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Cómo la maté es otra historia, tendrán que esperar a que termine ésta, y tal vez, solo tal vez, le cuente la otra. No prometo nada, pero tienen el deber de escucharme, con paciencia, sin hacer preguntas. Si divagan y pierden alguna parte, no la repetiré. Me importuna demasiado que la gente no me escuche y mucho más que me interrumpa a cada rato, sin consideración alguna a quien hace el cuento, que no solo lo cuenta, sino que lo vive, tal como debe ser. ¿No se dan cuenta de que es una falta de respeto? ¿Por qué debo de hablar a gente más preocupada por escucharse a sí mismas, a quienes no importa cuánto me irritan sus pedantes y narcisistas interrupciones? La gente ya no sabe hablar; el arte de hablar, de conversar quiero decir, tiene más de escuchar que de decir, pero la gente se ha olvidado de ese arte, ni hablan, ni escuchan, se entretienen en sí mismos y consigo mismos. Al otro lo tratan como la imagen propia en el espejo. Pero en fin, quede esa regla, como un acuerdo insoslayable que condiciona mi confesión.
Me llamo Eduardo Enrique Camino de los Santos Puig. Buen nombre, ¿no?. Eduardo por mi padre, que en paz descanse, Enrique por mi abuelo, también descansa en paz, y los apellidos, pues, no sé, se supone que mi abuelo vino del norte de España, del País Vasco, y yo no dudo que Camino sea su apellido, pero sospecho que eso de los Santos Puig se lo añadió cuando llegó aquí, pues suena mejor, elegante, algo pretencioso como era él. Vivo en Cangrejos, entre la Avenida Eduardo Conde y la calle Maelo Rivera, en un apartamento pequeño del quinto piso en el número 52. Son calles tristes, detenidas en la nostalgia de falsa aristocracia perdida, soñadoras de tiempos mejores que se respiran aún entre sus ruinas y edificios abandonados. La escalera que lleva al apartamento comienza en la acera misma, en un portón de varillas de acero de diseños ambiguos, pintada de blanco con pintura aceitosa. La escalera es de lozas rojas desgastadas, lleva a la mitad del segundo piso, en donde deben tomar a su derecha y luego volver a subir, y así, hasta la puerta del final en el quinto piso.
Como verán, el apartamento no es muy grande, ni muy lujoso. Me gusta vivir con sencillez, un sofá, una pequeña mesa comedor, televisor y otras cosas para una mínima existencia. Me gusta leer mucho, como notarán. Por eso los muchos libros y folletos, las columnas de periódicos en los rincones y los miles de magazines de cuanto tema imaginable. Son mi más preciado tesoro. Para bien o para mal, el apartamento es, como dije, sobrio, y acepto que algo sombrío. En el único cuarto dormitorio tengo, además de la cama, una mecedero de pajilla, única herencia de mi abuela materna que me legó cuando pedía que la dejaran morir por compasión. La pequeña cocina no carece de lo indispensable, bastante digna para un profesional como yo, solitario, discreto, algo taciturno, lo acepto, pero dedicado y responsable. Lo más importante, sin embargo, es la pequeña terraza que da hacia el norte, desde donde se puede apreciar el horizonte de edificios de Santurce y Hato Rey y un poco de mar del Condado si miran a la izquierda. Y además, la parte posterior del edificio donde vivía Camila, más bajo que el mío, ennegrecido por el tiempo y la falta de pintura y mantenimiento, bastante cuadrado y de pared fija y lisa interrumpida solo por las ventanas desgastadas de un blanco grisáceo.
En la pequeña terraza acostumbro a sentarme en las noches a fumar un habano de contrabando y tomarme una copa de brandy. Me gusta sentir el aire fresco que llega de la costa mezclado con el humo del cigarro, mientras miro las estrellas o la lluvia al amanecer. De vez en cuando miro hacia las ventanas de los edificios vecinos que tienen la luz encendida. Me divierto con las indiscreciones de los vecinos que no se dan cuenta que dejar la luz encendida los expone como en vitrina. Así me he saboreado, junto al habano y el brandy, escenas de amores desbocados, cuerpos acabados de bañar de hombres y mujeres ya pasados de moda, aunque alguno que otro joven, infidelidades trazadas con meticulosa sabiduría y otras no tanto, la violencia nuestra de cada día en las familias y alguno que otro crimen menor, como robos y asaltos, que dejo pasar sin llamar a la policía, porque siento envidia por el valor de aventura del criminal.
