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Si una tarde de julio amenazaba con tormenta, lo mejor era ser nieto de mi abuelo Bobani y poder escuchar una de sus historias. Se llamaba Roderico, aunque todo el mundo le conocía como “membrillo Bobani”.
Mi abuelo tenía una lata, de esas bellamente decoradas, de compota de membrillo que cargaba siempre encima, por la mañana a la iglesia a su confesión diaria, por la tarde, a la tasca del puerto; hasta para dormir la usaba de almohada.
Siempre a cuestas con su lata.
Todos los lunes, sin falta, se escondía en la única tasca abierta del puerto y se pasaba de ron y lloraba abrazado a la lata.
No se metía con nadie.
Un lunes de estos, por gastarle una broma o por curiosear en sus cosas, le escondieron la lata.
Un tremendo error.
Ni entre cinco cargadores del puerto pudieron sujetar al viejo cuando descubrió al bromista. De un plumazo se ganó el apodo y el respeto de todos.
Menbrillo Bobani y su lata eran el misterio más grande del pueblo y yo su único nieto. Así que las tardes de tormenta salía corriendo a su casa blanca, cerca del muelle.
Recuerdo la lentitud de sus movimientos al abrir la caja sobre la alfombra enfrente de la chimenea. Recuerdo lo importante que me sentía entonces, el único y privilegiado espectador de sus pedazos de memoria: una bala con dos letras grabadas A.C, un alfiler con forma de serpiente, una foto de cuando tenía pelo rota a la mitad, un diente, un peón negro, un reloj de mano al que al levantar la tapa sonaba “para Elisa”, una caja de cerillas de un bar noruego con una sola cerilla y, por supuesto, el mapa de la equis roja.
Sólo eso, o todo eso porque, además, mi abuelo sabía contar; y en esas cositas guardaba toda su vida.
Después de un rato examinando juntos y en solemne silencio todos los objetos, yo escogía uno y lo ponía en su mano, él lo llevaba sobre su pecho y me miraba sonriendo para indicarme que había acertado en la elección.
Mi abuelo empezaba a contar, muy despacito al principio, como si le doliera el esfuerzo de recordar, pero, poco a poco, iba cogiendo ritmo, como una pesada locomotora que hubiera estado mucho tiempo parada.
En unos minutos, unas gaviotas anunciaban tierra. Era Lisboa, y mi abuelo desembarcaba a hombros de un destartalado pesquero irlandés, el Ellis. A bordo, sólo era el cocinero, pero con su astucia, había salvado a toda la tripulación de morir congelada.
Después de la peor tormenta de toda su vida, cerca de Noruega, sólo había quedado a salvo una caja de cerillas, esa que previsoramente guardó en el barril de la sal; así fue cómo se ganó la confianza del capitán y se convirtió en su mano derecha.
Aquella caja de cerillas que salvó a veinte hombres, que cambió para siempre su vida; era la misma que yo tenía en la mano. ¿Se podía pedir más?
No sólo las cerillas tenían su historia. Detrás de cada recuerdo había episodios increíbles y todos me las había contado cien veces; sólo faltaba una, la historia del mapa de la equis roja.
Cada vez que le preguntaba por el mapa, mi abuelo desencajaba el gesto, cambiaba el humor y empezaba a guardar todo en la lata, si seguía insistiendo me amenazaba con levantarse y ponerse a hacer solitarios hasta la hora de la cena. Yo cedía y elegía otro de sus recuerdos y me sumergía en otra de sus aventuras. Y no habría nada más que contar si no fuera porque también yo quería saber qué escondía esa gallina que ponía unos huevos tan dorados.
Al día siguiente volvíamos a casa, era la última tarde que podía pasar con Bobani y no necesité la excusa de la tormenta. Tenía que despedirme y, también, la determinación de completar mi álbum de historias.
Al llegar a su casa no tuve que llamar a la puerta, me esperaba sentado en el banco de piedra de la entrada, también él sabía que no me podía marchar sin conocer qué secreto ocultaba aquel mapa.
Vienes por esto –me dijo, sacando el mapa del bolsillo de la camisa–, pero esta es mucha carga para un muchacho. No creo que deba contarte nada, aunque tal vez tú también seas como yo, y entonces esto te sirva de algo.
El mapa temblaba en mi mano y empezó a vivir su historia, que, aunque sólo escuché esa vez, es la única que guardo con detalle.
Tu madre acababa de nacer –comenzó diciendo–, tenía los mismos ojos ladrones de tu abuela Clara y por estar cerca de mis mujeres abandoné la pesca de altamar, y compré un bote, el pequeño Ellis II.
Al alba salía a pescar sin perder la costa de vista, lo que los marineros llamamos estar cerca del mar, y si robaba al agua alguna dorada, o alguna lubina despistada, Clara las vendía al mesón del puerto. Así sacábamos, entre los dos, un jornal de hombre honrado.
