididos a comenzar de nuevo, recuperando las quintas, plantando todo tipo de verduras y sembrando lo máximo posible, de acuerdo a la estación.
Los vi parados, como en una foto escolar, de uno en uno, pintados de recuerdos. Mientras Jorge, el primero a mi derecha, se convertía en un niño de 12 años, que lo observaba todo; Miguel, lo hacía en uno de 10; para culminar luego en Leonardo, que aparentaba ser uno de 7. Me senté sobre las piedras, al otro lado del puente, para poder observarlos mejor. Sus rostros resplandecían, en una suerte de felicidad, que les llovía desde cielo. El aroma de las flores, vibraba en el ambiente, para explotar en el silencio de sus cuerpos. Saltaron el barral, cobijado en verdes, para correr por la colina, que bajaba hacia el arroyo. Jorge, fue el primero, con los pantalones grises rondando sus rodillas; luego Miguel, casi despojado de su ropa; y por último Leo, alborotado de calor. Entre chapuzones y risas, sus ojos brillaban, como un manojo de escarabajos furiosos danzando sobre el agua; a la vez que sus bocas, se extendían fuera de sus pómulos, en eternas carcajadas. Yo no dejaba de mirarlos, como si fuera uno de ellos. La tarde se fue cerrando, en un enorme manto azul, que le daba paso a la noche. Debía irme. Esperé unos minutos, para poder verlos regresar, pero no aparecieron. Tomé mi bolso, plasmado de hojas, y caminé unos pasos hacia la colina. Tampoco había nadie allí. Pensé, que en una distracción mía, los “chicos-grandes”, ya habían partido. Y sin más, me fui despacio hacia la ciudad.

A la mañana siguiente, regresé al lugar, para poder reconstruir lo sucedido. Ahora ni el bote, los adultos-jóvenes, o el perfume floral que había atravesado mis sentidos, se encontraban en el arroyo. Como si el agua mansa, en una jugarreta indeseable, se los hubiera tragado a todos juntos. Me senté nuevamente sobre las mismas piedras, a la esperara de alguna novedad. Aunque nada sucedió. Y ya casi cuando estaba por irme, incrustado en tallos gruesos, sobre el borde de una roca, pude leer: “ Jorge – Miguel – Leo, amigos inseparables, (1949 – 1998) .

Me levanté intacta, con mi cuerpo de 47, y mi mente transformada en niña. Y, como todos los viernes 27 de cada año, les dejé un ramo de margaritas silvestres, en el hueco oscuro al lado de sus inscripciones. Yo también compartí sus vidas.
Ana
Ana.

Texto agregado el 06-10-2002, y leído por 787 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
10-01-2003 Me parecio un poco confuso ,espero no ser injusto en mi critica pero es que acababa de leer la tormenta y aún estoy instalado en la computadora Besos. gatelgto
 
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