Fue desde allí que vi por vez primera a Camila. Desde la terraza podía ver sin problemas a través de su ventana en el tercer piso, directo a su alcoba. Mi impresión de verla la primera vez es indescriptible, vestida en bata blanca de dormir, con encajes transparentes, acicalando su cabello cimarrón mientras cantaba un salve María llena-eres-de-gracia, como si se me revelara de pronto un espectro angelical que confirmara mis más profundos temores sobre la existencia del más allá. Allí estaba, semidesnuda, aparecida de la nada, desvelando sus secretos mientras de paso, sin siquiera saberlo, desvelaba mis propios secretos carnales, y lo digo en todo el sentido de la palabra, desvelo, descubrir, despertar, permanecer despierto, expuesto por primera vez ante mí mismo. Ella dejó de cantar y con ella el resto del mundo hizo silencio. Se desnudó completa, reveló sus senos lorquianos de duro estaño, su cuerpo de ángel como curtido por perfectos amaneceres que se movía con pasos de ballet, levitando en la alcoba, entremezclándose con el éter misterioso que la rodeaba, mirando sus manos mientras las seguía con su vista, dando a cada cosa que tocaba un poco de su propia luz llena de incontable ternura.
La luz se apagó y me dejó absorto con el corazón palpitante y confuso. El sudor bajaba por mi frente como rocío de selva tropical. Me fui a la cama y me acosté con la vista al techo. Mil veces mi mano había acompasado las fantasías de mis noches solitarias, pero esta vez el placer fue esquivo, más bien sentí dolor, y el más grande terror, de saber que al fin me llegó la soledad. Jamás podré saber porqué de pronto me sentí inmerso en el más profundo abismo de la soledad, ni cómo fue que de pronto comencé a divagar por los quebrados caminos de mi espíritu, tan lleno de entuertos y misterios por el solo hecho de ser el espíritu humano. Jamás lo podré explicar, habrán de conformarse con la imposibilidad de explicación como única explicación. Así es la naturaleza del espíritu humano, tan cerca y tan lejos, igual de propio como ajeno, tan humano como inhumano, que para poder vivir con él, al igual que con Dios, lo mejor es no intentar descifrarlo.
Los días comenzaron a alargarse. Los dedos se me enredaban entre las teclas del ordenador en mi oficina, siempre tan pulcra y ordenada. Ya no me motivaron los juegos de dominó a las doce del mediodía con los compañeros de trabajo en la Fonda del Indio. Me preguntaron si andaba enfermo y, por supuesto, lo negué, lo achaqué a un falso cansancio por siete años de no tomar vacaciones. En verdad no me sentía enfermo, algo confuso quizás, excitado y a la vez deprimido, consciente de sensaciones desconocidas pero descubiertas a la mitad de mi vida. Me sumergí casi ahogado a reflexionar sobre el acontecimiento, la visión de Camila contra la visión de mí mismo, abandonado a mi suerte en un destierro voluntario de la vida. Cada noche me aposté en mi terraza para mirarla y cada noche me hundía más en mi desesperanza, abatido por deseos calcinantes sofocados por el miedo a quedarme cada vez más solo.
Ya los atisbos de medianoche no fueron suficientes. Sentí la necesidad imperiosa de verla a la luz del día, y rondé frente a su edificio de apartamentos, un sábado por supuesto, porque en siete años apenas he faltado a mi trabajo en cuatro ocasiones. Pero no caminé por allí como un cualquiera, me vestí de chaleco y corbata y pasé con disimulo, en espera de un encuentro casual y espontáneo. El primer mes no tuve éxito, ni siquiera la vi, pero ya a la quinta vez la vi salir, llevaba una canasta de ropa sucia en sus brazos, vestida con un traje corto sin adornos, de azul y blanco, y una cinta roja que apresaba su pelo arisco. Se movía con la gracia de una gacela, aunque admito nunca haber visto una. Sus caderas marcaban en armónica cadencia la vida en la calle: el ladrido de los perros, los gritos de los vecinos, las bocinas de los autos, la música de cualquier parte. La seguí furtivo hasta llegar a la lavandería. La miré un rato desde lejos, pero no me decidí a hablarle. Mi falta de experiencia con el sexo opuesto, la timidez que me mata desde niño, el miedo olímpico que me petrifica anclándome en la misma acera, todos los años de dominio férreo y sobreprotección de mi madre hasta su muerte hace solo siete años, todo, todo el mundo inclusive, toda la existencia, todo el universo infinito me paralizaron. Regresé derrotado, más adentro del abismo, a mi rutina.