Cuando mi amada se soltaba el pelo y venía a recibirme con Clarita al puerto, me sentía envidiado por todos los pescadores del mundo. Estando todavía en la barca, levantaba en alto los pescados de ese día y tu abuela crecía una cuarta. Después ella regateaba el precio en el mesón y ganaba más que yo pescando; con el dulce cansancio del trabajo cumplido, volvíamos los tres juntos a casa.
Tu abuela no sólo tenía una cintura de sirena, también era mujer de su casa y siempre había alguna raspa que cocer.
Mías eran la mejor esposa, una niña que parecía un ángel y un trabajo cerca del mar. Si un marinero pudiera ser feliz encallado en tierra, yo lo hubiera sido.
En preparar los aparejos del día siguiente no gastaba más de una hora y las tardes en el pueblo no dan para mucho, sobre todo en invierno, que los aguaceros te atan a la chimenea. Esas tardes las pasaba caminando inquieto de pared a pared y mirando el reloj de la cocina a cada minuto. Tu abuela, preocupada por mi aspecto de tigre enjaulado, me sugería –cuantas veces se lamentaría después– que leyera algo. Nuestra casa no era precisamente una biblioteca. Había dos libros: la Biblia, obligatoria para los oficios dominicales y que no resultaba muy atractiva y un libro de tapas carcomidas, que encontramos sobre la mesa cuando compramos la casa.
Por tranquilizar a tu abuela, me senté con el libro frente a la chimenea y leí por primera vez el título: La isla del tesoro.
Era un libro de mar y comencé a leer con la única intención de cazar al chupatintas en algún falso. Aunque nunca me han caído bien los escritores, ni sus almidonadas palabras, no tardé mucho en descubrir, que ese tal Stevenson, sabía de lo que hablaba; conocía al detalle la profesión y sabía también de las malas pasadas que gasta el mar.
Por la mitad destacaba una ilustración con el mapa de la isla donde unos piratas habían escondido un tesoro. Si tenía que abandonar la lectura por fatiga, miraba aquel mapa que me resultaba tan familiar.
Mi velocidad de lectura era la de un chaval de primaria y aunque ya leía por puro placer, no avanzaba más de dos o tres páginas diarias. La aventura transcurría más lenta de lo que me hubiera gustado y el libro se convirtió en mi compañero de pesca.
Una mañana al regresar al muelle, me sorprendió la semejanza que había entre el mapa del libro y la geografía de la península en la que se encontraba el pueblo; el pequeño muelle, la playa, el acantilado... Todo encajaba. Lo achaqué al poder de sugestión de la literatura, pero las coincidencias eran demasiadas para que no surgiera la inevitable pregunta: ¿Qué habrá en el lugar de la equis roja?
Al amanecer, como cada día, salí de casa y aunque no dije nada a tu abuela, no fui al muelle, sino al acantilado donde empezaba la ruta. Cargado con una pala y una brújula, empecé a contar pasos, tomar referencias y dejarme llevar por los pequeños vicios de las lecheras soñadoras.
Ya en el último trecho del recorrido, me interné en el bosque de hayas cercano al pueblo. Si todo había ido bien, justo al lado de un árbol seco con forma de tridente se encontraba el final.
Cinco, cuatro, tres, dos; me asustó el siniestro árbol que confirmaba que mi teoría no era la de un loco. No me costó ningún trabajo descubrir una pequeña casa de madera, en perfecto estado, justo al lado del árbol.
Había llegado e instantáneamente se evaporaba todo el plan. Me sentía tan ridículo ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Pedir permiso al dueño de la casa para hacer agujeros en su jardín? ¿qué iba a decir? Estoy buscando el tesoro que enteraron los piratas de un libro; no parecía una idea de las mejores. Me di la vuelta, mientras negaba con la cabeza, y con la sensación de que una pala era el objeto más estúpido que había en el mundo.
Si me daba prisa, aún podría pescar algo.
Tal vez esperabas otro recibimiento –dijo una voz cantarina–, tal vez le hubiera gustado más al señor una gran equis roja en el suelo. ¡No te jode!
Y rompió en una risa metálica y cruel.
Asomaba por la ventana un anciano enjuto que con un par de centímetros menos podría haber trabajado en un circo. La risa parecía que iba a desencajar aquel proyecto de gnomo. Su cara indicaba que pese a los años, le gustaba el vino y la juerga.
A todos se os queda la misma cara de tontos –continuó, sin parar de reír–, pero es que a ti no te falta detalle, hijo mío: tu pala, tu mapita... no me lo digas, ¿a que también traes una brújula? Si pareces el maniquí de la sección de exploradores de unos grandes almacenes.