Pero la suerte ya estaba echada. Volvía a la vigilia nocturna y sabatina. Busqué fuerzas en alocuciones imaginarias, en situaciones preparadas con meticulosa obsesión dentro de los confines de mi mente. Imaginé conversaciones y veladas insondables en las que a veces yo, a veces ella, tomaba la iniciativa, dando la palabra paso a la acción erótica y desbocada de pasiones febriles y alucinantes. Así pasaron los días y noches en lenta caravana frente a mí, alargando cada hora, cada minuto, cada segundo, cada micro segundo, cada nanosegundo, como un jarabe grueso y espeso atragantado por siglos en la garganta. Comprendí que no podía seguir así, ya era el momento de romper las cadenas invisibles y por demás fastidiosas de mi descomunal timidez. Me serví de la única arma que pude imaginar: preparar un plan para el encuentro casual, sólo eso, ya habría tiempo de pensar en lo siguiente; no quise ni pensar en la conversación inmediata, el miedo me aterraba tanto que por lo pronto lo mejor era ignorar ese momento. Me consoló pensar que algo debía dejar al azar, aunque fue más por el miedo que por la convicción. Con la conclusión de que para planificar tamaño encuentro debía recurrir a la más etérea levedad, eché mano a novelas rosas, revistas de modas y libros de amores desangrados, incluso seriales de televisión de dramones insufribles y eternos. No sé cuánto duró la preparación, sé que no fue mucho, pero al final el plan era simple: llevar mi ropa a lavar a la misma lavandería que ella y tan pronto llegara ofrecerle ayuda, porque de seguro se verá sobrecargada, y yo seré algo así como su salvador, el héroe galopante, y ella aceptará con gusto y hablaremos y nos conoceremos.
Pero el plan no salió como lo pensé. Estuve en la lavandería más o menos quince minutos antes de la hora en la que ella acostumbraba llegar. Preparé el escenario tendiendo mi ropa sobre la mesa y mostrando un desconcierto disimulado por no encontrar algo para ganar tiempo (o más bien para perderlo). Camila llegó a la hora prevista. Mis manos comenzaron sudar y las piernas se me helaron en el piso. Sentía palpitaciones en el corazón y la respiración entrecortada. No hice nada, como se imaginarán, con relación a la supuesta sobrecarga que ella debía traer, tanto por mi ataque de timidez como por el hecho de ser evidente que no estaba sobrecargada. Pero me quedé un rato más y me fui calmando. La miraba de reojo y de vez en cuando las miradas se encontraban. En una ocasión ella sonrió, lo que me dio fuerzas para decidirme a hablarle antes de irme. Sostuve la respiración y logré fuerzas.
-Hola, mi nombre es Eduardo- le dije, con la sangre en mi cara a exceso de velocidad.
Ella permaneció en silencio.
-Vivo en el apartamento detrás del tuyo, ¿cuál es tu nombre?- insistí, midiendo las palabras, pero mis más grandes temores se hicieron ciertos. Ella se quedó inmóvil, apretando sus dientes, mirando de reojo hacia cualquier parte menos hacia mí. Yo me sentí avergonzado, metido en una situación de la que no podía salir.
-Solo quiero conocerte y te has quedado inmóvil como una lagartija- dije y me desprendí como si escapara de la muerte. Salí de la lavandería y dejé olvidada mi ropa. Comencé a caminar con velocidad, sin mirar atrás, y corrí al doblar la primera esquina cuando ya no podían verme desde la lavandería. Llegué a mi apartamento, cerré todas las ventanas y me tiré al suelo, al lado de la cama, cubierto con una colcha grande, donde al rato me quedé dormido.
Desperté en la medianoche. Un grito lejano y agudo me despertó. Al principio solo me despertó el ruido del grito, no entendí palabra alguna en particular, por lo que me quedé acostado en el suelo a la expectativa. Se repitió y escuché que mencionaban mi nombre y luego decían una palabra, un insulto, idiota, primero, ridículo después. Sorprendido y confuso me levantó y me asomé por la terraza. Los gritos venían del apartamento de Camila y cesaron tan pronto salí a la terraza. Horrorizado corrí a la ducha y lloré mientras el agua mojaba mi cuerpo con la ropa aún puesta. Allí me dormí, arropado de pesadillas.