Intenté pedir explicaciones, pero me salió un balbuceo entrecortado, que reavivó, aún más, su histérica risa.
Pasa, pasa ¡que con esa labia..! –decía llorando y no precisamente de pena–. ¿Quieres que te envuelva el tesoro para regalo, o te lo llevarás puesto?
No contuve la rabia y agarré al viejo de la pechera y lo saqué de casa por la ventana, a una cuarta del suelo parecía que el enano no tenía el mismo sentido del humor.
Con el alboroto apareció, majestuosa, la señora de la casa. No tendría más de veinte años, aunque por la serenidad en su voz y la tristeza de su mirada, podría pasar por la esposa de un gran señor.
Obligó severamente al hombrecito a pedirme perdón y éste se disculpó a regañadientes; entonces me sonrió, muy suave, para hacerme comprender que la postura natural de su criado era con los pies en la tierra.
Con amable gesto me invitó a pasar y accedí. La cabaña era mucho más grande de lo que parecía desde fuera. Nos sentamos cerca de la única ventana, separados por una mesa de madera de roble de una sola pieza sobre la que había una jarra de leche con dos vasos y una fuente con cerezas.
Intenté dar alguna explicación, pero ella deslizó con suavidad dos dedos sobre mis labios y llenó los dos vasos de leche. Mientras bebía, procuraba ordenar mis ideas y sobretodo, intentaba sacudirme el irracional sentimiento de responsabilidad que me invadía por la profunda tristeza de aquellos ojos negros. No tenía sentido, ni siquiera conocía su nombre.
Me llamo Rocío –dijo, contestando mis pensamientos–, y me alegro de que al fin hayas venido. Creíamos que ya no teníamos nada que hacer contigo.
No entendía nada, pero tampoco se me ocurría algo que preguntar con un mínimo de sentido; sólo podía escuchar.
Siendo marinero –dijo como buscando el principio de una inmensa madeja– conocerás la historia del pececillo azul, ese pez al que todos tomaron por loco porque gritaba que tenía sed, ese pez que aun viviendo bajo el agua, se murió seco por dentro. ¿La conoces? ¿Y sabes por qué murió el pez? Pues murió porque era azul, sólo por eso, era azul como tú. Y los seres azules no sólo necesitamos beber agua, aunque sea el agua más pura y cristalina; dónde otros serían reyes, nosotros somos fieras enjauladas, golpeándonos violentamente contra los barrotes. Necesitamos más; eso es así y tú lo sabes.
Al hablar, algunas palabras se quedaban bailando en el aire durante unos segundos, causando un embriagador efecto hipnótico; el pececillo no paraba de dar vueltas alrededor de la mesa, perseguido por dos campantes reyes grises sentados en sus tigres. La esperanza de sus palabras disimulaba un poco el ahogo de su mirada y empezaba a sentirme a gusto, aunque seguía sin entender nada.
Parece que tendré que ser más explícita –continuo llenando de paciencia sus pulmones–. Si te preguntara por qué estás aquí; me dirías que por el mapa y sería verdad, pero sería una verdad de esas qué dan las matemáticas, totalmente ciertas y totalmente inútiles. El mapa te ha traído hasta aquí, pero sólo porque tú querías venir. ¿Y sabes por qué querías venir? Porque tu corazón es azul y no se resigna a que en el mundo sólo haya lo que se ve, no soportas que la realidad siempre tenga esos colores tan gastados, no te crees que toda la gente sea tan fea, no toleras que todo lo bueno dure siempre poco y te entras ganas de gritar: ¡Me ahogo! Por eso estás aquí. Has venido a buscar tu...
Magia –grité terminando su frase–, no me digas que la equis del mapa señalaba donde abrían una tienda de magia. Sólo estoy aquí por un gancho de publicidad exotérica.
Llámalo así si quieres –me interrumpió–, pero no te burles. Sabes que todo lo que cuento es verdad. Te conozco, sé que en lo más profundo de tu corazón envidias a Stevenson porque sabes que fue un azul que siguió su magia hasta el final y con todas sus consecuencias.
Me contó mi vida entera, de principio a fin, con todo lujo de detalles. Desde la altura que me observaba sólo parecía un ratón blanco en un laberinto. Me hacía daño, ese dolor profundo que no tiene al odio como antídoto.
Elige cualquier cosa que te guste –dijo como si enseñara un magnífico tesoro–. Acertarás.
Mi madre tenía una caja igual que esta –dije pasando dos dedos por encima–, la usaba de costurero. Tal vez signifique algo.
Antes de marchar, me exigió que le entregara el mapa y aunque pensé en hacer alguna broma sobre si se trataba de un bono descuento, mi corazón y mis piernas avisaban que ese era un punto de no retorno. Me limité a poner el mapa en su mano.