No salí del apartamento hasta el lunes cuando regresé a trabajar. Tampoco volví a salir a la terraza. Esta vez fumé el puro y bebí el brandy en mi dormitorio. Traté de encontrar la calma. A fin de cuentas era un incidente sin importancia, pero mi sorpresa era grande. No pude entender por qué Camila me gritó, por qué su desmedida reacción a un acercamiento inocente e inocuo. De vez en cuando me asomé por la terraza y miré de reojo al apartamento de Camila. No me quedó duda que ella me miraba. Esperaba un momento oportuno para volver a gritarme, humillarme ante el público, deleitarse con mi angustia. Me sentí triste porque, más que nada, era injusta.
En las noches siguientes fueron insuficientes el té de tilo y los baños de aroma- terapia para conciliar el sueño. Me despertaba sobresaltado cuando el sueño apenas me invadía, como si el cuerpo mismo me empujara al desvelo para advertirme del peligro inminente. Otra vez, cada media noche, la escuché, pero en un tono de voz más bajo. La maldita buscó desesperarme, modulando su voz entre un susurro a un grito de rabia, provocando mis nervios hasta el límite. Al principio solo resistí, pues ella debía cansarse en algún momento, me dejaría tranquilo, y mi rutina, que tanto ya extrañaba, regresaría. Pero ya a la segunda semana era evidente que no me iba a dejar vivir en paz, estaba loca, maldita, solo era un ser despreciable cuyo único destino era hacer miserable mi ya miserable vida.
En una de esas infames noches no me contuve en mi desesperación y salí a gritarle en la terraza para que me dejara en paz. Desperté a todos los vecinos y fue cruel su risa colectiva. Al día siguiente todos me miraban y se reían a mis espaldas, pero yo los sentía como aguijones quemando mi pecho. Ya ni siquiera podía con mi propia tristeza. No sé como, pero en mi trabajo se enteraron y se burlaban igual que mis vecinos. Parece que Camila llamó por teléfono. De hecho, una que otra vez noté cómo algún compañero de trabajo me miró con burla mientras atendía el teléfono. Cruel es el mundo porque cruel es la gente. ¿Qué importancia tenía para todos aquel fútil intento de vida de este pertrecho de hombre, sin experiencia en la vida ni en el amor? ¿Por qué se regocijan en la tristeza y la soledad ajena, aunque intenten ocultar su crueldad con finos discursos de piedad? Desde la noche en que grité desde la terraza todo empeoró: ahora algunos vecinos se entretenían gritando también, contestando a Camila con impertinencias y necedades como si fuera yo mismo, mientras otros me gritaban también a mí, haciendo coro a la maldita mujer, dueña de mis peores pesadillas. Comprendí que aquella maldición me perseguiría el resto de mi vida, a menos que...
Ya comprenden por qué la maté. Fue un acto de pura justicia, la consecución de la libertad divina, como debe ser, pues ni Dios le dio derecho a su mezquindad. Ya sé lo que dice la prensa, que maté a una vieja sin razón alguna, a una indefensa anciana que transitaba por la calle frente a la lavandería. Que no existe Camila. Que ese apartamento ha estado abandonado por años. Pero es mentira, todo es parte de la burla. Yo maté a Camila, aunque quieran ocultarlo, aunque todos se hayan puesto de acuerdo para hacer creer que maté por vicio o por locura a una anciana. La verdad a la larga se sabe. Han cambiado la historia porque todos están contra mí, me odian, me odia la prensa, la policía, los fiscales, todo el pueblo me odia. Pero no es tanto su odio como su afán de fiesta, de verme derrotado, de burlarse y saborear mi zozobra, pues así llenan de aventura sus huecas vidas. Por último, es importante que les diga, que las siete cabezas que encontraron congeladas en mi refrigerador, clasificadas con nombres y fechas en tarjetas verdes, todas son de Camila, porque la bruja esa se me aparece sin falta todos los veranos, desde hace siete años, exactos.

Texto agregado el 08-12-2004, y leído por 184 visitantes. (0 votos)


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