Nunca pude volver a encontrar aquella casa, ni a aquella mujer.
Mientras me alejaba notaba cómo aquella lata parecía que no encajaba con el paisaje, no había sido pintada por el mismo que pintó el resto del mundo.
Hasta la salida del bosque la curiosidad no me funcionó. Abrí la caja y estaba vacía. Sonreí instintivamente.
Una lata de membrillo vacía no es lo mismo que media docena de doradas, hasta ahí estaba de acuerdo con tu abuela, pero tampoco parecía racional el instinto que despertaba en ella una inofensiva caja. Intuición femenina.
La caja permaneció olvidada debajo de la cama durante unos días, más que olvidada estaba escondida de la vista de tu abuela a la que incomodaba.
Recuerdo aquella tarde; limpieza general y lluvia, un callejón sin salida. Encontré la lata debajo de la cama, y por ordenar las cosas, estilo visita de suegra, metí en la caja un peón que se encontraba perdido debajo de la cama.
¿Te he contado alguna vez la historia de la partida de ajedrez? –dije saliendo de debajo de la cama–. El Ellis había encallado en un arrecife de coral por una borrachera indecente del oficial de guardia. Teníamos importantes vías de agua y mientras estuviéramos clavados en el coral, la reparación era imposible. Todo estaba perdido.
Pero cariño, –me interrumpió tu abuela con voz preocupada–, tú nunca has estado en ningún barco llamado Ellis. Siempre has estado aquí.
Sin hacer caso. Continué.
Justo a tiempo apareció un galeón. Nuestra única posibilidad era que este nos remolcara fuera del arrecife y allí reparáramos el barco, pero en el palo mayor del galeón ondeaba una bandera negra con un alfil blanco. Un barco pirata.
Su capitán, un hombre cruel, apodado Madchess, que tenía por costumbre dar una oportunidad a sus prisioneros; les desafiaba a una partida de ajedrez en la que se jugaban la vida. Nunca había perdido.
Ningún miembro de nuestra tripulación sabía jugar al ajedrez, pero eso a Madchess no le quitaba el sueño. Me eligió a mi para la partida. Mi conocimiento del ajedrez era como para saber que había una pieza que se llamaba caballo.
- Elige.
- ¿Negras?
Muy bien, un caballero.
Movió unas de sus fichas y me entraron unas terribles ganas de llorar. Una muerte tan estúpida solo podía ser la mía, jugarme la vida a un juego que no sabía jugar.
Entonces recordé una historia de una partida entre el diablo y un pobre ignorante que se jugaba el alma con él. Su moraleja era al fuego con fuego. Y su estrategia consistía en hacer los movimientos simétricos del diablo. La astucia del diablo se potenciaba con el reflejo y el joven salía victorioso de la batalla.
Sólo tenía esa endeble herramienta y la empuñe con todas mis fuerzas.
Si a los tres movimientos me hubiera dicho que había perdido; me lo habría creído, pero no dijo nada y había verdadera concentración en su mirada.
En uno de mis mecánicos movimientos pegó un brinco en su asiento y dejó de mirar el tablero para mantener una heladora mirada sobre mis ojos. Notaba su fijeza sobre mí y no me atrevía a levantar los ojos del tablero.
- Enhorabuena.
Sólo eso. Había ganado
Tu abuela lloraba; siempre tuvo un don especial para leer los pequeños mensajes que preceden a las grandes tormentas.
Al día siguiente desapareció para siempre llevándose con ella a Clarita.
Ninguna nota, ninguna explicación; y lo más extraño es que en aquel momento lo entendí perfectamente. Ella y yo sabíamos que debía quedarme a solas con la caja.
Días de fiebre.
La caja me estaba borrando, y lo peor con mi consentimiento, cada vez que metía un objeto en ella se cambiaba un trozo de mi verdadera vida por una aventura increíble que pasaba a ser igual de cierta que el resto de mis recuerdos. Me encantaba convertirme en un héroe más grande a cada momento. Ese nuevo personaje en que me había convertido no encajaba en el pueblo y todos empezaron a llamarme loco, membrillo y el resto de la historia ya la conoces.
- Abuelo, ¿y el mapa?
- Bueno, el mapa... el mapa fue lo último que metí en la caja.

Texto agregado el 26-10-2004, y leído por 533 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
04-02-2005 "una verdad de esas qué dan las matemáticas, totalmente ciertas y totalmente inútiles". Ay Ramón Santana, que manera de contarme historias, siento que me las contas a mi... Sabes me recuerda un poco a Big Fish es una pelicula... Igual, yo dije, hoy no le daré 5*, pero vamos, es imposible... Aniuxa
26-10-2004 Maravillosa historia, toda una aventura...buenisima yoria
 
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